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—Así es, al menos aquí.

—Qué océano tan grande. Qué vacío por todas partes.

—Le hace a uno creer que tiene que existir un dios, ¿no cree? La inmensidad de todo esto.

Quillan lo miró con sorpresa.

—¿A usted le parece?

—No lo sé. Se lo estoy preguntando.

—¿Cree usted en Dios, Lawler?

—Mi padre creía en Dios.

—¿Y usted no?

Lawler se encogió de hombros.

—Mi padre tenía una Biblia. Solía leérnosla. Se perdió en alguna parte, hace mucho tiempo. O la robaron. Recuerdo un pasaje de ella: «Luego dijo Dios: Haya expansión en medio de las aguas, y separe las aguas de las aguas. Y llamó Dios a la expansión cielos». Ésos son los cielos, ahí arriba, ¿verdad, padre Quillan? ¿Toda esa masa azul? Y las aguas deberían estar por encima de él, y ése sería el océano del espacio, ¿no es así? —Quillan lo miraba como pasmado—. «Dijo también Dios: Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco. Y fue así. Y llamó Dios a lo seco Tierra, y a la reunión de las aguas llamó mares».

—¿Se sabe usted toda la Biblia de memoria? —dijo Quillan.

—No, sólo ese pasaje. Está en la primera página. No conseguí hallarle sentido alguno al resto, a todos esos profetas y reyes y batallas y demás.

—¿Y Jesús?

—Esa parte estaba al final. Nunca llegué a leerla del todo —Lawler miró el interminable horizonte que se alejaba, un azul que se curvaba debajo de otro azul en dirección al infinito—. Dado que aquí no hay tierra seca, es obvio que Dios quiso crear en Hydros algo diferente de lo que creó en la Tierra, ¿no le parece? «Y Dios llamó a lo seco Tierra»… Y supongo que a lo mojado lo llamó Hydros.

»Vaya un trabajo que le habrá dado crear todos esos mundos diferentes. No sólo la Tierra, sino cada uno de los planetas de la galaxia. Iriarte, Fénix, Megalo Kastro, Darma Barma, Mentirosa, Copperfield, Nabomba Zom, la totalidad de ellos, el millón de planetas; con una idea diferente para cada mundo, ya que, si no, ¿por qué iba a molestarse en crear tantos? Es el mismo Dios el que los creó a todos, ¿verdad?

—No lo sé —dijo Quillan.

—¡Pero usted es un sacerdote!

—Eso no significa que yo lo sepa todo. Ni siquiera significa que sepa algo.

—¿Cree usted en Dios? —preguntó Lawler.

—No lo sé.

—¿Cree en algo, al menos?

Quillan guardó silencio durante un rato. Su rostro quedó completamente muerto, como si su espíritu hubiera abandonado momentáneamente el cuerpo.

—Creo que no —respondió.

Por alguna razón, el mar parecía más calmo en aquel lugar que en la isla. Los drakkens aparecieron en forma repentina, casi estrellándose contra el barco. El sol se precipitó hacia el horizonte occidental, permaneció durante un momento suspendido justo encima del mar y luego se hundió en él. Casi inmediatamente el mundo se volvió negro detrás de las naves y la Cruz comenzó a brillar en lo alto.

—Llamada a cenar, primer turno de vigilancia —chilló Natim Gharkid, golpeando una cacerola.

La tripulación que trabajaba en el Reina de Hydros estaba dividida en dos grupos de vigilancia; realizaban turnos de cuatro horas activas y cuatro de descanso. Los miembros de cada grupo comían juntos. El primer turno lo hacían Leo Martello, Gabe Kinverson, Pilya Braun, Gharkid, Dag Tharp y Gospo Struvin; el segundo era llevado a cabo por Neyana Golghoz, Sundria Thane, Dann Henders, Delagard, Onyos Felk, Lis Niklaus y el padre Quillan. No había un comedor especial para oficiales; Delagard y Struvin, el dueño y el capitán de la nave, comían en la cocina junto con los demás. Lawler, que no tenía unos horarios fijos de trabajo pero estaba de guardia durante todo el día y toda la noche, era el único que quedaba completamente fuera del sistema de vigilancia.

