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—¿Una pelea? ¿Entre Dag y yo? —Kinverson parecía asombrado. Podría haber levantado a Dag del suelo con una sola mano—. No seas tonta, Lis.

—¿Quieres pelear? —gritó Tharp, con su pequeña cara roja más roja aún—. Vamos, Kinverson. Vamos. ¿Crees que te tengo miedo?

—Deberías tenérselo —dijo suavemente Lawler—; es cuatro veces más grande que tú —sonrió y miró a Struvin—. Si hemos consumido ya la cuota de agua de esta noche, Gospo, ¿qué te parecería si repartiéramos brandy? Eso nos calmaría la sed.

—Claro. ¡Brandy! ¡Brandy! —gritó Struvin.

Lis le entregó una botella. Struvin la estudió durante un momento con una amarga expresión en el rostro.

—Éste es el brandy de Sorve. Guardémoslo hasta que estemos realmente desesperados. Dame una botella del de Khuviar, ¿quieres? El brandy de Sorve no es más que meada.

Lis sacó una botella diferente de un armario; era larga y redondeada, muy lustrosa. Struvin pasó una mano por el flanco y sonrió apreciativamente.

—¡Sí, Khuviar! En esa isla entienden realmente de brandy y de vino. ¿Ha estado alguno de vosotros allí? No, ya veo que no. Allí beben durante todo el día y toda la noche. Son la gente más feliz del planeta.

—Estuve allí una vez —dijo Kinverson—. Estaban todos completamente borrachos. No hacían otra cosa que beber, vomitar y continuar bebiendo.

—¡Pero qué caldos beben! —exclamó Struvin—. ¡Ah, qué caldos beben!

—¿Cómo pueden hacer algo si nunca están sobrios? —preguntó Lawler— ¿Quién pesca? ¿Quién repara las redes?

—Nadie —respondió Struvin—. Es un lugar repugnante y miserable. Permanecen sobrios el tiempo suficiente para bajar a la bahía y recoger bayas de alga, luego las hacen fermentar para obtener vino o las destilan para hacer brandy, y luego vuelven a emborracharse. No podrías creer cómo viven. Van vestidos con harapos. Viven en chozas de algas como los gillies. Tienen el depósito lleno de agua salobre. Es un sitio asqueroso.

»Pero ¿quién ha dicho que todas las islas deban ser iguales? Cada sitio es diferente. Una isla no se parece en nada a otra. Así parece que ha sido siempre; cada isla es ella misma y no otro lugar. En Khuviar, de lo que entienden es de bebidas. Toma, Tharp; ¿dices que tienes sed? Bebe un poco de mi brandy de Khuviar. Eres mi invitado. Sírvete tú mismo.

—No me gusta el brandy —dijo Tharp con hosquedad—. Lo sabes perfectamente bien, Gospo. Y de todas formas, el brandy sólo te dará más sed. Reseca las membranas de la boca. ¿No es así, doctor? Deberíais daros cuenta de eso —dejó escapar la respiración en forma de suspiro explosivo—. ¡Qué cojones, dadme un poco de pescado crudo!

Lawler le pasó el plato. Tharp cogió una loncha con el tenedor, la estudió como si nunca antes la hubiera visto, y finalmente mordió un bocado a modo de prueba. Lo desplazó con la lengua por toda la boca, lo tragó y meditó. Luego tomó otro bocado.

—¡Eh! —comentó—. Es bastante bueno. No, no está nada mal.

—Gilipollas —repitió Kinverson. Estaba sonriendo.

Cuando acabó la cena subieron a cubierta para cumplir su turno de vigilancia. Henders, Golghoz y Delagard, que estaban encaramados en la arboladura, descendieron, y Martello, Pilya Braun y Kinverson ocuparon sus puestos.

El brillante destello de la Cruz dividía el cielo en cuartos. El mar estaba tan quieto que podía vérselo reflejado como una línea tensa de frío fuego blanco que cruzaba las aguas y se extendía hasta las misteriosas distancias, en las que se borroneaba y desaparecía. Lawler se detuvo junto a la barandilla y miró hacia popa, a las parpadeantes luces débiles que indicaban la presencia de los barcos que se desplazaban detrás de ellos. Allí estaba ahora Sorve, flotando en el agua; la totalidad de la población de la isla amontonada en aquellos barcos: los Thalheim, los Tanamind, los Katzin, los Yáñez, los Sweyner, los Sawtelle y todo el resto de nombres que le eran familiares, los viejos y conocidos.

