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—Si Delagard supiera cómo navegar hasta el espacio, lo habría hecho hace rato —afirmó Lawler—. Tendría un barco de pasajeros realizando viajes de ida y vuelta. Incluso habría enviado allí a las hermanas mucho tiempo atrás. En cuanto a su garganta, es la misma historia de antes. Tensión, tos nerviosa, irritación. Trate de relajarse. Sería una buena idea el mantenerse lejos de las hermanas que quieran predecirle el futuro.

Sundria sonrió.

—Pobres mujeres. Siento pena por ellas.

A pesar de que la consulta había terminado, ella parecía no tener prisa alguna por marcharse. Se dirigió al estante en donde estaba la pequeña colección de objetos terrícolas y los estudió durante un momento.

—Me prometió que me diría qué son estas cosas.

Él se acercó y se detuvo junto a ella.

—La estatuilla de metal es la más antigua. Es un dios al que adoraban en un país llamado Egipto, hace miles de años. Egipto era un país que estaba junto a un río, uno de los lugares más antiguos de la Tierra. En él comenzó la civilización. Es el dios sol o el dios de la muerte. O ambos. No estoy seguro.

—¿Ambos? ¿Cómo puede un dios sol ser además un dios de la muerte? El sol es la fuente de la vida, es brillante y cálido. La muerte es algo oscuro. Es… —hizo una pausa—. Pero el sol de la Tierra fue el portador de la muerte, ¿verdad? ¿Quiere decir que sabían eso en aquel lugar llamado Egipto, miles de años antes de que ocurriera?

—Lo dudo mucho. Pero el sol muere cada noche y renace a la mañana siguiente. Tal vez fuera ésa la relación. O tal vez no. Sólo estaba haciendo conjeturas; conozco muy poco.

Ella cogió la pequeña figura de bronce y la sostuvo sobre la palma de la mano como si estuviera sopesándola.

—Cuatro mil años. No consigo imaginar cuatro mil años.

Lawler sonrió.

—A veces la sostengo de la misma forma que usted ahora, e intento dejar que me lleve de vuelta al lugar en el que fue hecha. Arena seca, sol caliente, un río azul con árboles a lo largo de las riberas. Ciudades con millares de personas, templos y palacios enormes. Pero es muy difícil mantener clara esa visión; lo único que en realidad puedo ver en mi mente es un océano y una isla pequeña.

Ella dejó la estatuilla y señaló el trozo de cerámica.

—¿Dijo usted que este trozo pintado era de Grecia?

—De Grecia, sí. Es cerámica. La hicieron con arcilla. Mire, puede verse un dibujo en ella: la figura de un guerrero y la lanza que debía de tener en la mano.

—Qué hermoso es el trazo. Tiene que haber sido una obra maravillosa; pero nunca lo sabremos bien, ¿verdad? ¿Cuándo existió Grecia? ¿Después de Egipto?

—Mucho más tarde. Pero aun así es muy antigua. Allí tenían poetas y filósofos, además de grandes actores. Homero era de Grecia.

—¿Homero?

—Escribió La Ilíada y La Odisea.

—Lo siento, pero yo no…

—Son poemas famosos, muy largos. Uno trataba de una guerra y el otro de un viaje por mar. Mi padre solía contarme cuentos sacados de esas obras, los trozos que recordaba de su padre, que los aprendió de su abuelo Harry, cuyo abuelo había nacido en la Tierra. Hace tan sólo siete generaciones, la Tierra aún existía. A veces olvidamos eso; a veces olvidamos que la Tierra haya existido en absoluto. ¿Ve este medallón redondo de aquí? Es un mapa de la Tierra. Los continentes y los mares.

Lawler pensaba a menudo que aquél era el más precioso de todos sus objetos. No era ni el más antiguo ni el más hermoso, pero en él estaba dibujado el retrato de la Tierra misma. No tenía ni idea de quién lo había hecho ni cuándo ni por qué. Era un disco plano y duro, más grande que la moneda de los Estados Unidos de América, pero lo suficientemente pequeño como para que cupiera en la palma de su mano. Alrededor del borde había inscripciones que nadie podía comprender, y el centro lo ocupaban dos círculos solapados en los que había sido tallado el mapa de la Tierra, dos continentes en un hemisferio y dos en el otro, con un quinto continente en la parte inferior del mundo en ambos círculos, además de algunas islas muy grandes que rompían la enorme extensión de los mares. Quizá fuesen también continentes, algunas de ellas: Lawler no comprendía del todo cómo definir una isla o un continente.

