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—Yo no puedo cocinarlos si nadie los pesca —protestaba Lis Niklaus—. Hablad con Gabe.

Kinverson permanecía impasible. Inmutable.

—No puedo pescarlos si no se acercan a nosotros. Si no os gusta, echaos al agua y nadad detrás de ellos para cogerlos con vuestras propias manos, ¿de acuerdo?

Los peces continuaban alejados del barco, pero ahora estaban entrando en una zona que era rica en algas de varias clases nuevas: flotantes masas rojas apretadamente entretejidas se mezclaban con otras de largas hojas anchas y suculentas, de color verdiazul. Gharkid pasó momentos gloriosos con ellas.

—Serán buenas para comer —anunció—. Eso sí que lo sé. Obtendremos una buena nutrición de ellas.

—Pero si nunca has visto este tipo de algas antes… —objetó Leo Martello.

—Puedo diferenciarlas. Éstas son buenas para comer.

Gharkid las probó por sí mismo, de aquella manera inocente y temeraria que tenía y que Lawler encontraba extraordinaria. El alga roja, informó, sería apropiada para las ensaladas. La verdiazul sería mejor cocinarla con un poco de aceite de pescado. Pasó todo el día en la grúa, izando una carga tras otra hasta que la mitad de la cubierta estuvo llena de montones de algas empapadas.

Lawler se le acercó cuando estaba sentado separando un resbaladizo montón confuso del que aún se desprendía vapor de agua. Pequeñas criaturas se paseaban por entre las algas enredadas: caracoles, cangrejitos y crustáceos diminutos con conchas muy brillantes, parecidas a castillos de hadas. Gharkid no parecía preocuparse por la posibilidad de que alguno de aquellos diminutos pasajeros pudiera tener un aguijón venenoso, mandíbulas que pudieran morder, excreciones tóxicas o peligros de naturaleza desconocida. Los quitaba al peinar sus algas con un peine de caña, o utilizando las manos cuando resultaba más rápido. Al acercarse Lawler, Gharkid le dedicó una ancha sonrisa en la que los dientes destellaron vivamente contra el fondo oscuro de su rostro.

—El mar ha sido bueno con nosotros hoy —dijo—. Nos ha enviado una buena cosecha.

—¿Dónde aprendió lo que sabe de plantas, Natim?

Gharkid pareció desconcertado.

—En el mar, ¿dónde si no? Del mar proviene nuestra vida. Uno entra en él y busca lo que es bueno. Prueba esto, prueba lo otro. Y uno recuerda… —desenredó algo de un montón de algas rojas anudadas y lo sostuvo en el aire con deleite, para que Lawler lo examinara—. Esta es muy dulce. Muy delicada.

Era una especie de babosa marina, amarilla con pequeñas motas rojas; parecía un trozo de la espuma amarilla que habían dejado atrás. Una docena de ojos negros del tamaño de yemas de dedos, curiosamente intensos, oscilaban en la punta de unos tallos gruesos. Lawler no consiguió ver ni dulzura ni delicadeza en aquella criatura rechoncha, pero Gharkid parecía encantado con ella. Se la acercó a la cara y le sonrió. La arrojó al mar por encima de la borda.

—Es la criatura bendita del mar —dijo Gharkid, en un tono de benevolencia tan lleno de cariño que hizo que Lawler se sintiera molesto e irritado.

—Se preguntará usted con qué propósito fue creada —dijo.

—Oh, no, doctor, señor. Nunca me pregunto esas cosas. ¿Quién soy yo para preguntarle al mar por qué hace lo que hace?

Por su tono reverente, casi parecía que consideraba al mar como a un dios. Quizá fuera así. De una forma u otra, era una pregunta que no requería respuesta alguna, una pregunta que le resultaba imposible de manejar a cualquiera con la estructura mental de Lawler. No sentía ningún deseo de tratar con aire paternal a Gharkid y mucho menos de ofenderlo; se sentía casi impuro ante la inocencia y el deleite que manifestaba.

Lawler sonrió rápidamente y se alejó. En la cubierta vio al padre Quillan, que los había estado estudiando desde lejos.

—He estado observando cómo trabaja —comentó el sacerdote—. Cómo escoge entre todas esas algas, las separa, las amontona por separado. No se detiene nunca. Parece muy tranquilo, pero en alguna parte del interior de ese hombre hay una furia. Dígame, ¿qué sabe usted de él?

