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—Espere —dijo Lawler—. ¿Qué está pasando allí?

Delagard y Dag Tharp se estaban gritando el uno al otro. También Dann Henders estaba mezclado en la discusión, con el rostro enrojecido y las venas de la frente hinchadas. Tharp era un hombre nervioso y excitable que siempre estaba discutiendo violentamente con alguien acerca de algo; pero ver cómo Henders —que habitualmente era suave y tranquilo— había perdido los estribos, atrajo inmediatamente la atención de Lawler. Se acercó a ellos.

—¿Qué sucede?

—Una pequeña insubordinación, eso es todo —respondió Delagard—. Puedo hacerme cargo de la situación, doctor.

La nariz ganchuda de Tharp se había puesto roja. Las bolsas de la piel de su garganta se estremecían.

—Henders y yo hemos sugerido navegar hasta la isla y pedirles a los gillies que nos concedan refugio —le explicó a Lawler—. Podríamos anclar en las proximidades y ayudarlos a construir la isla. Sería un compañerismo establecido desde el mismo principio. Pero Delagard dice que no, que vamos a continuar nuestro camino hasta Grayvard.

»¿Y tú sabes cuánto tiempo nos llevará llegar hasta Grayvard? ¿Cuántas astutas redes como ésa pueden subir a bordo antes de que lleguemos allí? Y sabe Dios qué más hay por aquí fuera… Kinverson dice que hasta ahora hemos sido tremendamente afortunados de no hallar nada hostil que merezca ser mencionado, pero ¿durante cuánto tiempo más podremos…?

—Grayvard es el sitio al que vamos —dijo Delagard con tono gélido.

—¿Lo ves? ¿Lo ves?

—Al menos deberíamos someterlo a votación, ¿no crees, doctor? —sugirió Henders—. Cuanto más tiempo permanezcamos en el mar, mayores serán los riesgos de que nos encontremos con la Ola, o con alguna de las horribles criaturas de las que nos ha hablado Kinverson, o con alguna tormenta asesina, con casi cualquier otra cosa. Aquí tenemos una isla que está siendo construida ahora mismo. Si los gillies están utilizando buzos y todas esas otras cosas para que los ayuden a construir, incluso una plataforma, ¿por qué no iban a aceptar además la ayuda de seres humanos, y agradecerla? ¡Pero ni siquiera vamos a tomar en consideración esa posibilidad!

Delagard le dirigió al ingeniero una mirada truculenta.

—¿Desde cuándo han querido los gillies nuestra ayuda? Usted ya sabe cómo eran las cosas en Sorve, Henders.

—¡Esto no es Sorve!

—Es exactamente igual en todas partes.

—¿Cómo puedes estar seguro de eso? —le espetó Henders—. Oye, Nid, tenemos que hablar con los otros barcos, y eso es lo único que hay que hacer. Dag, ve a llamar a Yáñez, Sawtelle y todo el resto, y…

—Quédate donde estás, Dag —ordenó Delagard.

Tharp paseó la mirada de Delagard a Henders y de vuelta, y no se movió. El mentón se le estremeció de ira.

—¡Escuchadme! —dijo Delagard—. ¿Queréis vivir en una miserable isla pequeña y plana a la que le faltan meses o años para estar acabada? ¿En qué viviremos? ¿En chozas de algas? ¿Veis allí alguna vaargh? ¿Hay alguna bahía que pueda traernos materiales útiles? Y, de todas formas, no nos aceptarán. Ellos saben que fuimos expulsados de Sorve de una patada en el culo. Todos los gillies de este planeta lo saben, creedme.

—Pero, si estos gillies no nos aceptan —dijo Tharp—, ¿cómo puedes estar seguro de que lo harán los gillies de Grayvard?

El rostro de Delagard enrojeció. Aquello pareció escocerle. Lawler se dio cuenta de que Delagard no había dicho absolutamente nada acerca de que hubiese arreglado la llegada a Grayvard con los auténticos dueños de la isla. Sólo habían sido los colonos humanos de Grayvard los que acordaron concederles refugio.

Pero Delagard se recobró rápidamente.

