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¡Solos, solos, todos, todos solos, / Solos en un ancho, ancho mar!

Lawler no recordaba el siguiente verso. Daba igual, supuso; se fue bajo cubierta para ver si podía dormir un poco.

Tuvo un sueño nuevo, un sueño terrícola pero distinto a los anteriores. Esta vez no soñó con la muerte de la Tierra sino con su vida, su gran diáspora, el vuelo hacia las estrellas. Una vez más flotó por encima del globo verdiazul de sus sueños, y al mirar hacia abajo vio que de él se alzaban un millar de delgadas agujas brillantes, o quizá fueran un millón; eran demasiadas como para contarlas. Todas subían hacia él, se encumbraban más y más y salían al espacio en una corriente continua, una miríada de pequeños puntos de luz penetrando en la oscuridad que rodeaba al planeta verdiazul.

Sabía que eran las naves de los viajeros espaciales, los que habían elegido abandonar la Tierra, los exploradores, los errabundos, los colonos que avanzaban hacia el gran desconocido, los que comenzaban la marcha que los alejaba del mundo madre para llevarlos hacia las innumerables estrellas de la galaxia. Siguió sus cursos a través del espacio hasta sus destinos finales, a los mundos cuyos nombres había oído —mundos tan misteriosos, mágicos e inasequibles para él como la Tierra misma—: Nabomba Zom, donde el mar es escarlata y el sol azul; Alta Hannalanna, donde las enormes babosas con pepitas de precioso jade amarillo en la frente construyen túneles en el terreno esponjoso; Calgala, el planeta dorado; Xamur, donde el aire es perfume y la atmósfera electrificada brilla y crepita hermosamente; Manjo, el del sol chisporroteante; Iriarte; Mentiroso, Mulano, el de los dos soles; Ragnarok; Olimpo; Malebogle; Ensenada Verde y Alborada…

E incluso hasta el mismo Hydros, el planeta sin salida del que no regresaba nadie.

Las naves estelares que salían de la Tierra iban hacia todos los sitios en los que hubiera un lugar al que ir; y, en algún momento del viaje, la luz que había sido la Tierra parpadeó a sus espaldas. Lawler, que se agitaba en su turbulento sueño, vio una vez más aquel terrible estallido de fuego, y luego la oscuridad final que se cerraba sobre él, y suspiró por el mundo que había sido. Pero nadie más pareció advertir su finaclass="underline" el resto estaba demasiado ocupado en alejarse, alejarse, alejarse.

El día siguiente fue el día en que Gospo Struvin, al caminar a lo largo de la cubierta, pateó una desordenada pila que parecía una red mojada y dijo:

—Eh, ¿quién ha dejado aquí esta red?

—Ya te lo dije —decía Kinverson más tarde, por duodécima vez aquel día—. Nunca confío en un mar tranquilo.

Y el padre Quillan dijo:

—Sí, aunque camine por el valle de las sombras de la muerte, no temeré ningún mal.

2

La muerte de Struvin había sido demasiado repentina, demasiado temprana en el viaje como para que pudiera resultar aceptable o comprensible de alguna manera. En Sorve, la muerte siempre había sido una posibilidad: uno cogía un bote y se internaba demasiado en la bahía, y una tormenta aparecía de la nada; o uno estaba caminando por la rampa del dique marino de la isla y se levantaba la Ola sin previo aviso y lo arrastraba; o uno encontraba algún crustáceo de buen aspecto en las aguas someras, y luego resultaba no ser tan bueno a pesar de todo. Sin embargo, el barco había parecido ofrecer una pequeña zona de invulnerabilidad.

Tal vez a causa de que era tan vulnerable, quizá porque no era más que una cascara de madera hueca, una simple mota que flotaba en medio de una inmensidad inconcebible, todos ellos habían llegado a creer de forma contumaz que estaban seguros a bordo de él. Lawler había esperado que se presentaran dificultades, agotamiento nervioso y privaciones, y una o dos heridas serias a lo largo del viaje hasta Grayvard, un reto para sus habilidades médicas a veces muy limitadas. Pero ¿una muerte allí, en aquellas aguas tan calmas? ¿La muerte del capitán? Y sólo a cinco días de Sorve. De la misma forma que la misteriosa tranquilidad de los primeros días había sido inquietante y sospechosa, la muerte de Struvin parecía algo ominoso, un anuncio terrible de más calamidades que llegarían.

