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Aún era demasiado pronto como para comenzar a beber de los globos oculares, la sangre y el fluido espinal de las criaturas marinas —técnicas que Kinverson había citado como practicadas por él durante largos viajes solitarios sin agua—, y la situación no era todavía lo suficientemente crítica como para sacar el equipo con el que podía destilarse agua dulce a partir de la de mar. Aquél sería el último recurso: la acumulación regular de gotas daba sólo una cantidad suficiente para momentos de desesperación.

Pero en tanto, había otras cosas que podían hacer. El pescado crudo, henchido de agua y relativamente bajo de sal, era ahora parte de la dieta diaria de todos. Lis Niklaus hacía todo lo posible para limpiarlo y cortarlo en filetes perfectos y apetitosos; pero pronto se convirtió en un régimen aburrido y que a veces provocaba náuseas. El mojarse la piel y la ropa con agua de mar era también algo útil; reducía la temperatura del cuerpo y disminuía por tanto la necesidad interna de agua. Era también la única forma de mantenerse limpio, ya que el agua dulce de a bordo era demasiado preciosa como para utilizarla en la higiene.

Varios días después, durante la tarde, el cielo se oscureció de repente y un chubasco cayó justo sobre ellos.

—¡Cubos! —gritó Delagard—. ¡Botellas, barriles, frascos, cualquier cosa! ¡Sacadlos a cubierta!

Corrieron como demonios, subiendo y bajando por las escalerillas, sacando todo aquello que pudiera contener agua, hasta que la cubierta estuvo llena de recipientes de toda clase. Luego se quitaron la ropa —hasta el último de ellos— y bailaron desnudos en la lluvia como lunáticos, mientras se lavaban las costras de sal de la piel y de las ropas.

Delagard cabriolaba sobre el puente, un fornido sátiro de pecho peludo y tan carnoso como una mujer. Con él estaba Lis, que reía, gritaba y daba saltos a su lado, con los largos cabellos rubios pegados a los hombros y los grandes pechos redondos rebotando como planetas que amenazaban con salirse de las órbitas.

El pequeño y demacrado Dag bailaba con la robusta Neyana Golghoz, que parecía bastante fuerte como para echárselo sobre los hombros. Lawler estaba saboreando el chaparrón en solitario cuando Pilya Braun se le acercó bailando, los ojos brillantes y los labios abiertos en una sonrisa fija e invitadora. Su piel olivácea estaba lustrosa y espléndida bajo la lluvia. Lawler bailó con ella durante un minuto más o menos —mientras admiraba sus muslos fuertes y la profundidad de su seno—, pero cuando los movimientos de Pilya parecieron indicar que deseaba alejarse bailando con él a algún sitio resguardado bajo la cubierta, él hizo como que no comprendía lo que ella intentaba comunicarle. Pasado un rato, ella se alejó.

Gharkid se alzaba en el puente de la grúa junto a su montón de algas. Dann Henders y Onyos Felk se habían cogido de las manos y cabriolaban cerca de la bitácora. El padre Quillan, huesudo y pálido y despojado de su hábito, parecía estar en trance con la cabeza vuelta hacia el cielo, los ojos vidriosos, los brazos abiertos, los hombros moviéndose rítmicamente. Leo Martello bailaba con Sundria y hacían una buena pareja, ambos esbeltos, ágiles, vigorosos. Lawler miró a su alrededor buscando a Kinverson, y lo localizó a proa: no bailaba en absoluto; permanecía flemáticamente de pie y desnudo, mientras dejaba que el agua corriera por su poderosa estructura.

La tormenta no duró más de quince minutos. Lis calculó más tarde que les había suministrado un aprovisionamiento de medio día de agua.

Constantemente había labores médicas para Lawler: los accidentes de a bordo, ampollas, torceduras, alguna disentería leve; ahora era una clavícula rota en el barco de Bamber Cadrell. Lawler sufría por la tensión de intentar repartirse por toda la flota. La mayoría de las cosas podía llevarlas a cabo poniéndose en cuclillas ante la incomprensible mezcla de aparatos de Dag Tharp en el Reina de Hydros, pero los huesos rotos no podían ser arreglados por radio. Para curar aquello hubo de desplazarse en un deslizador hasta el Diosa de Hydros.

