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Y entonces oyó en su cabeza la voz de Delagard que decía: «Por otra parte, es la compañera de Kinverson, ¿no? Si ella resulta útil y además son una pareja, ¿por qué íbamos a separarlos?»

—Sí —dijo él, en un tono repentinamente seco—. Montones de preguntas y pocas respuestas. ¿No es siempre así? —de pronto quería estar solo. Le dio unos golpecitos al recipiente de tintura de alga—. Esta cantidad debería durarle unas dos semanas, justo hasta el momento de la partida. Si la tos continúa sin desaparecer, hágamelo saber.

Ella pareció un poco sorprendida por aquella forma brusca de despedirla, pero luego sonrió, le dio las gracias y se fue.

Mierda, pensó él. Mierda. Mierda. Mierda.

—Los barcos están casi listos —dijo Delagard—, y aún disponemos de una semana. Mi gente se ha estado dejando realmente los cojones en la tarea de ponerlos a punto.

Lawler miró hacia el agua, donde estaba anclada la flota de Delagard. Tres hombres y cuatro mujeres estaban trabajando a bordo de los dos barcos más cercanos, martilleando y cepillando madera. Un barco se hallaba en dique seco porque le estaban arreglando el casco; había dos carpinteros trabajando en ello.

—Doy por sentado que lo dices en sentido figurado, por supuesto.

—¿Qué? Ah. Ah. Muy gracioso, doctor. Oye, toda la gente que trabaja para mí tiene cojones, incluso las mujeres. Sólo se trata de mi forma vulgar de hablar. O de mi pintoresco lenguaje figurado, lo que tú prefieras. ¿Quieres ver lo que han estado haciendo?

—Nunca he subido a bordo de un barco, ¿sabes? Sólo he estado en pequeñas barcas pesqueras, canoas de cuero y cosas así.

—Siempre hay una primera vez. Vamos. Te enseñaré la nave capitana.

Una vez estuvo a bordo, descubrió que la embarcación era más pequeña de lo que parecía cuando estaba anclada en la bahía, pero, aun así, se veía bastante grande. Era casi como una isla en miniatura. Lawler podía sentir cómo se balanceaba bajo sus pies en las aguas someras. La quilla estaba hecha con la misma madera que la isla, la dura y amarilla de fuco leñoso, largas fibras fuertes atadas apretadamente entre sí y selladas con brea.

El exterior del casco tenía un calafateado diferente. El baluarte de la isla estaba cubierto por una red viva de las algas llamadas dedos marinos, que se reparaba y volvía a tejer constantemente cuando el mar golpeaba la muralla, de la misma forma que el enmaderado del piso de la bahía estaba reforzado por una capa de algas protectoras. Así también, una densa red de dedos marinos cubría los lados del casco y llegaba casi hasta la borda. Los pequeños tubos pilosos de aquellas algas verdiazules, que a Lawler siempre le habían parecido más botellas que dedos, le proporcionaban al barco un grueso revestimiento cerdoso que irradiaba de los costados en intrincadas marañas justo por debajo de la línea de flotación. La cubierta era una estrecha extensión plana de una madera más liviana, cuidadosamente sellada para mantener seco el interior del barco cuando las olas saltaban por encima de la proa. De proa a popa se veían escotillas que conducían a misteriosas regiones interiores.

—Lo que hemos estado haciendo —dijo Delagard— es repasando el sellado de la cubierta y revistiendo el casco. Necesitamos que todo sea completamente hermético. Puede que pasemos por tormentas bastante feas y es condenadamente seguro que ahí fuera la Ola se nos echará encima en algún momento. Durante los viajes interterritoriales podemos intentar evitar el mal tiempo, y si las cosas nos salen bien podemos abrigar la esperanza de evitar lo peor de la Ola, pero puede que no tengamos las cosas tan fáciles en este viaje.

—¿Es que no es éste un viaje interterritorial? —preguntó Lawler.

—Puede que no se lleve a cabo entre las islas que preferiríamos. A veces hay que dar un rodeo.

