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—Deberíamos haber votado —protestó Dag Tharp de malhumor, frotándose el brazo.

—Olvídalo —le contestó Lawler—. Ésta es la flota de Delagard. Nosotros somos sólo invitados.

3

El tiempo atmosférico comenzó a cambiar de una manera radical a principios de la semana siguiente. Al avanzar los barcos por su ruta noroeste hacia la isla de Grayvard, comenzaron a dejar atrás las aguas tropicales, el sol fuerte y los cielos azules que reinaban perpetuamente en las latitudes centrales. Los mares eran templados. Las aguas eran frescas y de ellas se levantaban húmedas nieblas heladas cuando desde el ecuador soplaban brisas cálidas. La niebla desaparecía hacia mediodía, pero la gran bóveda celeste estaba salpicada por algodonosos bancos de nubes durante la mayor parte del tiempo, o incluso era amenazadora, cubierta de nubes bajas. Sin embargo, una sola cosa continuaba sin cambiar: no había llovido aún. Las precipitaciones no se habían presentado desde que la pequeña flota había abandonado Sorve, y eso comenzaba a ser objeto de preocupaciones.

La apariencia del mar era diferente en aquella zona. Las aguas del mar Natal estaban ya muy lejos. Aquél era el mar Amarillo, separado de las aguas azules, al este, por una clara línea de demarcación. Una gruesa y desagradable capa de espuma de algas microscópicas del color del vómito, con largas vetas rojas que lo atravesaban como oscuros regueros de sangre, cubría la superficie en todas las direcciones hasta el mismo horizonte.

Era algo asqueroso, pero fértil. El agua hervía de vida, alguna de ella nueva y extraña. Unos peces rechonchos y grotescos, de cabeza ancha y tan grandes como un hombre, con escamas de color azul apagado y ojos negros que parecían ciegos, curioseaban en torno a los barcos como troncos flotantes. Ocasionalmente, un hermoso leopardo acuático aterciopelado se acercaba a una velocidad extraordinaria justo por debajo de ellos y se tragaba uno de un solo bocado.

Una tarde apareció de la nada, entre la nave capitana y la proa del barco de Bamber Cadrell, una cosa rechoncha y tubular de unos veinte metros de largo. Atravesó golpeando atronadoramente la estela de la nave capitana, levantándose en el aire y batiendo frenéticamente el agua con su afilado mentón; cuando acabó de pasar había trozos de peces azules de cabeza ancha flotando por todas partes sobre las amarillas olas. Entonces emergieron unas versiones más pequeñas de aquel pez-hacha y comenzaron a alimentarse.

En aquel mar también abundaban los peces de carne; nadaban en círculos concéntricos con sus tentáculos afilados en las puntas brillando como hojas de cuchillo, aunque se mantenían enloquecedoramente fuera del alcance de los anzuelos y arpones de Kinverson.

Ejércitos constituidos por millones de cosas pequeñas de muchas patas y cuerpos transparentes y brillantes, cortaban la espuma amarilla como si fueran guadañas, y abrían en ella anchos bulevares que se iban cerrando detrás de ellos. Gharkid subió a bordo una redada de aquellos bichos; luchaban y se golpeaban contra la red, llenos de pánico al hallarse en la luz del sol, e intentaban regresar al agua. Cuando Dag Tharp sugirió, con absolutamente ninguna seriedad, que podrían ser buenos para comer, Gharkid cocinó inmediatamente un puñado de ellos en su propia agua de mar de color amarillo y se los comió con cara de absoluta despreocupación.

—No están del todo mal —dijo Gharkid—. Pruébalos.

Dos horas más tarde parecía estar todavía bien. Otros corrieron el riesgo, entre ellos Lawler. Se los comieron con patas y todo. Los pequeños crustáceos eran crujientes, vagamente dulzones, aparentemente nutritivos. Nadie manifestó reacciones negativas. Gharkid pasó el día junto a la grúa, subiéndolos a bordo por millares, y por la noche hubo un gran banquete.

