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Era la primera prueba real que tenía de que eran amantes, y le resultó más doloroso de lo que esperaba. Las palabras de Kinverson acerca de los hábitos de apareamiento de los peces bruja volvieron a su mente. Se preguntó si no habrían estado dirigidas hacia él de una forma astuta y burlona: «Los tipos que vuelan más rápido y durante más tiempo son los que consiguen las chicas».

No. Lawler sabía que había tenido muchas oportunidades de iniciar una relación con Sundria cuando estaban en la isla. Él había decidido no hacerlo por razones que en aquel momento habían parecido tener sentido. Pero entonces, ¿por qué ahora se sentía tan herido?

La deseas más de lo que jamás admitirás ante ti mismo, ¿no es cierto?, se dijo. Sí, así era. Especialmente en aquel preciso momento. Pero ¿por qué? ¿Porque ella está liada con otro? ¿Y qué importancia tenía? La deseaba. Lawler ya lo había sabido antes, pero no había hecho nada al respecto. Quizá ya era hora de que comenzara a pensar más seriamente en por qué no lo había hecho.

Volvió a verlos juntos más tarde ese mismo día, a popa, junto a la grúa. Según todas las apariencias, Kinverson había pescado algo insólito y se lo estaba enseñando a ella, un cazador orgulloso que le ofrecía sus piezas a su mujer.

—Doctor —lo llamó Kinverson, asomando la cabeza por encima del borde del puente. Sonrió de una forma que era o blandamente amistosa o bien condescendiente—. Venga un momento arriba, ¿quiere? Aquí hay algo que podría interesarle.

El primer impulso de Lawler fue el de menear la cabeza y continuar su camino, pero no quería darles la satisfacción de que se dieran cuenta de que los evitaba. ¿De qué tenía miedo? ¿De ver las señales de las zarpas de Kinverson por toda la piel de ella? Se dijo a sí mismo que no debía ser tan estúpido.

Trepó por la escalerilla que conducía hasta la grúa. Kinverson tenía varios adminículos de pesca sujetos a la cubierta: arpones, ganchos, sedales y demás. Allí estaban también las redes que Gharkid usaba para recoger algas. En un charco amarillo sobre el suelo del puente de la grúa yacía laxa una criatura elegante y verdosa, parecida a un buzo pero más pequeña, como si Kinverson acabara de subirla a bordo. Lawler no la reconoció. Era probablemente algún mamífero de los que respiraban fuera del agua, como ocurría con muchos de los habitantes de Hydros.

—¿Qué es eso que tienes ahí? —preguntó.

—Bueno… Verás, no estamos seguros, doctor.

Tenía un hocico alargado en cuya punta había unos bigotes cerdosos y grises; una frente baja e inclinada, esbelto cuerpo aerodinámico y una prominente columna vertebral que acababa en una cola de tres aspas. Sus extremidades anteriores eran aplanadas, estrechas aletas parecidas en cierto modo a las de los gillies; acababan en unas garras grises, cortas y afiladas. Sus ojos negros, redondos y brillantes estaban abiertos. No parecía respirar, pero tampoco parecía muerto; los ojos tenían expresión. ¿Miedo? ¿Asombro? ¿Quién podía saberlo? Eran unos ojos extraños. Parecían preocupados.

—Quedó atrapado en una de las redes de Gharkid —dijo Kinverson— y lo he sacado para desenredarlo. ¿Sabes? Podrías pasarte toda la vida en este océano y nunca dejarías de ver criaturas nuevas —pateó un flanco del animal y éste respondió con un débil movimiento de la cola—. Este debe de haberse separado de los suyos, ¿no crees? Parece bastante pequeño.

—Déjame mirarlo más detalladamente —dijo Lawler.

