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Pasados unos minutos, miró más atentamente lo que ocurría en el mar.

—Creo que ni siquiera las flores acuáticas son invulnerables, ¿eh? —dijo, señalando un punto en el agua.

La boca sumergida de alguna criatura enorme, que permanecía invisible en el lado más lejano del campo de flores, se movió lentamente justo por debajo de la superficie y se abrió como una enorme caverna, en la que las flores brillantemente pintadas cayeron por docenas.

—Uno puede ser muy resistente, pero finalmente siempre viene algo que lo engulle. ¿No lo cree así, padre Quillan?

La respuesta de Quillan se perdió en una repentina ráfaga de brisa. Se hizo otro largo silencio frío. Lawler aún podía oír a Quillan que decía: «Lo que usted pueda pensar de usted mismo es completamente irrelevante y nada fiable». Era un completo disparate, ¿o no? Por supuesto que lo era.

Y entonces Lawler oyó que su propia voz decía:

—Padre Quillan, ¿por qué decidió usted venir a Hydros?

—¿Por qué?

—Sí, ¿por qué? Éste es un sitio condenadamente inhóspito para los humanos. No fue diseñado para nosotros, y sólo conseguimos vivir en él en condiciones muy incómodas. Además, no es posible marcharse una vez se llega aquí. ¿Por qué quiso usted condenarse para siempre a un mundo como éste?

Los ojos de Quillan adquirieron una curiosa animación.

—Vine aquí porque encontraba a Hydros irresistiblemente atractivo —dijo con un cierto fervor.

—Eso no es realmente una respuesta.

—Bueno… —en la voz del sacerdote había un tono cortante nuevo, como si Lawler lo impulsara a decir cosas que él prefería callar—. Digamos que vine aquí porque es el sitio en el que acaban finalmente todos los marginados de la galaxia. Es un mundo enteramente poblado por inadaptados, rechazados, los sobrantes del cosmos. Eso es lo que es, ¿no?

—Por supuesto que no.

—Verá, todos ustedes son descendientes de criminales. En el resto de la galaxia ya no existen criminales. En los otros mundos, todos están en sus cabales ahora.

—Lo dudo mucho —Lawler no podía creer que Quillan hablara en serio—. Algunos de nosotros somos descendientes de criminales, sí; eso no es ningún secreto. O más bien, la gente de la que se dijo que eran criminales, en todo caso. Mi tatarabuelo, por ejemplo, fue enviado aquí porque tuvo mala suerte, nada más. Mató accidentalmente a un hombre. Pero digamos que tiene usted razón, que somos meramente desechos y descendientes de desechos. ¿Por qué iba usted a querer vivir entre nosotros, pues?

Los fríos ojos azules del sacerdote se iluminaron intensamente.

—¿Es que no resulta obvio? Mi sitio está aquí.

—¿Para practicar su santa obra entre nosotros y conducirnos a la gracia de Dios?

—Ni en lo más mínimo. Vine aquí por mis propias necesidades, no por las de ustedes.

—Ah. Así que vino aquí por puro masoquismo, por una especie de necesidad de castigarse a sí mismo. ¿Fue por eso, padre Quillan? —Quillan guardó silencio, pero Lawler supo que debía de estar en lo cierto—. ¿Castigo, por qué? ¿Por un crimen? Acaba usted de decirme que ya no existen los criminales.

—Mis crímenes han estado dirigidos contra Dios, lo que fundamentalmente me convierte en uno de ustedes. Un marginado, un exilado a causa de mi naturaleza inherente.

—Crímenes contra Dios —dijo Lawler, pnsativamente. Dios era para él un concepto tan remoto y misterioso como los monos y las junglas, las cabras y los peñascos—. ¿Qué tipo de crímenes pudo usted cometer contra Dios? Si es omnipotente, presumiblemente es también invulnerable, y si no es omnipotente, ¿cómo puede ser Dios? De todas formas, hace una o dos semanas me dijo usted que no sabía si creía o no en Dios.

—Eso por sí mismo es un crimen contra Él.

—Sólo si cree usted en Él. Si Dios no existe, ciertamente usted no puede causarle daño alguno.