—¿De Gharkid? No mucho. Es reservado, poco hablador. No sé de dónde vino; apareció por Sorve hace algunos años. No parece interesarse por nada excepto las algas.

—Es un misterio.

—Sí, un misterio. Yo solía creer que era un pensador que estaba resolviendo Dios sabe qué problema filosófico en la privacidad de su propia cabeza. Pero ahora ya no estoy tan seguro de que ahí dentro ocurra nada, salvo la contemplación de las algas. Es fácil confundir el silencio con la profundidad, ya sabe. En los últimos tiempos estoy llegando a la conclusión de que es tan simple como aparenta ser.

—Bueno, eso es posible —reflexionó el sacerdote—. Pero me sorprendería mucho. De hecho, yo nunca he conocido a un hombre verdaderamente simple.

—¿Lo dice en serio?

—Uno puede pensar eso de alguien, pero siempre se equivoca. En mi trabajo, uno tiene la oportunidad de mirar al interior del alma de la gente, cuando llegan a confiar en uno, o cuando llegan a creer que un sacerdote no es más que la fina cortina que está entre ellos y Dios. Entonces, se descubre que ni siquiera los simples son tan simples. Así que perdóneme, doctor, si le sugiero que vuelva a su primer hipótesis acerca de Gharkid. Yo creo que él piensa de veras. Creo que es un buscador de Dios, como todos los demás.

Lawler sonrió. Creer en Dios era una cosa; buscar a Dios, algo completamente diferente. Gharkid podía muy bien ser un creyente a un nivel básico, por lo que Lawler sabía. Pero era Quillan el buscador. A Lawler siempre le resultaba divertida la forma en que las personas proyectaban sus propias necesidades y miedos sobre el mundo que las rodeaba y los elevaban a la condición de leyes fundamentales del Universo.

¿Era realmente buscar a Dios lo que todos ellos intentaban? Quillan, sí. Tenía una carencia profesional, por decirlo de alguna manera. Pero ¿Gharkid? ¿Kinverson? ¿Delagard? ¿Él mismo?

Lawler le dirigió una larga y atenta mirada a Quillan; para entonces ya había aprendido a leer el rostro del sacerdote. Quillan tenía dos modos de expresión: uno de ellos era pío y sincero; el otro era frío, muerto, cínico, vacío de Dios. Cambiaba de uno a otro según la tormenta espiritual que estuviera arreciando en el interior de su mente intranquila. Lawler sospechaba que ahora estaba hablando con el hombre pío, con el Quillan sincero.

—¿Cree usted que yo también estoy buscando a Dios? —le preguntó Lawler.

—Por supuesto que sí.

—¿Porqué? ¿Porque puedo citar unas cuantas frases de la Biblia?

—Porque cree que puede vivir a la sombra de Dios, aun sin aceptar el hecho de su existencia. Esa es una situación que da automáticamente vida a la opuesta: niegue usted a Dios y estará condenado a pasar toda su vida buscándolo, aunque sólo sea para averiguar si está en lo cierto.

—Que es exactamente su situación, padre.

—Por supuesto.

Lawler miró cubierta abajo en dirección a Gharkid, que estaba desenredando pacientemente la última remesa de algas, cortando los tallos muertos y echándolos por la borda. Estaba cantando para sí mismo una tonadilla disonante.

—Y si uno no niega ni acepta a Dios, entonces ¿qué? —preguntó Lawler—. ¿Podría uno en ese caso ser una persona verdaderamente simple?

—Supongo que sí. Pero todavía estoy por encontrar a una persona así.

—En ese caso, le sugiero que tenga una conversación con nuestro amigo Gharkid.

—Oh, ya lo he hecho —respondió el sacerdote.

Continuaba sin aparecer la lluvia. Los peces decidieron al fin ponerse al alcance de las líneas de pesca de Kinverson, pero los cielos continuaban inflexibles. El viaje ya estaba a mitad de la tercera semana, y el agua que habían cargado en Sorve estaba ya seriamente reducida. La que quedaba había comenzado a adquirir un sabor a humedad y a salitre. El racionamiento era una costumbre para todos, pero la perspectiva de pasar el resto de las ocho semanas de viaje con el agua que les quedaba en los barriles era sombría.