Señaló el círculo de la izquierda.

—Supuestamente, Egipto estaba aquí, en el centro de este lugar. Y Grecia en alguna parte de aquí arriba. Y esto puede que haya sido los Estados Unidos de América, al otro lado, por aquí arriba. Este pequeño trozo de metal es una moneda que usaban allí, en los Estados Unidos de América.

—¿Para qué?

—Era dinero —respondió Lawler—. Las monedas eran dinero.

—¿Y esta cosa oxidada?

—Un arma. La llamaban revólver. Disparaba dardos pequeños llamados balas.

Ella hizo un ligero gesto de estremecimiento.

—Tiene sólo estas seis cosas de la Tierra, y una de ellas tiene que ser un arma. Pero así eran, ¿verdad? ¿Se hacían constantemente la guerra los unos a los otros? ¿Se mataban los unos a los otros, se herían los unos a los otros?

—Algunos de ellos eran así, especialmente en los tiempos antiguos. Pero creo que más tarde eso cambió —Lawler señaló el tosco trozo de piedra, su último objeto—. Esto era de un muro que tenían, un muro que estaba entre dos países porque había guerra. Sería como tener un muro entre dos islas, si puede imaginarse algo semejante. Finalmente llegó la paz, derribaron el muro y todo el mundo lo celebró; y se guardaron trozos del muro para que nadie olvidara que una vez había existido —se encogió de hombros—. Eran simplemente personas, eso es todo. Algunos eran buenos y algunos no lo eran. No creo que fueran tan diferentes de nosotros.

—Pero su mundo sí lo fue.

—Muy diferente, sí. Un lugar extraño y maravilloso.

Ella lo miró.

—Sus ojos adquieren una expresión especial cuando habla de la Tierra. La vi la otra noche, allá junto a la bahía, cuando usted hablaba de que todos nosotros vivimos en el exilio. Es una especie de brillo; añoranza, supongo. Dijo usted que algunas personas piensan que la Tierra era un paraíso, y otras que era un lugar horrible del que todos querían escapar. Usted debe ser de los que piensan que era un paraíso.

—No —respondió Lawler—. Ya se lo he dicho: no sé qué tipo de lugar era realmente. Supongo que hacia el final debía de estar bastante gastada, abarrotada y sucia, o no hubiera tenido lugar una emigración tan masiva. Pero no puedo saberlo. Supongo que nunca sabremos la verdad —hizo una pausa y la miró muy atentamente—. Lo único que sé es que una vez fue nuestro hogar; nunca deberíamos olvidar eso. No importa cuánto intentemos engañarnos: aquí no somos más que visitantes.

—¿Visitantes?

Ella se hallaba muy cerca de él. Sus ojos grises brillantes, sus labios húmedos. A Lawler le pareció que su pecho subía y bajaba con mayor rapidez de la habitual debajo de la ligera tela que lo cubría. ¿Era su imaginación, o ella estaba haciendo avances?

—¿Se siente usted en Hydros como en casa? —le preguntó Lawler—. ¿Se siente realmente en casa?

—Por supuesto. ¿Usted no?

—Ojalá pudiera.

—¡Pero usted nació aquí!

—¿Y…?

—No compren…

—¿Soy un gillie? ¿Soy un buzo? ¿Soy un pez de carne? Ellos sí se sienten en casa aquí, porque están en casa.

—Usted también.

—Continúa sin comprenderlo —dijo él.

—Pero lo estoy intentando. Quiero comprenderlo.

Aquél era el momento de cogerla, pensó Lawler. Acercarla a sí, acariciarla, hacer esto y aquello, manos, labios, hacer que todo ocurriese. Ella quiere entenderte, se dijo. Dale una oportunidad.