Cuando oscurecía los barcos instalaban luces a lo largo de las barandillas, antorchas de algas secas de combustión lenta que ardían con un brillo humeante y anaranjado. Delagard estaba fanáticamente preocupado porque la flota se mantuviera unida, sin romper jamás la formación. Cada navío tenía su propio equipo de radio y se mantenía constantemente en contacto durante toda la noche para evitar que alguno se perdiera.

—¡Sopla brisa! —gritó alguien—. ¡Virad de borda!

Lawler reconocía que era un arte el girar las velas para recoger el viento. Hubiera deseado entender un poco más del tema. La navegación a vela le parecía casi mágica, un misterio hermético y desconcertante. En los barcos de Delagard, mucho más impresionantes que los pequeños esquifes de pesca de los isleños —que se utilizaban en las aguas de la bahía y las prudentes salidas que realizaban apenas más allá de la embocadura—, cada uno de los dos mástiles tenía una enorme vela triangular hecha con listas de bambú apretadamente entretejidas. Por encima de ellas había enjarciada una vela más pequeña de forma cuadrangular, fijada a la verga. Entre los mástiles había una pequeña vela triangular. Las velas principales estaban atadas a sólidas botavaras; las sujetaban cuerdas que tenían cuentas enhebradas y abrazaderas con púas, y se las manipulaba mediante drizas que pasaban por un sistema de poleas.

En condiciones normales hacía falta un equipo de tres personas para mover las velas, con una cuarta al timón que diera las órdenes. El equipo Martello-Kinverson-Braun trabajaba bajo el mando de Gospo Struvin, y cuando estaba de servicio el otro grupo, eran Neyana Golghoz, Dann Henders y el mismo Delagard los que manejaban las velas, con Onyos Felk, el cartógrafo y navegante, en el lugar de Struvin al timón. Sundria Thane trabajaba como relevo de Struvin, y Lis Niklaus como relevo de Felk. Lawler se quedaba a un lado y los observaba mientras corrían y gritaban cosas como «¡Reforzad los tirantes!», «¡Viento en popa!» «¡A sotavento! ¡Vamos, a sotavento!».

Una y otra vez, al cambiar el viento, arriaban las velas, las hacían virar y volvían a izarlas en su nueva posición. De alguna manera, independientemente de si el viento soplaba a favor o en contra, ellos conseguían que el barco continuara avanzando en la misma dirección.

Los únicos que no tomaban nunca parte en aquellas actividades eran Dag Tharp, el padre Quillan, Natim Gharkid y Lawler. Tharp, el radiooperador, era demasiado endeble como para resultar de alguna utilidad en el manejo de las cuerdas, y de todas formas pasaba la mayor parte del tiempo bajo la cubierta, ocupado con la red de comunicaciones que mantenía en contacto a todos los barcos de la flota. Al padre Quillan se lo consideraba generalmente exento de todos los trabajos de a bordo; las responsabilidades de Gharkid se limitaban a los turnos de cocina y a pescar a la rastra las algas que pudieran estar flotando; y a Lawler, aunque hubiera echado de muy buena gana una mano con los trabajos de aparejo, le daba vergüenza pedir que le enseñaran a practicar aquel arte y se mantenía a la espera de una invitación… que nunca le hacían.

Mientras se hallaba de pie junto a la barandilla —observando cómo la tripulación trabajaba en la arboladura—, algo atravesó el aire zumbando, procedente del oscuro mar, y chocó contra su cara. Lawler sintió un lacerante golpe en la mejilla, una sensación dolorosa y abrasadora que lo raspaba como si unas duras escamas le arañaran la piel. Un intenso y desagradable olor acre, que se hacía más amargo y doloroso a medida que penetraba más profundamente en sus fosas nasales, subió desde la cubierta. A sus pies se produjo un sonido blando. Miró hacia abajo, y vio una criatura alada del largo aproximado de una mano, que se debatía sobre la cubierta.

En el primer momento del impacto, Lawler pensó que podía tratarse de un jinete aéreo, pero los jinetes aéreos eran seres elegantes y llenos de gracia, con los matices del arco iris: cuerpos tensos, perfectamente diseñados para realizar los saltos más aerodinámicos posibles, y que nunca salían del agua después de la puesta del sol. Aquella pequeña monstruosidad voladora nocturna era más parecida a un gusano con alas, pálido, blando y feo, con pequeños ojos negros saltones y una especie de sierra ondulante de rígidas púas rojas a lo largo del lomo. Habían sido aquellas púas las que arañaron a Lawler cuando la criatura se estrelló contra su rostro.