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Delagard pareció perderse en sus pensamientos. Podría haber estado a mundos de distancia. Tenía el aspecto de alguien que está llevando a cabo cálculos abstrusos con el más intenso de los esfuerzos mentales: los ojos entrecerrados y sus cejas negras y espesas muy juntas. Lo rodeaba una coraza de pesado silencio.

—Grayvard —dijo finalmente.

—Pero Grayvard está a ocho semanas de aquí —protestó Lawler.

—¿Grayvard? —preguntó Tharp, sorprendido—. ¿Quieres que llame a Grayvard?

—No, tú no. Llamaré yo. Haré la llamada desde este barco —Delagard volvió a guardar silencio durante un instante. Una vez más pareció estar muy lejos, calculando sumas mentalmente. Luego asintió, como si estuviera satisfecho con la respuesta—. Tengo primos en Grayvard. Yo sé cómo negociar con mi propia familia, por el amor de Dios. Sé qué debo ofrecerles. Nos aceptarán. Podéis estar condenadamente seguros de eso. No habrá ningún problema. ¡Grayvard es la respuesta!

Lawler observó cómo Delagard regresaba al barco.

¿Grayvard? No sabía prácticamente nada acerca de aquel lugar. Se hallaba en el extremo del grupo de islas entre las que se desplazaba Sorve; era una isla que pasaba tanto tiempo en el mar Rojo adyacente como en el mar Natal. Estaba tan lejos como podía estar una isla y a pesar de ello conservar algún tipo de relación real con Sorve.

A Lawler le habían enseñado en la escuela que cuarenta de las islas de Hydros tenían asentamientos humanos. Quizá el número oficial estuviera en aquel momento alrededor de las cincuenta o sesenta, pero no lo sabía. El total real sería probablemente bastante más alto que eso, dado que todos vivían con la sombra de la matanza de Shalikomo que había tenido lugar en la época de la tercera generación, y siempre que la población de una isla comenzaba a ser demasiado numerosa, se marchaban diez o veinte personas y buscaban una nueva vida en otra parte.

Los colonos que se mudaban a esas islas nuevas no tenían necesariamente los medios para establecer contacto radial con el resto de Hydros; por eso era fácil perder la cuenta. Quizá podía haber unas ochenta islas habitadas por seres humanos —o incluso un centenar de ellas— desparramadas por todo el planeta, del que se decía que era más grande de lo que había sido la Tierra. Las comunicaciones entre las islas lejanas eran raras y difíciles. Las esporádicas alianzas entre islas se establecían y disolvían a medida que las islas viajaban alrededor del planeta.

En una ocasión, hacía mucho tiempo, algunos seres humanos habían intentado construirse su propia isla para no tener que vivir constantemente bajo la mirada de sus vecinos gillies. Habían averiguado cómo se hacía y habían comenzado a entretejer las fibras, pero antes de que llegaran demasiado lejos, la isla fue atacada y destruida por enormes criaturas marinas. Se habían perdido docenas de vidas. Todo el mundo daba por supuesto que los monstruos habían sido enviados por los gillies, a los que obviamente no les había gustado la idea de que los seres humanos establecieran su propio territorio independiente. Nadie había vuelto a intentarlo.

Grayvard. Bien… Una isla es tan buena como cualquier otra, se dijo. Se las arreglaría para adaptarse allá donde desembarcaran. Pero ¿serían realmente bienvenidos en Grayvard? ¿Serían siquiera capaces de encontrarla allá fuera, en alguna parte entre el mar Natal y el mar Rojo? Qué demonios; que Delagard se preocupe de eso. ¿Por qué tenía que inquietarse él? Era algo que estaba completamente fuera de sus manos.

Cuando subía lentamente la pendiente de vuelta a su vaargh, la voz de Gharkid, fina, susurrante y aguda, llegó hasta los oídos de Lawler.

—¿Doctor? Doctor, señor…

Iba muy cargado; se tambaleaba bajo el peso de dos inmensas cestas que goteaban agua, llenas de algas, que llevaba colgadas de un palo que le cruzaba los hombros. Lawler se detuvo para esperarlo. Gharkid se acercó dando tumbos y dejó que las cestas resbalaran hasta el suelo prácticamente a los pies de Lawler.

