Leo Martello trabajaba en el astillero de Delagard desde que tenía catorce años, y el principal rasgo que lo distinguía de los demás era el inmenso poema que afirmaba estar escribiendo, y que relataba la gran emigración de la condenada Tierra hacia los mundos de la galaxia. Llevaba trabajando en él cuatro años, pero nadie había visto nunca más que unas pocas líneas de aquella obra.
Lawler se quedó en la puerta para no molestarlo.
—Doctor —dijo Martello—, eres justo el hombre al que quería ver. Necesito algo para las quemaduras del sol. Hoy me he puesto rojo.
—Echémosle una mirada.
Martello se quitó la camisa con muchos miramientos. A pesar de estar muy bronceado, la piel se le había puesto roja por debajo de la pigmentación tostada. El sol de Hydros era más fuerte que aquel bajo el cual había evolucionado la especie humana. Lawler se pasaba todo el tiempo tratando cánceres de piel, insolaciones y todo tipo de afecciones dermatológicas.
—No tiene un aspecto demasiado malo —le comentó Lawler—. Ven a mi camarote por la mañana y me encargaré de curarte, ¿de acuerdo? Si crees que tendrás problemas para dormir, te daré algo ahora mismo.
—No habrá problema alguno; yo duermo boca abajo.
Lawler asintió.
—¿Cómo va ese famoso poema?
—Algo lento, me temo. He estado escribiendo el Canto Quinto.
Un poco para su propia sorpresa, Lawler se oyó decir:
—¿Puedo mirarlo?
Martello también pareció sorprendido, pero empujó hacia él una de las hojas de papel de alga. Lawler la mantuvo desenrollada con ambas manos para leerla. La letra de Martello era infantil y tosca, toda llena de grandes remolinos y curvas.
—Y nuestras madres también —señaló Lawler.
—Si, ellas también —concedió Martello, que parecía un poco molesto—.Tienen un canto propio un poco más adelante.
—Bien —dijo Lawler—. Es un poema muy poderoso, aunque yo no soy un juez fiable. ¿No te gusta la poesía con rima?
—La rima era ya obsoleta hace cientos de años, doctor.
—¿Ah, sí? No lo sabía. Mi padre solía recitar poemas a veces, poemas de la Tierra. En aquella época les gustaba utilizar la rima. «It is an ancient Mariner / And he stoppeth one of three. / “By thy long grey beard and glittering eye, I Now wherefore stopp'st me?”»[1]
—¿Qué poema era ése? —preguntó Martello.
—Se llama La balada del viejo marinero. Habla de un viaje marítimo… un viaje muy desdichado. «The very deep did roy: O Christ! / That ever this should be! / Yea, slimy things dis crawl with legs / Upon the slimy sea.[2]
—Eso tiene mucha fuerza. ¿Sabes el resto del poema?
—Sólo sé algunos fragmentos perdidos —respondió Lawler.
—Tenemos que reunimos para hablar de poesía alguna vez, doctor. No me había enterado de que supieras poemas de memoria —la despejada expresión de Martello se ensombreció durante un momento—. A mi padre también le encantaban los poemas antiguos. Trajo consigo un libro de poesías de la Tierra, adquirido en el planeta en el que vivía antes de venir aquí. ¿Sabías eso?
—No —dijo Lawler, emocionado—. ¿Dónde está?
—Ha desaparecido. Lo llevaba consigo cuando él y mi madre se ahogaron.
—Me hubiera gustado verlo —dijo Lawler, apenado.
—Hay momentos en los que creo que echo de menos ese libro tanto como a mi madre y mi padre —dijo Martello, y agregó ingenuamente—. ¿No es eso algo horrible de decir, doctor?
—No lo creo. Comprendo lo que quieres decir.
«Agua, agua, agua en todas partes», pensó Lawler. «Y todas las tablas se encogieron».
—Oye, ven a verme en cuanto acabes tu turno de la mañana, ¿De acuerdo, Leo? Así podré curarte esa espalda quemada.
«Agua, agua, agua en todas partes… Y ni una sola gota que beber».