Navegar en un deslizador era tarea fácil. Se trataba de un hidroplano ligero movido por la fuerza humana, tan delgado como uno de los cangrejos gigantes de patas largas que Lawler había visto alguna vez caminando delicadamente por el suelo de la bahía de Sorve: una cáscara construida con delgadísimos listones de la madera más ligera, pedales, flotadores y palas submarinas le proporcionaban ligereza y buena propulsión. Sobre la parte exterior de la cáscara crecía un revestimiento vivo de microorganismos viscosos que minimizaba el efecto de fricción.

Dann Henders acompañó a Lawler hasta el Diosa de Sorve. El deslizador fue bajado al agua por un pescante, y descendieron hasta él mediante cuerdas, a mano limpia. El frágil y pequeño vehículo se balanceaba ligeramente sobre las suaves ondas del mar; los pies de Lawler descansaban a una distancia de algunos centímetros de la superficie, en el asiento delantero de los dos que tenía el deslizador. Le pareció que sólo una fina película lo protegía del bostezante abismo; Lawler imaginó tentáculos que subían desde las profundidades, ojos grandes como fuentes que lo miraban fijamente desde las olas, plateadas fauces que se abrían para morder.

Hender se acomodó detrás.

—¿Listo, doctor? Vámonos.

Pedaleando a máxima intensidad, era suficiente como para que el deslizador iniciara el despegue. Los primeros momentos fueron duros, pero una vez alcanzada la velocidad en que las alas superiores del hidroplano salían del agua y reducían así la fricción, el par de aletas inferiores de alta velocidad —de tamaño más pequeño— conseguía desplazarlos velozmente.

Sin embargo, una vez que habían comenzado no había descanso. Igual que todas las embarcaciones ligeras, el deslizador tenía que remontar constantemente su propia ola de popa: si aflojaban el ritmo apenas un momento, la fuerza de arrastre de la ola los arrastraría hacia abajo. Afortunadamente, ningún tentáculo se deslizó hacia ellos durante la travesía, y ninguna fauce llena de dientes les mordisqueó los dedos de los pies. Cordiales cuerdas aguardaban para subirlos a bordo del Diosa de Sorve.

Nimber Tanamind era un hipocondríaco profundo cuyo problema de salud era, por una vez, genuino. Había caído una botavara y le había fracturado la clavícula izquierda, y toda la parte superior de su cuerpo rechoncho estaba hinchada y azul. También por primera vez, Nimber no protestaba en lo más mínimo. Quizá fuera a causa de la impresión, quizá del miedo, o quizá estaba demasiado aturdido por el dolor.

Estaba sentado silenciosamente, recostado contra un montón de redes y con aspecto de estar aturdido: los ojos desenfocados, los brazos temblando y los dedos realizando movimientos extraños y bruscos. Brondo Katzin y su esposa Eliyana estaban a su lado, y la esposa de Nimber —Salai— se paseaba impaciente por los alrededores.

—Nimber —dijo Lawler con cierto afecto; ambos tenían casi la misma edad—. Eres un condenado idiota, Nimber. ¿Qué te has hecho ahora?

Tanamind levantó un poco la cabeza; parecía asustado. No dijo nada, sólo se humedeció los labios. A pesar de que el día era fresco, una lustrosa línea de sudor le atravesaba la frente.

—¿Cuánto hace que ocurrió? —le preguntó a Bamber Cadrell.

—Quizá media hora —respondió el capitán.

—¿Ha estado consciente durante todo el tiempo?

—Sí.

—¿Le habéis dado algo? ¿Un calmante?

—Sólo un poco de brandy —respondió Cadrell.

—Muy bien —dijo Lawler—. Pongámonos a trabajar. Tendedlo sobre la espalda… eso es, que quede plano. ¿Hay una almohada o algo que podamos meterle debajo? Allí, sí, justo entre los hombros.