Gharkid era un hombre pequeño y nervudo; su estatura era tan inferior a la de Lawler, que cuando quería hablarle tenía que echar la cabeza muy atrás con el fin de mirarlo a la cara. Sonrió, mostrando unos dientes muy blancos contra el telón de fondo de su rostro oscuro. Poseía una calidad seria y pasmosa; pero la simplicidad infantil de las maneras de aquel hombre, su alegre inocencia campesina, podían resultar un poco empalagosas a veces.

—¿Qué es esto? —preguntó Lawler, mientras miraba el enredo de algas marinas que se salían de las cestas que tenía a los pies; las había verdes, rojas y amarillas veteadas con llamativas venas de color púrpura.

—Es para usted, doctor, señor. Medicinas. Para cuando nos marchemos, para que nos las llevemos —sonrió Gharkid; parecía muy satisfecho de sí mismo.

Lawler se arrodilló y hurgó en aquel enredado regalo. Podía reconocer algunas de las algas: aquella de color azulado era la analgésica, y esta otra con las hojas laterales en forma de tira producía el mejor de los dos antisépticos existentes, y esa otra… sí, esa otra era el alga insensibilizadora. Incuestionablemente. El bueno y viejo Gharkid. Lawler levantó los ojos y, al encontrarse con los del hombre, vio un destello que no tenía nada de inocente ni infantil.

—Para que las llevemos en el barco —dijo Gharkid, como si Lawler no le hubiera comprendido antes—. Éstas son de las buenas, para las medicinas. Pensé que usted las querría; unas cuantas de más.

—Lo has hecho muy bien —dijo Lawler—. Vamos, llevemos todo esto hasta mi vaargh.

Era un botín muy rico. El hombre había recogido un poco de todo aquello que tuviera propiedades medicinales. Lawler lo había estado aplazando y aplazando, y al final Gharkid se había limitado a salir a la bahía y cargar con toda la farmacopea. Realmente muy bien hecho, pensó Lawler. Especialmente en el caso del alga insensibilizadora. Antes de que se hicieran a la mar, habría el tiempo suficiente como para procesar todo aquello y convertirlo en polvos, jarabes, ungüentos y tinturas. La flota quedaría bien provista de medicamentos para la larga travesía hasta Grayvard.

Gharkid conocía muy bien las algas. Una vez más, Lawler se preguntó si sería realmente tan simplón como aparentaba, o si no era más que una actitud defensiva. A menudo parecía un alma cándida, una pizarra limpia en la que cualquiera era libre de escribir lo que quisiera, pero Lawler le suponía algo más, en alguna región interior.

Los días previos a la partida fueron malos. Todos admitían la necesidad de marcharse, pero no todos habían creído que ocurriría realmente; y ahora la realidad se estaba poniendo de manifiesto con una fuerza terrible. Lawler veía a las mujeres viejas amontonar sus pertenencias en el exterior de sus vaarghs, las miraban, las redistribuían, llevaban algunas cosas dentro y sacaban otras. Varias mujeres y hombres lloraban constantemente, algunos silenciosamente y otros no tanto. A lo largo de toda la noche podía oírse el sonido de los sollozos histéricos. Lawler trató los peores casos con tintura de alga.

—Tranquilo, vamos —se decía continuamente—. Tranquilo, tranquilo.

Thom Lyonides estuvo borracho durante tres días consecutivos, rugiendo y cantando, y luego comenzó a pelear con Bamber Cadrell, y a decir que nadie iba a hacerlo subir a bordo de uno de aquellos barcos. Delagard se presentó con Gospo Struvin y le dijo:

—¿Qué cojones es esto?

Entonces Lyonides le saltó encima gruñendo y chillando como un lunático. Delagard le propinó un puñetazo en la cara y Struvin lo cogió por el cuello y lo estranguló hasta que se hubo calmado.

—Llévalo a su barco —dijo Delagard, refiriéndose a Cadrell—. Asegúrate de que permanezca allí hasta que nos hagamos a la mar.