Otras formas de vida del mar Amarillo eran menos gratificantes. Los peces gelatina, verdes y ambulantes, inofensivos pero asquerosos, encontraron la forma de trepar por los flancos del casco hasta la cubierta en numerosos grupos, donde se pudrieron en cuestión de minutos. Tuvieron que ser arrojados por la borda, tarea que ocupó casi la totalidad del día.

En una determinada región se encontraron con las rígidas torres frutales negras de unas algas gigantescas, que sobresalían del agua a alturas de siete u ocho metros durante la mañana y estallaban en el calor del mediodía bombardeando a los barcos con miles de duras bolitas que hacían que todo el mundo se dispersara para ponerse a cubierto.

Y en aquellas aguas también había peces bruja. Alrededor de diez o veinte grupos de aquellas cosas parecidas a gusanos silbaban y zumbaban por encima de las olas en vuelos de alrededor de cien metros, batiendo desesperadamente sus correosas alas de ángulos agudos con una resolución fantástica y terrible, hasta que finalmente volvían a caer al agua. A veces pasaban lo suficientemente cerca del barco como para que Lawler pudiera distinguir la hilera de púas rojas y duras de sus lomos, momento en el que se llevaba la mano a la mejilla izquierda recordando el anterior incidente con uno de ellos.

—¿Por qué vuelan de esa manera? —le preguntó a Kinverson—. ¿Están intentando cazar algo que vive en el aire?

—No hay nada que viva en el aire —respondió Kinverson—. Lo más probable es que haya algo que esté intentando cazarlos a ellos. Ven una boca grande que se abre detrás de ellos, y despegan. Es una forma bastante buena de escapar. La otra ocasión en la que vuelan es cuando se están apareando. Las hembras salen a volar y los machos las persiguen. Los que vuelan más rápido y durante más tiempo son los que consiguen las chicas.

—Pues no es un mal sistema de selección, si uno está criado con finalidades de velocidad y resistencia.

—Esperemos que no tengamos que verlos en acción. Los hijos de puta salen por millares. Pueden llenar materialmente el aire, y están completamente enloquecidos por el apareamiento.

Lawler se señaló la zona irritada de la mejilla.

—Puedo imaginármelo. Uno de ellos chocó contra mí justo en este sitio, la semana pasada.

—¿Cómo era de tamaño? —preguntó Kinverson sin curiosidad.

—Quizá de unos quince centímetros.

—Ha sido una suerte para ti que fuera tan pequeño —aseguró Kinverson—. Hay muchos auténticos hijos de puta ahí fuera.

Tú vives demasiado en el pasado, doctor, había dicho Pilya. Pero ¿cómo podía no hacerlo? El pasado vivía en él. No sólo la Tierra, ese remoto planeta mítico; Sorve también, especialmente Sorve, donde se habían reunido su sangre y su cuerpo, su mente y su alma. El pasado se erguía constantemente en su interior. Se erguía en aquel preciso momento, mientras se hallaba junto a la barandilla mirando a la insólita inmensidad del mar Amarillo.

Tenía diez años de edad, y su abuelo le había pedido que fuera a su vaargh. El abuelo se había retirado de la práctica de la medicina tres años antes, y se pasaba el tiempo caminando a lo largo del dique marítimo. En aquel entonces estaba encogido y amarillento, y estaba claro que no le quedaba mucho tiempo más de vida. Era muy viejo, lo suficientemente viejo como para recordar a algunos de los colonos de la primera generación, incluso a su propio abuelo, Harry Lawler, Harry el Fundador.

—Tengo algo para ti, muchacho —dijo su abuelo—. Ven aquí, acércate más. ¿Ves ese estante de allí, Valben? ¿Sobre el que están las cosas de la Tierra? Tráemelas aquí.

En el estante había cuatro cosas de la Tierra: dos planas, redondas y metálicas, una grande de metal oxidado y un trozo de cerámica pintada. En otra época había habido seis, pero la estatuilla y el trozo de piedra estaban ahora en la vaargh del padre de Valben. El abuelo ya había comenzado a repartir sus pertenencias.