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Durante los dos últimos días del plazo, algunos grupos de gillies descendieron hasta la frontera que separaba su territorio del asentamiento humano, y se quedaron allí observando a su manera inescrutable, como si quisieran asegurarse de que se preparaban para partir. Ya todos sabían en Sorve que no habría indulto, que no se revocaría la orden de expulsión. Los últimos ilusos habían tenido que ceder ante la presión de aquellos ojos de pez, de mirada fija e implacable. Sorve estaba perdida para ellos por siempre jamás. Grayvard sería su nuevo hogar; eso ya estaba arreglado.

A pocas horas de la partida, Lawler subió hasta el punto más alejado del lado opuesto a la bahía, donde el alto baluarte miraba al océano. Era mediodía, y el agua destellaba con la luz que se reflejaba en ella. Desde aquel punto panorámico, encima del baluarte, Lawler miró hacia el mar abierto y se imaginó navegando por él, a mucha distancia de la orilla: quería averiguar si aún le tenía miedo a ese interminable mundo de agua. Pero no, todo el miedo parecía haberlo abandonado durante aquella noche alcohólica que comenzó en la casa de Delagard, y no había vuelto.

Miró a lo lejos y no vio nada más que océano, y eso era bueno. No había nada que temer. Sólo cambiaría su isla por un barco que realmente no era otra cosa que una isla en miniatura. ¿Cuál era entonces el peor caso posible? Que el barco en el que viajara se hundiera en una tormenta, suponía, o fuera aplastado por la Ola y muriese. Pues bien: tenía que morir antes o después. Eso no era nada nuevo. Incluso no era muy corriente que los barcos se perdieran en el mar; lo más probable era que llegaran sanos y salvos a Grayvard. Él bajaría a tierra y comenzaría una nueva vida.

Pero lo que aún sentía, era una ocasional punzada aguda de dolor por todo lo que iba a dejar detrás de sí. Aquel anhelo creció rápidamente y desapareció de forma igualmente rápida, insatisfecho.

Ahora, y eso era extraño, las cosas que dejaba atrás comenzaban a dejarlo a él. Mientras se hallaba de pie, con la espalda vuelta hacia el poblado y los ojos fijos en la inmensa extensión de agua, todas aquellas cosas parecieron marcharse en la brisa que soplaba desde el mar: su reverenciado padre, su dulce y fugaz madre, sus casi olvidados hermanos. La totalidad de su infancia, su llegada a la edad adulta, su breve matrimonio, sus años como médico de la isla, como el doctor Lawler de su generación.

Todo se marchaba repentinamente. Todo. Se sintió extrañamente ligero, como si pudiera montar sobre la brisa y flotar por el aire hasta Grayvard. Todas las cadenas parecían haberse roto. Todo aquello que lo retenía en ese lugar lo había abandonado en un momento. Absolutamente todo.

Segunda Parte

HACIA EL MAR VACIO

1

Los primeros cuatro días del viaje fueron plácidos, casi sospechosamente plácidos.

—Realmente extraño, eso es lo que es —dijo Gabe Kinverson, y meneó solemnemente la cabeza—. Uno esperaría tener algún problema a estas alturas —dijo, mientras miraba las lentas y tranquilas olas azul-grisáceas.

El viento era regular; las velas estaban hinchadas. Los barcos se mantenían juntos mientras se desplazaban serenamente por un mar despejado en dirección noroeste hacia Grayvard. Un hogar nuevo; una nueva vida para los setenta y ocho viajeros, los expulsados, los exiliados; aquello era como un segundo nacimiento. Pero ¿debía ser un nacimiento tan fácil? ¿Y durante cuánto tiempo más continuaría siendo fácil?

