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Kinverson asintió solemnemente.

—Era una cosilla muy mona.

Un día después, cuando aún navegaban por el mar Amarillo, se encontraron con la primera ola de marea. Lo único sorprendente era que hubiese tardado tanto en llegar, si se tomaba en consideración que llevaban ya varias semanas en el mar.

Era imposible escapar a todas las olas de marea. Las tres lunas del planeta, pequeñas y de movimiento rápido, daban vueltas y vueltas sobre un recorrido orbital que se cruzaba formando intrincados dibujos. A intervalos regulares se alineaban, ejercendo un efecto gravitacional combinado sobre la gran bola de agua en torno a la cual giraban. Aquello levantaba una enorme ola de marea que viajaba continuamente alrededor de la sección central de Hydros, a medida que el planeta giraba. Unas olas de marea más pequeñas, productos de los campos gravitacionales de cada luna por separado, se movían en sentido transversal respecto a la anterior.

Los gillies habían diseñado sus islas para que resistieran esos momentos en que las olas de la marea se cruzaban en sus caminos. En ciertas ocasiones excepcionales, las olas más pequeñas se cruzaban en el camino de la más grande y formaban lo que se conocía como la Ola. Las islas gillies estaban construidas para resistir incluso la Ola, pero los barcos y botes eran completamente impotentes frente a ella. La Ola era aquello a lo que todos los marineros temían más que a nada.

La primera ola de la marea fue una de las suaves. El día era bochornoso y húmedo y el sol estaba pálido, indistinto, sin vigor. Estaba de turno el primer equipo, compuesto por Martello, Kinverson, Gharkid y Pilya Braun.

—Mar picado a la vista —gritó Kinverson desde lo alto.

Onyos Felk, que estaba en la cabina del timón, echó mano al catalejo. Lawler, que acababa de salir a cubierta después de haber hecho su llamada médica matutina a los demás barcos, sintió que la cubierta descendía y corcoveaba bajo sus pies como si la nave hubiera puesto los pies sobre algo sólido. Una rociada de agua amarillenta le azotó el rostro.

Levantó los ojos hacia la cabina del timón. Felk le estaba haciendo gestos bruscos.

—Viene una ola —le gritó el cartógrafo—. ¡Métete adentro!

Lawler vio que Pilya y Leo Martello estaban asegurando las cuerdas que sujetaban las velas. Un momento después bajaron de un salto de las vergas. Gharkid ya se había ido bajo cubierta; Kinverson pasó al trote junto a él y le hizo señas.

—Vamos, doctor. No debe quedarse aquí afuera.

—No —reconoció Lawler, pero se quedó haraganeando un momento más junto a la barandilla.

Ahora la veía. Se dirigía hacia ellos desde el noroeste, como un pequeño mensaje de bienvenida procedente de Grayvard: una gruesa pared de agua gris en el horizonte, rodando hacia ellos a una velocidad impresionante. Lawler imaginó una especie de caña gigantesca que barría el mar justo por debajo de la superficie y empujaba aquella inexorable cresta hinchada. La precedía un viento frío y salado como melancólico heraldo.

—Doctor —repitió Kinverson desde la escotilla—. A veces barren la cubierta cuando caen sobre los barcos.

—Ya lo sé —dijo Lawler, pero la fuerza de la ola que se aproximaba lo fascinaba y atraía.

Kinverson desapareció en el interior del barco con un encogimiento de hombros. Lawler quedó solo en la cubierta. Se dio cuenta que muy bien podían cerrar la escotilla y dejarlo ahí fuera. Le echó una última mirada a la ola, y luego corrió hacia la puerta. Todos —excepto Henders y Delagard— estaban en la escalerilla, preparándose para el impacto inminente.

Kinverson cerró la puerta detrás de Lawler y la bloqueó con unos listones. De las profundidades del barco se levantó un extraño sonido rechinante, en la zona de popa.