—Tiene usted un argumento sinuoso, con la forma de hablar de un sacerdote —dijo aprobadoramente Quillan.

—¿Hablaba en serio el otro día, cuando me dijo que no estaba seguro de su fe?

—Sí.

—¿No está haciendo juegos verbales conmigo? ¿No me está haciendo objeto de un poco de cinismo barato para pasar un breve momento de diversión?

—No. En absoluto. Se lo juro.

Quillan tendió una mano y asió una muñeca de Lawler con un gesto extrañamente íntimo, confidente, que en otro momento Lawler podría haber considerado como una intrusión inaceptable, pero que en aquel momento parecía casi simpático. Cuando el sacerdote habló, lo hizo con una voz baja y clara.

—Me consagré al servicio de Dios cuando era aún muy joven. Ya sé que eso suena bastante pomposo, pero en la práctica es un trabajo duro y desagradable. No sólo por las largas sesiones de oración en habitaciones desnudas y frías a intempestivas horas de la mañana y de la noche, sino por tener que llevar a cabo tareas tan horribles que sólo las de un médico, supongo yo, se podrían comparar. El lavarles los pies a los pobres, por decirlo de alguna manera. Muy bien, si así debía ser. Yo sabía que era para eso para lo que me había presentado voluntariamente y no pretendo medalla alguna por ello; pero lo que yo no sabía, Lawler, lo que nunca imaginé ni remotamente al comienzo, era que cuanto más profundizara en el servicio de Dios a través del servicio a la Humanidad sufriente, más vulnerable sería a los períodos de absoluta muerte espiritual.

»Tuve largos períodos en los que sentía que se había cortado la conexión con el Universo que me rodeaba, en los que los seres humanos me parecieron tan alienígenas como los alienígenas mismos, en los que no quedaba en mí ni el más débil rastro de fe en el alto Poder al que había jurado dedicar mi vida. Momentos en los que me sentía tan completamente solo que no tengo palabras para describírselo. Cuanto más duramente trabajaba, menos sentido parecía tener todo. Es una broma muy crueclass="underline" yo deseaba alcanzar la gracia de Dios, y a cambio Él me daba duras dosis de su ausencia. ¿Me sigue, Lawler?

—¿Y qué cree usted que le provocó esa muerte de espíritu?

—Para averiguarlo es para lo que he venido aquí.

—Pero ¿por qué aquí?

—Porque aquí no hay iglesia. Porque aquí sólo hay comunidades humanas muy fragmentarias. Porque el planeta mismo es hostil; y porque es un lugar sin retorno, como la vida misma.

En los ojos de Quillan danzaba algo que escapaba a la comprensión de Lawler, algo tan desconcertante como una vela que quemara hacia abajo en lugar de hacia arriba. Parecía estar mirando a Lawler desde alguna aniquiladora eternidad de la que sabía que había venido y a la que anhelaba regresar.

—Quería liberarme aquí, ¿comprende? Y de esa forma encontrar a Dios. O al menos, encontrarme a mí mismo.

—¿A Dios? ¿Dónde? ¿En algún lugar de ahí abajo, en el fondo de este océano enorme?

—¿Por qué no? No parece estar en ninguna otra parte, ¿no cree?

—Pues no tengo forma de saberlo —comenzó a decir Lawler, pero en ese momento les llegó un grito.

—¡Tierra! —canturreó Pilya Braun en voz alta. Estaba en lo alto del trinquete, de pie sobre la verga—. ¡Isla al norte!

En aquellas aguas no había ninguna isla, ni hacia el norte ni hacia el sur, y tampoco al este o al oeste. De haberlas habido, todos los de a bordo la habrían estado buscando en el horizonte desde hacía días. Pero nadie había hablado de isla alguna en aquel lugar.

Onyos Felk, que estaba al timón, profirió un bramido de incredulidad. Mientras meneaba la cabeza, el cartógrafo caminó en dirección a Pilya sobre sus piernas cortas y estevadas.

—¿Qué estás diciendo, muchacha? ¿Qué iba a estar haciendo una isla en esta zona del mar?