En el primer día, cuando todavía estaban cruzando la bahía, Lawler se había sorprendido yendo hacia la popa una y otra vez para mirar a la isla de Sorve a medida que ésta se alejaba hasta desaparecer. Durante aquellas primeras horas de viaje, Sorve se había alzado detrás de ellos como un largo monte leonado. Entonces aún parecía real y tangible. Se podía distinguir la columna vertebral que les era tan familiar y los dos brazos curvos que se abrían, las grises motas de las vaarghs, la planta energética, los laberínticos edificios del astillero de Delagard. Incluso creyó poder distinguir la sombría fila de gillies que habían bajado a la orilla para observar cómo partían los barcos.

Luego el agua comenzó a cambiar de color. El profundo y rico verde de las aguas someras de la bahía dio paso al color del océano, azul oscuro matizado de gris. Aquélla era la auténtica señal de que uno se había separado de la orilla. Para Lawler fue como si se hubiera abierto una trampilla y lo hubieran arrojado en caída libre. Ahora que el suelo artificial había desaparecido de debajo de ellos, Sorve comenzó a encogerse rápidamente, convirtiéndose primero en una línea oscura en el horizonte y luego en absolutamente nada.

Más allá, el océano adquiriría otros colores que dependerían de los microorganismos que contuviera, del clima que lo rodease y de las partículas de materia que subieran de las profundidades. Los diferentes mares recibían un nombre afín a su matiz: el mar Rojo, el mar Amarillo, el mar de Azur, el mar Negro. Al que había que temer era el mar Vacío, el mar desierto, que era de un pálido azul de hielo. Había grandes extensiones del océano que eran así y prácticamente nada vivía allí; pero la ruta de la expedición no pasaría por ningún lugar cercano a ellas.

Las seis naves viajaban en una apretada formación piramidal, que intentarían mantener durante día y noche. Cada una de ellas estaba bajo el mando de uno de los capitanes de Delagard, excepto aquel en el que las once mujeres de la hermandad navegaban en solitario. Delagard se había ofrecido a proporcionarles a uno de sus hombres para que capitaneara la embarcación, pero ellas habían rechazado la oferta tal y como él había esperado que hicieran.

—Pilotar un barco no es nada problemático —le había dicho la hermana Halla—. Nosotras observaremos lo que hagáis vosotros, y haremos lo mismo.

La nave capitana de Delagard, la Reina de Hydros, comandaba la formación en la cúspide de la pirámide, con Gospo Struvin al mando. La seguían dos barcos, uno junto al otro, el Estrella del Mar Negro, comandado por Poilin Stayvol, y el Diosa de Sorve, bajo el mando de Bamber Cadrell; detrás venían los otros tres barcos que formaban una hilera más ancha, las hermanas en el centro, a bordo del Cruz de Hydros, flanqueadas por el Tres Lunas, bajo el mando de Martin Yáñez, y el So/ Dorado, que capitaneaba Damis Sawtelle.

Ahora que Sorve había desaparecido por completo, no había nada a la vista en ninguna dirección excepto el cielo, el mar, el horizonte liso o las suaves ondulaciones del océano. Sobre Lawler descendió una extraña paz. Le resultó sorprendentemente fácil sumergirse en la inmensidad de todo aquello, relajarse completamente. El mar estaba en calma y parecía que continuaría estando así para siempre. Sorve ya no podía ser divisada, eso era cierto. Sorve había desaparecido. ¿Y qué? Ya no importaba.

Paseó por la cubierta, saboreando la sensación del viento que le daba en la espalda al hacer avanzar el barco de forma regular, alejándolo más y más a cada minuto de cualquier cosa que hubiera conocido jamás. El padre Quillan se hallaba de pie junto al trinquete; llevaba puesta una tela gris oscura tejida con un insólito material ligero, leve y suave, algo que debía de haber traído de otro mundo. En Hydros no existían telas como aquélla.

Lawler se detuvo al lado del hombre. Quillan hizo un amplio gesto en dirección al agua. El mar era como una enorme piedra preciosa azul que destellaba con brillos intensos y cuya enorme curva lustrosa se extendía por todas partes como si la totalidad del planeta fuese una sola esfera lustrosa y brillante.

—Al mirar esto, uno llegaría a creer que en todo el mundo no existe nada más que agua, ¿verdad?