Se arrodilló junto a la criatura y apoyó cautelosamente una mano sobre su flanco. Ahora detectaba los sonidos de una respiración suave. Tenía la piel tibia y húmeda, quizá afiebrada. El animal giró los ojos hacia atrás y siguió los movimientos de Lawler, pero sin manifestar mucho interés. Luego abrió su boca y Lawler se sobresaltó al ver un peculiar tejido leñoso en su interior, una estructura esférica de hilos fibrosos de color blanco y flojamente entretejidos que bloqueaba por completo la boca y la garganta del animal. Las hebras se unieron en forma de grueso tallo que desapareció por la garganta de la criatura.

Presionó el abdomen del animal con las manos y sintió rigidez en su interior, bultos y nudos en una zona en la que todo debería haber sido blando y liso. Agradeció que sus manos habían recuperado su sensibilidad, y eran capaces de leer la anatomía de la criatura como si la hubiera abierto con un escalpelo. Tocara por donde lo tocase, podía sentir los signos de algo invasor que crecía dentro de él. Giró a la criatura sobre la cubierta y pudo ver que las mismas hebras leñosas le asomaban por el ano, debajo de la cola.

De pronto el animal profirió un sonido seco, cortante y estridente. La boca se le abrió mucho más de lo que Lawler hubiera creído posible. El enredo leñoso del interior asomó a la vista, alzándose por fuera de la boca del animal como si estuviera en la punta de una columna, y comenzó a balancearse de un lado a otro. Lawler se puso rápidamente de pie y se apartó.

Una cosa que tenía la apariencia de una pequeña lengua rosada se desprendió de la esfera leñosa y comenzó a moverse rápidamente, como enloquecida, sobre la cubierta; iba y venía a toda velocidad con una energía maníaca. Lawler le plantó la bota encima justo en el momento en que pasaba por su lado en dirección a Sundria. Una segunda lengua autónoma brotó de la esfera. También la aplastó. Y la esfera se movió perezosamente como si estuviera reuniendo la energía suficiente para producir unas cuantas más.

—Arroja esta cosa al mar, rápido —le dijo a Kinverson.

—¿Eh?

—Cógela y lánzala. Vamos.

Kinverson había estado observando el reconocimiento de una manera perpleja y remota, pero la urgencia del tono de Lawler consiguió hacerlo reaccionar. Deslizó una de sus manazas por debajo de la zona media del cuerpo del animal, lo levantó y lo arrojó al mar, todo con un solo movimiento. La criatura cayó a plomo al agua, inerte como un saco, pero en el último momento consiguió enderezarse y penetró suavemente de cabeza, gobernada por unos reflejos inherentes que aún funcionaban. Consiguió dar un poderoso coletazo y en un instante desapareció de la vista bajo el agua.

—¿De qué demonios iba todo eso? —preguntó Kinverson.

—Infección parasitaria. Ese animal estaba cargado del hocico a la cola con algún tipo de vegetación. Tenía la boca llena de ella, ¿es que no lo viste? Y también el resto del cuerpo. Estaba completamente invadido por ella, y en cuanto a esas lenguas pequeñas, calculo que se trataba de vástagos en busca de nuevos huéspedes.

Sundria se estremeció.

—¿Algo así como los hongos asesinos?

—Algo por el estilo, sí.

—¿Cree que podría habernos infectado a nosotros?

—Sin duda iba a intentarlo —dijo Lawler—. En un océano del tamaño de éste, los parásitos no pueden permitirse ser específicos; arraigan en lo primero que encuentran.

Miró por encima de la borda, casi esperando ver decenas de animales parasitados flotando impotentemente alrededor del barco. Pero allá abajo no había nada más que espuma amarilla veteada de rojo. Volviéndose hacia Kinverson, dijo:

—Quiero que suspendáis todas las tareas de pesca hasta que hayamos salido de esta zona del mar. Iré a buscar a Dag Tharp y le pediré que envíe la misma orden a los demás barcos.

—Necesitamos carne fresca, doctor.

—¿Quieres encargarte tú de examinar todo lo que se pesque para asegurarte de que no tenga parásitos?

—¡Demonios, no!

—En ese caso no pescaremos nada en esta zona. Es así de simple. Prefiero vivir de pescado seco durante un tiempo que tener una de esas cosas creciéndome en las entrañas. ¿Tú no?