—Se está encendiendo el magnetrón —dijo Sundria Thane.

Lawler se volvió hacia ella.

—¿Usted ha pasado antes por esto?

—Con demasiada frecuencia. Esta no será muy fuerte.

El sonido rechinante se hizo más alto. El magnetrón envió una flecha de energía que golpeó contra el núcleo fundido del planeta y proporcionó una fuerza contraria capaz de levantar el barco a un metro o dos de la superficie del agua, o un poco más si era necesario, lo suficiente como para que quedara por encima del empuje más poderoso de la ola.

El campo de desplazamiento magnético era un aparato de supertecnología que los seres humanos habían conseguido traer consigo de otros mundos de la galaxia. Dann Henders había dicho una vez que un aparato tan poderoso como el magnetrón podría tener aplicaciones mucho más útiles para los colonos que la de mantener a flote los barcos de Delagard, y muy probablemente tenía razón en eso; pero Delagard mantenía los magnetrones encerrados en sus barcos. Eran de su propiedad, las joyas de la corona del imperio marítimo Delagard, los cimientos de la fortuna familiar.

—¿Ya estamos arriba? —preguntó Lis Niklaus, intranquila.

—No, cuando cese de rechinar —respondió Neyana Golghoz—. Eso es. Ahora.

Todo quedó en silencio. El barco estaba flotando justo en la cresta de la ola, pero sólo por un momento: el magnetrón, a pesar de lo potente que era, tenía sus límites. Pero un momento fue suficiente. La ola pasó, el barco se deslizó suavemente por encima y descendió luego para aterrizar en el interior de la concavidad que se formaba detrás. Al recobrar su primitiva posición sobre el agua, la nave osciló, se estremeció y sacudió. El impacto del descenso fue mayor de lo que Lawler había esperado, y tuvo que esforzarse para no caer.

Un momento después, todo había pasado. Volvían a flotar sobre la quilla equilibrada. Delagard apareció por la escotilla que conducía a la bodega de carga, con una cálida sonrisa de autofelicitación. Dann Henders estaba justo detrás de él.

—Ya está, muchachos —les anunció el dueño del barco—. Volved a vuestros puestos. Adelante.

El mar estaba suavemente agitado a causa del paso de la ola y se mecía como una cuna. Cuando Lawler volvió a cubierta pudo verla alejarse en dirección sureste, una ondulación menguante que atravesaba la espumosa superficie del mar. Vio la bandera amarilla del Sol Dorado, la roja del Tres Lunas, la verde y negra del Diosa de Sorve. Más lejos pudo distinguir los otros dos barcos, aparentemente sanos y salvos.

—No fue muy fuerte —le dijo a Dag Tharp, que había salido justo detrás de él.

—Espera —respondió Tharp—. Tan sólo espera.

4

El mar volvió a cambiar. La zona por la que pasaban era barrida por una corriente fría y rápida que provenía del norte y abría una brecha entre las algas amarillas. Primero no era más que una estrecha lista de agua clara que atravesaba la espuma; luego se convirtió en una banda más ancha y cuando la flotilla entró en el cuerpo principal de la corriente, toda el agua que los rodeaba era de un azul límpido y puro.

Kinverson le preguntó a Lawler si creía que la vida marina de aquella zona estaría libre de la planta parasitaria. Hacía días que los viajeros no comían pescado fresco.

—Pesca algo y echemos un vistazo —le dijo Lawler—. Pero ten cuidado cuando lo subas a cubierta.

Pero no hubo pesca alguna. Las redes subieron vacías y los anzuelos intactos. En aquellas aguas vivían peces, montones de ellos, pero se mantenían a distancia del barco. A veces podían divisarse cardúmenes, que se alejaban nadando vigorosamente. Los otros barcos informaron de la misma situación. Era igual que si estuvieran navegando por aguas desiertas.

A la hora de comer se oían refunfuños en la cocina.