Выбрать главу

—Toma, muchacho —le dijo el abuelo—. Quiero que tú tengas esto. Perteneció todo a mi abuelo Harry, que lo heredó de su abuelo, que se lo llevó de la Tierra cuando salió al espacio. Ahora es tuyo —dijo, y le entregó el trozo de cerámica pintada de negro y anaranjado.

—¿No es para mi padre? ¿Ni para mi hermano?

—Esto es para ti —dijo el abuelo—; para que te recuerde la Tierra, y para que me recuerdes a mí. Tendrás cuidado de no perderlo, ¿verdad? Porque éstas son las únicas seis cosas que tenemos de la Tierra, y si las perdemos, no conseguiremos ninguna más. Toma, toma —lo depositó en las manos de Valben—. Esto es de Grecia. Quizá una vez perteneció a Sócrates, o a Platón, y ahora es tuyo.

Aquélla fue la última vez que habló con su abuelo.

Durante varios meses llevó el trozo de cerámica consigo a todas partes, y cuando acariciaba los bordes dentados y ásperos le parecía que la Tierra volvía a vivir en sus manos, que el mismo Sócrates o el propio Platón le hablaban desde aquel trocito de cerámica. No importa quiénes hubieran sido.

Recordó cuando tenía quince años. Su hermano Coirey, que había huido al mar, estaba de visita en casa. Tenía nueve años más que él, y era el mayor de los tres hermanos. El del medio —Bernat— había muerto hacía tanto tiempo que Valben apenas lo recordaba. Coirey tendría que haberse convertido un día en el médico de la isla, pero no sentía interés alguno por la medicina. Esa profesión lo ataría a una sola isla. El mar, el mar, el mar, eso era lo que quería Coirey; así que se había marchado al mar, y habían llegado cartas suyas procedentes de lugares que para Valben no eran más que nombres: Velmise, Sembilor, Thetopal y Meisa Meisanda. Para esa época, Coirey había vuelto —sólo por unos días— haciendo escala en el viaje que lo llevaría hasta Simbalimak, en el mar de Azur, que estaba tan lejos que parecía de otro mundo.

Valben no lo había visto en cuatro años. No sabía qué esperar. El hombre que entró tenía el mismo rostro que su padre —el rostro que él mismo comenzaba a tener—, de rasgos fuertes, mandíbula poderosa y una larga nariz recta; pero estaba tan bronceado por el sol y el viento que su piel parecía un trozo de cuero de pez alfombra, y una rojiza marca le cruzaba una mejilla, una cicatriz hinchada que iba desde el rabillo del ojo hasta la comisura de la boca.

—Un pez de carne me atizó —dijo—. Pero yo también le di lo suyo —propinó a Valben un puñetazo suave en un brazo—. ¡Eh, cómo has crecido! Eres tan grande como yo, pero más escuálido. Necesitas echar un poco de carne sobre esos huesos —le guiñó un ojo—. Ven a verme a Meisa Meisanda alguna vez; allí saben lo que es comer. Cada día es día de banquete. ¡Y qué mujeres! ¡Qué mujeres, muchacho! —frunció el entrecejo—. Te gustan las mujeres, ¿no es cierto? Claro, por supuesto que sí. ¿Qué te parece, Val? ¿Vendrás conmigo a Meisa Meisanda cuando regrese del viaje a Simbalimak?

—Ya sabes que no puedo marcharme de aquí, Coirey. Tengo que estudiar.

—Estudiar.

—Papá me está enseñando medicina.

—Oh. Ya, ya. Lo había olvidado; vas a ser el próximo doctor Lawler. Pero primero podrías salir al mar conmigo durante una corta temporada, ¿no?

—No —respondió Valben—. No puedo.

Y entonces comprendió por qué su abuelo le había dado a él el fragmento de cerámica, y no a su hermano Coirey. Su hermano nunca más volvió a Sorve.

Recordó cuando tenía diecisiete años y estaba absorto en sus estudios de medicina:

—Ya es hora de que hagamos una autopsia, Valben —le dijo su padre—. Hasta ahora sólo sabes la teoría, pero ya tendrías que ver cómo es el cuerpo por dentro.

—Quizá deberíamos esperar hasta que acabe con mis lecciones de anatomía —apuntó él—. Así sabría mejor qué estoy viendo.

—Ésta es la mejor clase de anatomía que existe —insistió su padre.

