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—¿Cómo quieres que lo sepa? —gritó Pilya. Se sujetó a las cuerdas con una mano y se balanceó muy por fuera de la borda—. ¿Es que acaso la puse yo allí?

—No puede haber una isla.

—¡Ven aquí arriba y compruébalo, viejo pescado!

—¿Qué? ¿Qué?

Lawler se protegió los ojos y miró a lo lejos. Lo único que se veía eran oscilantes flores acuáticas, pero Quillan le tiró ansiosamente de un brazo.

—¡Allí! ¿La ve?

¿Acaso la vería él? Sí, sí. Lawler no veía nada. Una fina línea marrón amarillenta, quizá, en el horizonte septentrional. ¿Sería eso una isla? ¿Cómo podía saberlo?

Ahora todos estaban en cubierta, dando vueltas de un lado para otro. En medio de todos apareció Delagard, con la preciosa carta marina amorosamente cogida con un brazo y un catalejo de metal amarillento en el otro. Onyos Felk corrió precipitadamente hacia él y tendió las manos para asir el globo. Delagard le echó una mirada venenosa y se lo quitó de encima con un siseo.

—Pero es que necesito mirar…

—Manten tus manos apartadas, ¿quieres?

—La muchacha dice que hay una isla. Quiero demostrarle que eso es imposible.

—Ha visto algo, ¿no es así? Quizá sea una isla. Tú no lo sabes todo, Onyos. Tú no sabes nada.

Con una energía furiosa y demoníaca, Delagard apartó de un empujón al torpe cartógrafo y comenzó a subir por el mástil valiéndose de los codos y los dientes, con el globo en el brazo derecho y el catalejo en el izquierdo. De alguna manera consiguió llegar a la verga, se acomodó sobre ella y miró por el catalejo. Debajo de él, en cubierta, había un tremendo silencio. Después de un rato infinitamente largo, Delagard miró hacia abajo.

—¡Que me jodan si ahí no hay una isla! —exclamó.

El dueño del barco le pasó el catalejo a Pilya y quedó fervientemente absorto en el globo, siguiendo los movimientos de las islas vecinas con exagerados recorridos de los dedos y los codos hacia afuera.

—No es Velmise, no. Tampoco es Salimil. ¿Kaggeram? No. No. ¿Kentrup?

Meneó la cabeza. Todos tenían los ojos fijos en él. Era una buena representación, pensó Lawler. Delagard le pasó a Pilya la carta de navegación, volvió a coger el catalejo y le dio a la muchacha una palmadita en el trasero. Volvió a mirar.

—¡Que Dios nos joda a todos! ¡Una isla nueva, eso es lo que es! ¡La están construyendo en este preciso momento! ¡Mira eso! ¡El enmaderado! ¡El andamiaje! ¡Que Dios nos joda a todos!

Arrojó el catalejo a cubierta. Dann Henders lo cogió hábilmente antes de que se estrellara y se lo llevó a un ojo, mientras los demás se reunían en torno a él. Delagard estaba bajando del mástil mientras murmuraba para sí mismo:

—¡Que Dios nos joda a todos! ¡Que Dios nos joda a todos!

El catalejo pasó de una mano a otra. Sin embargo, al cabo de pocos minutos el barco estaba lo suficientemente cerca de la nueva isla como para poder verla a ojo limpio. Lawler la miraba con fascinación y asombro. Era una estructura estrecha, de quizá unos veinte o treinta metros de ancho y cien metros de largo. El punto más alto se elevaba a sólo un par de metros del agua, una cresta que parecía el espinazo jorobado de alguna colosal criatura marina que tomaba el sol justo por debajo de la superficie. Alrededor de una docena de gillies se movían pesadamente por ella, poniendo las maderas en su sitio, atándolas, haciendo muescas con sus extrañas herramientas, rodeándolas de una apretada estructura fibrosa.

El mar de los alrededores hervía de vida y actividad. Algunas de las criaturas que estaban allí eran gillies, según pudo ver Lawler, gillies a montones. Las pequeñas cúpulas de sus cabezas asomaban y se sumergían en las suaves olas como la corola de las flores acuáticas. Pero también reconoció la larga, brillante y pulida silueta de los buzos que se movían entre ellos. Se dedicaban a subir madera de fuco leñoso desde las profundidades, según parecía, y se la pasaban a los gillies en el agua, los cuales la cortaban, la ajustaban y la pasaban por una cadena submarina hasta la playa de la nueva isla, donde otros gillies la levantaban en el aire y se ponían a prepararla para su instalación.