Lawler no comprendió muy bien aquello, pero el armador no amplió la información y él dejó correr el tema. Delagard lo arrastró vivamente por todo el barco, mientras enumeraba una retahila de términos técnicos:

—Ésta es la cabina de mando y el puente, el castillo de proa, el alcázar, el bauprés, el cabrestante, el caballete y la grúa. Éstos son arpones, ésta es la cabina del timón, y aquello es la bitácora. Aquí abajo tenemos las dependencias de la tripulación, la bodega, la sala del magnetrón, la cabina de radio, el taller de carpintería, esto y aquello.

Lawler apenas lo escuchaba. La mayoría de los términos carecían de significado para él. Lo que más lo impresionó fue la forma en que todas las dependencias de abajo estaban increíblemente amontonadas, una cosa apretada contra la otra. Estaba acostumbrado a la privacidad y soledad de su vaargh; allí todos estarían encima de las barbas de los otros. Intentó imaginarse a sí mismo viviendo en aquel bote tan atestado de gente durante dos, tres, cuatro semanas, allí fuera, en el mar abierto, sin territorio firme alguno a la vista.

No es un bote, se dijo. Es un barco. Un barco transoceánico.

—¿Qué es lo último que se sabe de Salimil? —preguntó Lawler, cuando Delagard lo condujo por fin al exterior desde las claustrofóbicas dependencias.

—Dag está hablando ahora mismo con ellos. Se suponía que esta mañana celebrarían una reunión de consejo. Yo calculo que es cosa hecha. En esa isla tienen mucho espacio. Mi hijo Rylie me llamó desde Salimil la semana pasada y me dijo que cuatro de los miembros del consejo estaban definitivamente de parte nuestra, y que dos más se estaban inclinando en nuestro favor.

—¿Cuántos son en total?

—Nueve.

—Suena bien —dijo Lawler.

Así que irían a Salimil, entonces. Muy bien. Muy bien. Que así sea. Evocó una imagen de Salimil según él la imaginaba —muy parecida a Sorve, por supuesto, pero algo más grande, más espléndida, más pródiga—, y se imaginó a sí mismo mientras ordenaba su equipo médico en una vaargh emplazada junto a la orilla; su colega, el doctor Nikitin, la habría dispuesto para él. Lawler había hablado muchas veces por radio con Nikitin. Se preguntaba qué aspecto tendría en realidad aquel hombre.

Salimil… Lawler quería creer que Rylie Delagard sabía de qué estaba hablando, que Salimil iba a acogerlos; pero recordó que el otro hijo de Delagard, Kendy, había tenido exactamente la misma confianza en que Velmise aceptaría a los refugiados de Sorve, y no fue así.

Sidero Volkin llegó cojeando por la cubierta.

—Dag Tharp está aquí —le dijo a Delagard—. Ha ido a tu oficina.

Delagard sonrió.

—Llegaron las noticias. Bajemos a tierra.

Para cuando bajaron del barco, Tharp venía ya camino de la orilla para encontrarse con ellos. Lawler vio la expresión de disgusto del rostro rubicundo y anguloso del pequeño operador de radio, y supo cuál había sido la respuesta.

—¿Y bien? —preguntó de todas formas Delagard.

—Nos han rechazado. Votaron cinco contra cuatro. Dicen que tienen escasez de agua, porque el verano ha comenzado muy seco. Sin embargo, se ofrecen a aceptar a seis personas.

—Qué hijos de puta. Bueno, que los jodan.

—¿Es eso lo que quieres que les diga? —preguntó Tharp.

—No les digas nada. Yo no malgastaría tiempo con ellos. No vamos a enviarles seis personas. Es todos o ninguno, vayamos adonde vayamos —miró a Lawler.

—¿Y cuál es la siguiente? —le preguntó Lawler—. ¿Shaktan? ¿Kaggeram? —los nombres de las islas le venían a los labios con facilidad, pero no tenía ni idea de dónde estaban ni de qué aspecto podían tener.

—Nos darán la misma respuesta de mierda —dijo Delagard.

—Puedo intentarlo con Kaggeram, de todas formas —dijo Tharp—. La gente de allí es bastante decente, según lo que recuerdo. Estuve allí hace unos diez años, cuando…

—Que jodan a Kaggeram —dijo Delagard—. Ellos también tienen uno de esos sistemas de consejo. Necesitarán una semana sólo para discutirlo, y luego vendrá la asamblea pública, la votación y todo eso. No tenemos tanto tiempo como para esperar.