Aquello se acomodaba bien a los ritmos biológicos de Lawler —tomaba el desayuno al amanecer con el segundo turno, y la cena al caer el sol con el primer turno—, pero le proporcionaba una extraña sensación flotante de no ser realmente parte de nada. Durante aquellos primeros días del viaje, los dos grupos de vigilancia comenzaron a desarrollar un cierto espíritu de equipo, pero él no pertenecía a ninguno de los dos.

—Tenemos guiso de algas verdes para esta noche —dijo Lis Niklaus, cuando el primer grupo entró en la cocina—. Aletas de pez centinela al horno. Pastel de harina de pescado, ensalada de bayas de alga flexible.

Aquélla era la tercera noche del viaje. El menú había sido el mismo cada noche; cada noche, Lis había hecho el mismo anuncio jovial como esperando que todos estuvieran encantados. Ella se encargaba de la mayor parte de las tareas de guisado, con la ayuda de Gharkid y ocasionalmente de Delagard. Las comidas eran racionadas y no era probable que mejoraran más adelante: pescado seco, pastel de harina de pescado, algas secas, pan de harina de algas, complementado con la última provisión de algas frescas de Gharkid y las piezas vivas cobradas durante el día. Hasta el momento no se había pescado nada más que peces centinela; grupos de estas criaturas de mirada alerta y ansiosa y hocicos aguzados habían estado siguiendo a la flota desde que ésta salió de Sorve. Kinverson, Pilya Braun y Henders eran los pescadores oficiales, y trabajaban desde la grúa hasta la estación de pesca de popa.

—Hoy ha sido un día tranquilo —dijo Struvin.

—Demasiado tranquilo —gruñó Kinverson, mientras se inclinaba sobre su plato.

—¿Es que prefieres las tormentas? ¿Quieres que venga la Ola?

Kinverson se encogió de hombros.

—Nunca confío en un mar tranquilo.

—¿Cómo estamos de provisiones de agua esta noche, Lis? —preguntó Dag Tharp, mientras cortaba para sí una porción de pastel.

—Un vaso más por cabeza y eso será todo.

—Mierda. Esta comida da sed, ¿sabes?

—Tendremos más sed después, si nos bebemos toda el agua durante la primera semana —dijo Struvin—. Tú sabes eso tan bien como yo. Lis, saca algunos filetes crudos de pez centinela para el sediento.

Antes de abandonar Sorve, los viajeros habían cargado en los barcos todos los barriles de agua que pudieron; disponían de una reserva suficiente para unas tres semanas en el momento de la partida, siempre que se la racionara. Dependerían de hallar alguna lluvia por el camino; si no se producía precipitación alguna, habría que hallar otras formas de abastecerse del agua necesaria. El comer pescado crudo era una buena forma. Todo el mundo lo sabía, pero Tharp no lo comía. Levantó la vista con el entrecejo fruncido.

—Déjalo. Que le den por el culo al pez centinela crudo.

—Te quita la sed —comentó Kinverson suavemente.

—Te quita el apetito —dijo Tharp—. Prefiero pasar sed.

Kinverson se encogió de hombros.

—Como te plazca. Dentro de un par de semanas pensarás de otra forma.

Lis depositó sobre la mesa un plato de carne color verdoso pálido. Las húmedas lonchas de pescado crudo habían sido envueltas en tiras de alga amarilla fresca. Tharp miró el plato con malhumor. Meneó la cabeza y apartó los ojos. Lawler, tras un momento, se sirvió una porción. Struvin hizo lo mismo, al igual que Kinverson. Lawler sintió el frío del pescado crudo en la lengua, calmante, que casi apagaba la sed. Casi.

—¿Qué te parece, doctor? —preguntó Tharp, pasado un rato.

—No está del todo mal —respondió el interpelado.

—Quizá tome sólo un trocito —dijo Tharp.

Kinverson se echó a reír sobre su plato.

—Gilipollas.

—¿Qué has dicho, Cabe?

—¿Realmente quieres que lo repita?

—Vosotros dos, salid a cubierta si vais a pelearos —dijo Lis Niklaus, asqueada.