El Estrella del Mar Negro se había adelantado por estribor. En la cubierta se movían figuras que señalaban y hacían gestos con las manos. Por el otro lado, el Diosa de Sorve estaba adelantando rápidamente con el Tres Lunas muy cerca, detrás.

—Eso de allí es una plataforma —gritó Gabe Kinverson—. En el lado norte de la isla, a la izquierda.

—¡Jesús, sí! —exclamó Delagard—. ¡Mira qué tamaño tiene!

Inmóvil, apenas un poco más allá de la isla, flotando junto a ella como si estuviera varada, había lo que parecía una segunda isla pero era de hecho la enorme criatura marina que la isla misma había parecido ser un momento antes. Las plataformas eran los animales más grandes que conocían los humanos, más grandes incluso que las bestias conocidas como bocas —parecidas a ballenas y que todo lo devoraban—; eran unas cosas enormes y compactas, vagamente rectangulares y tan inertes que muy bien podían haber sido islas. Navegaban a la deriva por todos los mares, filtrando pasivamente microorganismos a través de aberturas como pantallas que tenían por todo su perímetro.

Cómo conseguían tragar comida suficiente como para mantenerse, incluso alimentándose durante el día y la noche como lo hacían, era algo que escapaba a la comprensión de todos. Lawler imaginaba que debían de ser metabólicamente tan inactivas como la madera de deriva, meras masas gigantes de carne apenas sensible; y sin embargo, sus gigantescos ojos de color púrpura, dispuestos en tres hileras de seis a lo largo del lomo, cada uno de ellos más ancho que los hombros de un hombre, parecían poseer algún tipo de sombría inteligencia.

Mientras ellos vivieron en Sorve, de vez en cuando una plataforma había aparecido flotando, con la barriga a muy escasa distancia del tablaje del suelo de la bahía. Lawler recordó la ocasión en que se hallaba pescando en la bahía con un bote pequeño, y sin darse cuenta había remado hasta chocar directamente con una. Dio vuelta la cabeza y se halló mirando, con gran asombro, a aquellos grandes ojos tristes que le devolvían la mirada a través del agua transparente, con el desapego y la serenidad de un dios, y una extraña clase de compasión.

Parecía que aquella plataforma era utilizada como una mesa de trabajo. Sobre su lomo había grupos de gillies que trabajaban industriosamente con sus herramientas. Se desplazaban sobre ella con el agua hasta las rodillas, enroscando y torciendo largas hebras de fibra de algas que eran subidas a la plataforma desde el agua por unos tentáculos de color verde brillante. Los tentáculos eran tan gruesos como un brazo, muy flexibles, con dedos que irradiaban de los extremos. Nadie, ni siquiera Kinverson, tenía la más mínima idea de a qué criatura podían pertenecer.

—¡Qué maravillosa es la forma en que todos esas especies diferentes trabajan juntas! —dijo el padre Quillan.

Lawler miró al sacerdote.

—Nadie nunca había visto cómo se construía una isla. Al menos, que yo sepa. Hasta donde sabemos, todas las islas tienen cientos o incluso miles de años de antigüedad. ¿Es así, pues, cómo lo hacen? ¡Qué espectáculo!

—Algún día —sentenció Quillan—, la totalidad del planeta tendrá auténticos terrenos como los otros mundos. El fondo del mar se elevará dentro de algunos millones de años. Al construir estas islas artificiales y salir del mar para vivir en el exterior, los gillies se están preparando para su siguiente fase evolutiva.

Lawler parpadeó.

—¿Cómo sabe eso?

—En el seminario de Alborada estudié geología y evolución, ¿sabe? Aquí en Hydros no ha habido movimientos de corteza que empujaran a las cadenas montañosas y los continentes fuera del mar primordial, como ha ocurrido en los mundos con tierras, y por tanto todo ha permanecido al mismo nivel, la mayor parte sumergido. Pasado el tiempo, el mar consiguió erosionar las pocas formaciones de terreno que asomaban fuera del agua. Pero todo eso está destinado a cambiar. La presión está aumentando en el núcleo del planeta. Las presiones internas están creando lentamente turbulencias, y dentro de treinta millones de años, cuarenta millones, cincuenta a lo más…