Y lo llevó a la sala de cirugía, en cuya mesa yacía alguien cubierto con una ligera sábana de tela de lechuga acuática. La apartó, y se trataba de una mujer anciana con cabello gris y pechos flojos que le caían hacia las axilas; y un momento más tarde se dio cuenta de que la conocía, que estaba mirando a la madre de Bamber Cadrell, Samara, la esposa de Marius. Por supuesto que tenía que conocerla; sólo había sesenta personas en la isla, ¿y cómo podía resultarle desconocida ninguna de ellas? Sin embargo, la madre de Bamber… así, desnuda, muerta, tendida sobre la mesa de operaciones…

—Murió esta mañana, de manera fulminante. Se desplomó en su vaargh. Marius la ha traído. Muy probablemente se trata de su corazón, pero quiero verlo con seguridad y tú también deberías verlo —cogió la caja de instrumentos quirúrgicos y luego dijo—. Yo tampoco disfruté de mi primera autopsia, pero es algo necesario, Valben. Tienes que saber cómo son un hígado, un bazo, unos pulmones, un corazón, y no puedes aprenderlo con sólo leer acerca de ellos. Tienes que conocer la diferencia entre los órganos sanos y los enfermos; y aquí no disponemos de la cantidad suficiente de cuerpos en los que trabajar. Ésta es una oportunidad que no puedo permitir que pases por alto.

Escogió un escalpelo, le mostró a Valben cuál era la forma correcta de cogerlo, practicó la primera incisión, y comenzó a desnudar los secretos del cuerpo de Samara Gadrell.

Al principio fue desagradable, muy desagradable. Luego se dio cuenta de que podía tolerarlo, que se estaba acostumbrando al horror de aquello, a lo impresionante de tomar parte en la sangrienta violación del santuario del cuerpo.

Pasado un rato, cuando consiguió olvidar que aquello era una mujer a la que él había conocido durante toda su vida, y comenzó a pensar en ella sólo como un conjunto de órganos internos de diversos colores, texturas y formas, se sintió realmente fascinado.

Pero aquella noche, cuando estaba con Boda Thalheim detrás del tanque de la reserva de agua y le deslizaba las manos por el vientre plano, no pudo evitar pensar que debajo de aquel estrecho tambor de piel adorable y tirante había otro conjunto de órganos internos de colores, texturas y formas muy parecidos a aquellos que había visto durante la tarde, los brillantes rizos de los intestinos y todo lo demás, y que dentro de aquellos pechos redondos y firmes había intrincadas glándulas que apenas se diferenciaban de las que llenaban los pechos fláccidos de Samara Cadrell y que su padre le había mostrado pocas horas antes mediante diestros cortes de escalpelo. Y apartó las manos del brillante cuerpo de Boda, como si bajo sus caricias se hubiera convertido en el de Samara.

—¿Te ocurre algo malo, Val?

—No. No.

—¿No quieres hacerlo?

—Por supuesto que sí, pero… no lo sé…

—Vamos. Déjame que te ayude.

—¡Sí! Oh, Boda ¡Oh, sí!

Al cabo de un momento todo volvió a su curso normal, pero se preguntó si podría volver a tocar a una chica sin que las vividas imágenes de páncreas, riñones y trompas de falopio invadieran su mente sin ser deseadas. Entonces se le ocurrió que la de médico era una profesión realmente complicada.

Imágenes de tiempos pasados. Fantasmas que jamás lo abandonarían.

Tres días más tarde, Lawler bajó a la bodega de carga en busca de algunos medicamentos; llevaba una pequeña vela para alumbrar el recorrido. En la penumbra, casi chocó con Kinverson y Sundria que salían en ese momento de entre las cajas; estaban sudorosos y despeinados. Parecieron un poco sorprendidos al verlo, y no había muchas dudas respecto a qué habían estado haciendo.

Kinverson, desvergonzadamente, lo miró directamente a los ojos.

—Buenos días, doctor —dijo.

Sundria no pronunció palabra. Se cerró la parte delantera de la ropa que llevaba puesta y pasó de largo sin expresión en el rostro, apartando rápidamente los ojos de la mirada de Lawler. No parecía estar incómoda, sino retirarse a su propio mundo interior. Lawler, aunque herido, saludó con un movimiento de cabeza como si aquél fuera un encuentro completamente neutral, y continuó andando hacia el área de las reservas de medicamentos.