—Todo irá bien —dijo Lawler—. Te lo dije el otro día, y te lo repito. Gospo tuvo mala suerte, eso es todo. Siempre hay alguien que tiene mala suerte.
—Yo quiero vivir. Quiero llegar a Grayvard. Allí habrá un esposo esperándome; la hermana Thecla me lo predijo cuando me leyó la buenaventura antes de partir. Me dijo que cuando llegara al final de este viaje encontraría un esposo.
—La hermana Thecla dijo un montón de cosas descabelladas acerca de lo que iba a ocurrirnos al final de este viaje. No deberías prestarles atención alguna a los adivinos. Pero, si lo que deseas es un esposo, Pilya, espero que la hermana Thecla te haya dicho la verdad a ti.
—Un hombre mayor es lo que yo quiero. Alguien inteligente y fuerte, que me enseñe cosas además de amarme. Nadie me ha enseñado nunca nada, ¿sabes?, excepto la forma de trabajar en un barco, así que he trabajado en barcos, y navegado de aquí para allá, de aquí para allá para Delagard, y nunca he tenido un esposo; pero ahora quiero tenerlo. Ya es mi hora. Soy bien parecida, ¿no crees?
—Eres muy bonita —dijo Lawler.
Pobre Pilya, pensó. Se sintió culpable por no amarla. Ella se apartó de él, como si reconociera que aquella charla no iba en la dirección correcta.
—Estoy pensando en esos pequeños objetos de la Tierra que me mostraste —dijo, pasado un momento—. Las cosas que tienes en el camarote. Esas cosas tan bellas. ¡Qué bonitas son! Te dije que quería una, y me dijiste que no, que no podías dármela, pero de todas formas ya he cambiado de idea. No quiero ninguna. Pertenecen al pasado, y yo sólo quiero el futuro. Tú vives demasiado en el pasado, doctor.
—Es un lugar más grande que el futuro, para mí. Hay más espacio para mirar alrededor.
—No. El futuro es muy grande. El futuro continúa para siempre jamás. Espera y verás si no tengo razón. Deberías tirar esas cosas. Sé que nunca lo harás, pero deberías.
Le dedicó una sonrisa tierna y tímida.
—Tengo que subir a la arboladura, ahora —dijo—. Eres un hombre muy agradable. Creí que debía decírtelo. Sólo quiero que sepas que tienes una amiga, si la necesitas.
Luego se volvió y se alejó a toda velocidad. Lawler la observó mientras subía por el mástil. Pobre Pilya, volvió a pensar. Qué muchacha tan dulce eres. Nunca podría amarte, no de la forma en que yo necesitaría amarte. Pero eres muy hermosa.
Ella subió ágil y rápidamente, y al cabo de un momento estaba en lo alto. Subió como uno de los monos que él recordaba de los libros de cuentos de su infancia, aquellos libros llenos de cuentos del incomprensible mundo de grandes territorios que había sido la Tierra, ese lugar de junglas, desiertos, glaciares, monos y tigres, camellos y veloces caballos, osos polares, morsas y cabras que saltaban de peñasco en peñasco. ¿Qué eran los peñascos? ¿Qué eran las cabras? Él había tenido que inventarlos por sí mismo a partir de las vagas descripciones de los cuentos. Las cabras eran peludas y larguiruchas, con patas enormemente largas que tenían la elasticidad del acero. Los riscos eran toscas planchas de roca puestas de canto —similares a las tablas de madera de fuco, aunque mucho más duras—. Los monos eran como hombrecillos feos, marrones, peludos y astutos, que se movían por las copas de los árboles, chillando y parloteando. Bueno, pues Pilya no se parecía en absoluto a eso, pero se movía allá arriba como si se tratara de su propio elemento.
A Lawler le impresionó el darse cuenta de que no era capaz de recordar cómo había sido hacer el amor con la madre de Pilya, Anya, hacía veinte años. Recordaba que lo había hecho. Pero el resto, los sonidos, la forma en que se movía, la forma de sus pechos… había desaparecido de su memoria. El sonido de su voz estaba tan perdido como la Tierra misma, como si nunca hubiera ocurrido. Recordaba que Anya había tenido el mismo cabello dorado y la misma piel oscura y suave que tenía Pilya, pero le parecía que sus ojos habían sido azules.