—Dag, no sabes de qué cojones estás hablando. ¿Desde cuándo tenemos que pedir el permiso de los gillies para emigrar de una isla a otra? Una vez que han aceptado a los seres humanos en una isla, les importa una mierda qué humanos sean. En realidad, apenas pueden distinguir un grupo de humanos de otro. Mientras no invadamos la zona gillie de la isla, no habrá problema alguno.

—Estás muy seguro de ti mismo —dijo Henders—. Pero ¿por qué recorrer todo el camino hasta Grayvard si no tenemos necesidad de hacerlo? Todavía no sabemos que sea imposible llamar a la puerta de una isla más cercana que aún no tenga población humana. Estos gillies de aquí podrían querer acogernos. Y quizá estarían también encantados de recibir un poco de ayuda en la construcción de la isla.

—Claro —aseguró Delagard—. Les gustaría especialmente tener un operador de radio y un ingeniero. Eso sería exactamente lo que necesitan. Muy bien. ¿Vosotros dos queréis ir a esa isla? Nadad hasta ella, entonces. ¡Vamos! ¡Los dos, saltad por la borda, ahora mismo! —agarró a Tharp por un brazo y comenzó a arrastrarlo hacia la barandilla. Tharp lo miró con la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas—. ¡Vamos! ¡Poneos en camino!

—Detente —dijo Lawler con suavidad.

Delagard soltó a Tharp y se inclinó hacia adelante mientras se balanceaba sobre las puntas de los pies.

—¿Tienes alguna opinión, doctor?

—Si ellos saltan por la borda, yo también lo haré.

Delagard se echó a reír.

—¡Joder, doctor! ¡Nadie va a saltar por la borda! ¿Qué demonios crees que soy?

—¿Quieres realmente que te responda a eso, Nid?

—Mira —dijo Delagard—, a lo que esto nos lleva es a algo muy simple. Éstos son mis barcos. Yo soy el capitán de este barco y el jefe de toda la expedición, y nadie va a disputarme eso. A causa de mi generosidad de espíritu y grandeza de corazón he invitado a todos los que vivían en Sorve a que navegaran conmigo hacia nuestro nuevo hogar en la isla de Grayvard. Allí es adonde vamos a ir. Una votación acerca de si deberíamos intentar establecernos en ese trozo de isla nueva está completamente fuera de lugar. Si Dag y Dann quieren vivir allí, muy bien, los escoltaré yo mismo en el deslizador. Pero no habrá ninguna votación ni cambio alguno en el plan básico del viaje. ¿Ha quedado eso claro? ¿Dann? ¿Dag? ¿Ha quedado eso claro, doctor?

Los puños de Delagard estaban apretados. Era un luchador, sin lugar a dudas.

—Según recuerdo yo —dijo Henders—, fuiste tú quien nos metió en este aprieto, Nid. ¿Fue eso también a causa de la generosidad de tu espíritu y la grandeza de tu corazón?

—Cállate, Dann —dijo Lawler—. Déjame pensar.

Miró en dirección a la nueva isla. Estaban entonces tan cerca de ella que podía distinguir el destello amarillo de los ojos de los gillies. Éstos parecían dedicarse a sus asuntos, sin hacer el menor caso de la flotilla de barcos que se acercaba.

De pronto, Lawler se dio cuenta de que Delagard tenía razón y que Henders y Tharp estaban equivocados. A pesar de lo mucho que se hubiera alegrado de acabar el viaje allí mismo y en aquel preciso momento, Lawler sabía que ni siquiera valía la pena intentar establecerse en aquel lugar. La isla era diminuta, sólo un listón de madera que apenas sobresalía del agua. Incluso en el caso de que los gillies estuvieran dispuestos a acogerlos, no habría allí sitio para ellos.

—De acuerdo —dijo en voz baja—. Por una vez, estoy contigo, Nid. Esa pequeña isla no es lugar para nosotros.

—Bien. Bien. Eres muy sensato. Siempre puedo contar con que tú adoptarás una postura razonable, ¿no, doctor? —hizo bocina con las manos y le gritó a Pilya, que estaba sobre la verga—. ¡A barlovento! ¡Salgamos de aquí!