Un poco más tarde, Lawler volvía a encontrarse solo en la cubierta bajo el cielo nocturno, una oscuridad palpitante por encima de él. Una brisa fresca soplaba del norte; era más de medianoche. Delagard, Henders y Sundria estaban en lo alto de la arboladura, gritándose unos a otros cosas crípticas y herméticas. La Cruz estaba perfectamente centrada en el cielo.
Lawler levantó los ojos hacia ella, hacia su trazado perfecto allá arriba, una hilera de estrellas en este sentido y la otra en dirección perpendicular. Los torpes versos de Martello estaban aún en su mente. Y las naves se lanzaron al exterior /A la oscuridad de las oscuridades. ¿Sería el sol de la Tierra uno de los soles de aquella formidable constelación? No. No. Decían que desde Hydros no podía verse esa estrella. Éstas eran otras estrellas, las que conformaban la Cruz. Sin embargo, en algún lugar más alejado de aquella oscuridad, oculta a la vista por el tremendo brillo de ángulos rectos de la Cruz, había un pequeño sol amarillo bajo cuyos rayos había comenzado toda la saga de la Humanidad. Dorados mundos destellaban, llamando / Mientras nuestros padres seguían adelante. Y nuestras madres, sí.
Era aquel mismo sol cuya repentina e inesperada ferocidad, en unos pocos minutos de crueldad cósmica, había cancelado aquel antiguo don de la vida; se había vuelto finalmente contra su propia creación, transformando instantáneamente al mundo madre de la Humanidad en algo achicharrado y ennegrecido.
Había soñado con la Tierra durante toda su vida, desde el momento mismo en que su abuelo le había contado por primera vez cuentos del mundo ancestral; pero a pesar de ello, continuaba siendo un misterio para él…, y sabía que siempre lo sería. Hydros estaba demasiado aislado, demasiado apartado, demasiado lejos de los centros de estudio que pudieran existir. En aquel planeta no había nadie que pudiera enseñarle cómo había sido la Tierra.
No conocía prácticamente nada de ella, ni su música, ni sus libros, ni su arte, ni su historia. Sólo le llegaban datos sueltos, habitualmente sólo la parte exterior, nunca el auténtico contenido. Lawler sabía que allí había existido una cosa llamada ópera, pero le resultaba imposible hacerse una idea de cómo había sido. ¿Gente que cantaba una historia? ¿Con un centenar de músicos que tocaban a la vez? Nunca había visto un centenar de personas reunidas a la vez en el mismo sitio, jamás. ¿Catedrales? ¿Sinfonías? ¿Puentes colgantes? ¿Autopistas? Había oído los nombres de aquellas cosas, pero las cosas en sí le eran desconocidas. Eran misterios. Los perdidos misterios de la Tierra.
Aquella pequeña bola —significativamente más pequeña que Hydros, decían— había engendrado imperios y dinastías, reyes y generales, héroes y villanos, fábulas y mitos, poetas, cantantes, grandes maestros del arte y la ciencia, templos y torres, estatuas y ciudades amuralladas. Todos ellos misterios gloriosos cuya naturaleza él apenas podía imaginar, dado que había pasado toda su vida en el planeta lastimosamente pobre de Hydros. La Tierra nos había engendrado a nosotros, y después de siglos de afán nos había enviado a la oscuridad de oscuridades, a los remotos mundos de la indiferente galaxia. Y luego la puerta se había cerrado detrás de nosotros con un estallido de furiosa radiación, dejándonos varados aquí, en medio de las estrellas.
Dorados mundos destellaban, llamando…
Y aquí estamos ahora, a bordo de una pequeña mota que viaja sobre el mar inmenso, en un planeta que no es más que una mota él mismo en el inmenso mar vacío que nos rodea a todos nosotros.
1
Es un anciano marinero / Que detiene a uno entre tres. / «Por tu larga barba y tus brillantes ojos, / ¿Por qué me detienes a mí?»
2
Las profundidades mismas se corrompieron: ¡Oh, Cristo! / ¡Que eso tuviera que suceder! / Sí, seres viscosos se arrastraban con patas / Sobre el viscoso mar.