Los viajeros se apretaron unos a otros de la misma forma en que la rosácea piel nueva se cierra en torno a una herida. Todos se volvieron resueltamente positivistas, estudiadamente esperanzados, ostentosamente considerados con los demás. Delagard declaró que tomaría el mando del barco personalmente. Para equilibrar los turnos, Onyos Felk fue trasladado al primer equipo, donde estaría al mando del grupo Martello-Kinverson-Braun, y Delagard dirigiría el nuevo equipo de Golghoz-Henders-Thane.

Tras la pérdida del control al enterarse de la muerte de Struvin, Delagard presentó una imagen de fría competencia, de máxima impavidez. Se mantenía firme y erguido sobre el puente, observando al equipo de día que se movía por la arboladura. El viento soplaba de forma constante desde el este. Los navíos continuaron su avance.

Tres días más tarde, las manos de Lawler continuaban escociendo a causa de la quemadura que le había causado la criatura rediforme, y aun tenía los dedos muy rígidos. El elaborado dibujo de líneas rojas se había desteñido hasta un marrón apagado, pero quizá Pilya tuviera razón al decir que le quedarían cicatrices. Eso no le molestaba demasiado; ya tenía muchas cicatrices provocadas por descuidos a lo largo de los años. Pero le preocupaba la rigidez de sus dedos. Necesitaba tener un tacto delicado no sólo por alguna ocasional cirugía, sino para las revisiones de tacto y palpado que llevaba a cabo en la piel y estructura muscular de sus pacientes y que formaban parte del proceso de diagnóstico. No podía leer los mensajes de sus cuerpos con unos dedos que parecían trozos de madera.

También Pilya parecía preocupada por las manos de Lawler. Cuando subió a la cubierta para realizar su turno y lo vio, vino hacia él y le cogió las manos delicadamente entre las suyas, de la misma forma que lo había hecho un momento después de la muerte de Gospo Struvin.

—No tienen buen aspecto —dijo la joven—. ¿Te estás poniendo el ungüento?

—Con absoluta fidelidad. Sin embargo, el ungüento ya no puede hacer mucho más.

—¿Y la otra medicina, las gotas rosadas? ¿El analgésico?

—Oh, sí, sí. No pensaría siquiera en dejar de tomarlo.

Ella frotó suavemente sus dedos sobre los de él.

—Eres un hombre tan bueno, tan serio… Si te ocurriera algo se me rompería el corazón. Sentí miedo cuando te vi luchando con esa cosa que mató al capitán; y cuando vi que tenías las manos lastimadas…

Una expresión de la más pura devoción se apoderó de su rostro como un amanecer, de planos angulosos y nariz chata. Las facciones de Pilya eran toscas y carentes de belleza, pero sus ojos eran cálidos y brillantes. El contraste que había entre su cabello dorado y su piel olivácea y lustrosa era muy atractivo. Era una muchacha sólida y sin complicaciones, y la emoción que manifestaba en aquel momento era la de un amor incondicional, fuerte y sin problemas. Cautelosamente, ya que no quería rechazarla con demasiada crueldad, Lawler retiró las manos de entre las de ella, al tiempo que le dedicaba una sonrisa benevolente y evasiva. Hubiera sido fácil aceptar lo que ella le ofrecía, buscar un rincón apartado en la bodega de carga y disfrutar de los placeres que se había negado a sí mismo durante tanto tiempo… —no era un sacerdote, se recordó; no había hecho voto alguno de celibato—, pero de alguna manera había perdido la fe en sus propias emociones. Estaba poco dispuesto a confiar en sí mismo, aun en el caso de una aventura tan poco amenazadora como aquélla.

—¿Crees que viviremos? —le preguntó ella de pronto.

—¿Vivir? Por supuesto que vamos a vivir.

—No —dijo ella—. Aún tengo miedo de que vayamos a morir en el mar, todos nosotros. Gospo no fue más que el primero.