Lawler se había sentido muy desdichado después de la marcha de Mireyl. En aquella época sangraba por un millar de heridas, y entonces apareció Anya y le ofreció un poco de consuelo. De tal madre, tal hija. ¿Harían el amor de la misma forma las madres y las hijas, inconscientemente impulsadas por alguna fuerza genética? ¿Cambiaría y se desdibujaría Pilya en sus brazos para transformarse a los ojos de él en su madre? Si abrazaba a Pilya, ¿recobraría acaso los perdidos recuerdos de Anya? Lawler meditó acerca de aquello mientras se preguntaba si valdría la pena averiguarlo. No, decidió. No.
—¿Estudiando las flores acuáticas, doctor? —preguntó el padre Quillan, que estaba justo a su lado.
Lawler volvió la cabeza. Quillan tenía una forma extrañamente furtiva de acercarse: se materializaba en el aire como si fuera un ser de ectoplasma y avanzaba hacia uno sin que pareciera moverse en absoluto; y luego estaba junto a uno, resplandeciente de inquietudes metafísicas.
—¿Flores acuáticas? —preguntó Lawler, distraídamente, medio divertido por haber sido pillado en medio de especulaciones tan lascivas como las que lo ocupaban—. Oh. Allí. Sí, ya las veo.
¿Cómo podría no haberlas visto? En aquella brillante mañana soleada había flores acuáticas esparcidas por todas partes sobre el océano. Sus tallos erectos y frescos de alrededor de un metro de altura tenían una estructura brillante llena de esporas en el extremo superior, con pétalos de colores muy llamativos —escarlata brillante con amarillo y vetas verdes— y unas curiosas vejigas negras hinchadas de aire en la parte inferior. Las vejigas de aire estaban justo debajo de la superficie para mantener a flote las flores acuáticas. Incluso cuando las golpeaba una ola alta, las plantas volvían a salir inmediatamente a flote y recobraban su posición perpendicular, como tentempiés a los que se golpea una y otra vez y nunca dejan de rebotar.
—Son un milagro de resistencia —dijo Quillan.
—Una lección para nosotros, sí —sentenció Lawler, repentinamente inspirado—. Debemos intentar emularlas en todo momento. En esta vida recibimos golpes y más golpes, y cada vez debemos volver a ponernos de pie. Las flores acuáticas deberían ser nuestro modelo: invulnerables a todo, absolutamente resistentes, capaces de hacer frente a cualquier adversidad. Pero, en realidad, no rebotamos tan bien como las flores acuáticas, ¿verdad, padre?
—Yo diría que usted sí, doctor.
—¿Yo?
—Se lo tiene en muy alta consideración, ¿lo sabía usted? Todos aquellos con los que he hablado aprecian muchísimo su paciencia, su inteligencia, su fuerza de carácter. Especialmente su fuerza de carácter. Me han dicho que es usted una de las personas más firmes, fuertes y resistentes de la comunidad.
Aquello sonaba como la descripción de alguien completamente diferente, alguien muchísimo menos frágil e inflexible que Valben Lawler. Rió entre dientes.
—Puede que tenga ese aspecto visto desde fuera, pero… ¡qué equivocados están todos!
—Siempre he creído que una persona es lo que los demás opinan que es —dijo el sacerdote—. Lo que usted pueda pensar de usted mismo es completamente irrelevante y nada fiable. El valor de cada uno sólo puede determinarse de forma válida a través de las valoraciones de los demás.
Lawler le lanzó una rápida mirada de asombro. Su rostro alargado y austero parecía absolutamente serio.
—¿Es eso lo que usted cree? —preguntó Lawler, y advirtió que una nota de irritación se había infiltrado en su voz—. Hacía mucho tiempo que no oía nada tan descabellado. Pero no, claro, usted está simplemente jugando conmigo, ¿verdad? A usted le gustan los juegos de toda especie.
El sacerdote no le dio respuesta alguna. Ambos guardaron silencio, uno junto al otro, en el tibio sol de la mañana. Lawler miró el vacío que había a lo lejos. La imagen se desenfocó y se convirtió en un borrón de colores oscilantes, una nube de flores acuáticas.