Las arrugadas alas de ángulos agudos que crecían en los flancos de aquel ser se movían de una forma desagradablemente palpitante, cada vez con más lentitud. Al moverse de un lado a otro dejaba detrás de sí un rastro de viscosidad negruzca. Sin embargo, a pesar de lo repulsivo que era, parecía ahora bastante inofensivo mientras agonizaba sobre la cubierta.
La absoluta monstruosidad del ser fascinó a Lawler. Se arrodilló para echarle un vistazo más detallado; pero, un instante más tarde, Delagard, apenas un poco más lejos, se acercó a él y metió la punta de una bota debajo del cuerpo de la criatura. Con un diestro movimiento la subió encima de la bota y con una patada rápida la arrojó por la borda haciéndole describir un arco muy alto hasta el agua.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Lawler.
—Para que no pudiera morder tu tonta nariz, doctor. ¿Es que no sabes reconocer a un pez bruja cuando lo ves?
—¿Un pez bruja?
—Sí, uno bebé. Se hacen así de grandes cuando alcanzan la edad adulta —separó las manos alrededor de medio metro— y son unos malvados hijos de puta. Si no sabes qué es una determinada cosa, doctor, no te pongas al alcance de sus dientes. Es una buena regla en el mar.
—Lo tendré en cuenta.
Delagard apoyó la espalda contra la barandilla y le enseñó los dientes con una mueca que quizá quería ser agradable.
—¿Cómo te sienta la vida en el mar, hasta ahora? —estaba sudando a causa del esfuerzo, enrojecido, tonificado de alguna manera—. ¿No es el océano un lugar maravilloso?
—Tiene su encanto, supongo. Estoy poniendo todo mi empeño para poder encontrárselo.
—No eres feliz, ¿verdad? ¿El camarote es demasiado pequeño? ¿La compañía no es estimulante? ¿El escenario aburrido?
A Lawler no le hacía gracia.
—Corta el rollo, ¿quieres, Nid?
Delagard se limpió de la bota una pequeña mancha de baba del pez bruja.
—¡Eh! —dijo—. Sólo intentaba mantener una conversación amistosa.
Lawler bajó a las profundidades del barco y se dirigió a su camarote, emplazado en la zona de popa. Un estrecho pasillo mohoso corría a lo largo de todo el barco en aquel nivel, iluminado por la luz grasienta y chisporroteante de lámparas de aceite de pescado montadas sobre candelabros de hueso. El aire espeso y lleno de humo le hacía escocer los ojos. Podía oír el golpe de las olas del mar que lamían el casco, y que resonaba distorsionado a través de las costillas de la nave. De la parte exterior le llegaba el pesado ruido de los mástiles que rechinaban al girar.
Como médico del barco, Lawler tenía derecho a uno de los tres camarotes privados de la zona de popa. Struvin tenía el camarote contiguo al suyo a babor. Delagard y Lis Niklaus compartían el camarote más grande de los tres, un poco más alejado, contra el lado de estribor. Todos los demás vivían en el castillo de proa, amontonados en dos compartimentos alargados que habitualmente se utilizaban para alojar a los pasajeros cuando el barco era usado como crucero interinsular. Al equipo del primer turno se le había adjudicado el compartimento de babor, y el segundo tenía sus pertrechos en el de estribor.
Kinverson y Sundria habían sido incluidos en turnos diferentes, y por tanto dormían en compartimentos separados. Lawler se sorprendió de eso. No es que importara mucho quién dormía con quién, realmente; había tan poca intimidad en aquellos dormitorios superpoblados, que cualquiera que estuviera interesado en follar un poco tendría que escabullirse hasta la bodega de carga y llevar a cabo el apareamiento entre las cajas. Pero ellos eran pareja, según había dicho Delagard; ¿o no era así? Aparentemente no, comenzaba a advertir Lawler; y si lo eran, se trataba de una pareja muy despegada. Desde que había comenzado el viaje, apenas parecían reparar en la presencia del otro. Quizá lo que había ocurrido entre ellos en Sorve, si es que había ocurrido algo, no había sido más que una breve aventura sin mayor alcance, un casual encuentro azaroso entre dos cuerpos, una forma de matar el tiempo.
Empujó la puerta con el hombro y entró. Su camarote no era mucho más grande que un armario. Tenía una cama, una jofaina y una pequeña cómoda de madera en la que guardaba algunas de las pertenencias que se había llevado de Sorve. Delagard no les había permitido cargar muchas cosas. Lawler había llevado a bordo unas cuantas prendas de ropa, una caña de pescar, algunas cacerolas, sartenes y platos, y un espejo. Por supuesto, también se había llevado los objetos de la Tierra; los tenía sobre un estante frente a la litera.
El resto de las cosas —sus modestos muebles, lámparas y algunos adornos que él había hecho con objetos bonitos que arrojaba la corriente— se las había legado a los gillies. Su equipo médico, la mayoría de sus medicamentos y la exigua biblioteca de textos de medicina manuscritos habían ido a parar a la zona de proa, junto a la cocina, a un camarote destinado a enfermería del barco. La mayor parte de las provisiones de medicamentos estaban abajo, en la bodega de carga.
Encendió una vela y buscó el espejo. Era un trozo de vidrio marino tosco y picado que Sweyner había fabricado para él algunos años antes, y que proporcionaba un reflejo también tosco y picado, borroso e indistinto. Los cristales de buena calidad eran una rareza en Hydros, donde la única fuente de sílice era el esqueleto de las diatomeas que se apilaba en el fondo de la bahía. Pero Lawler le tenía cariño a aquel espejo, a pesar de lo poco claro que era.
Se examinó la mejilla. La colisión con el pez bruja no parecía haberle causado ningún daño grave: tenía una pequeña raspadura justo por encima del pómulo, ligeramente irritada en la zona en la que algunas de las púas rojizas le habían penetrado en la piel, pero eso era todo. Lawler limpió la zona con un poco del brandy de algas de Delagard, para protegerse de posibles infecciones. Su sexto sentido médico le decía que no había de qué preocuparse.
El frasco de alga insensibilizadora estaba junto a la botella de brandy. Lo estudió durante uno o dos minutos. Ya había tomado la dosis habitual de aquel día, antes del desayuno. En aquel momento no necesitaba tomar más. Pero, qué demonios, pensó. Qué demonios.
Algo más tarde, Lawler se encontraba caminando hacia los compartimentos de la tripulación en busca de compañía, aunque no estaba muy seguro de cuál. El turno había vuelto a cambiar; ahora estaba de vigilancia el segundo equipo, y el compartimento de estribor se hallaba vacío. Lawler miró al interior del otro compartimento, y vio a Kinverson durmiendo en su litera, a Natim Gharkid sentado —con las piernas cruzadas y los ojos cerrados como en meditación— y a Leo Martello escribiendo a la débil luz de una lámpara, con las hojas esparcidas sobre una cómoda de madera baja. Está trabajando en su interminable poema épico, pensó Lawler.
Martello tenía alrededor de treinta años; era de constitución fuerte y llena de energía, y habitualmente caminaba como si diera saltos. Tenía grandes ojos pardos, un rostro franco y vivaz y le gustaba afeitarse la cabeza. Su padre había ido a Hydros voluntariamente; era uno de esos autoexiliados que caían en cápsulas desde el espacio. Había aparecido en Sorve cuando Lawler era niño y se había casado con Jinna Sawtelle, la hermana mayor de Damis. Ambos habían muerto ya, arrastrados por la Ola cuando salieron a navegar en un bote en la época equivocada.