Sacó un paquetito de papel con calmante de su maletín.
—Traedme un poco de agua para diluir esto. También necesitaré unas compresas de tela, Eliyana. Más o menos así de largas, y empapadas en agua tibia…
Nimber gimió sólo una vez, cuando Lawler le echó los hombros hacia atrás para que la clavícula se flexionara y la fractura pudiera volver a encajar en su sitio. Después de eso, cerró los ojos y pareció desaparecer en meditaciones. Mientras, Lawler hacía lo que podía para reducir la inflamación e inmovilizar el brazo para evitar que la fractura volviera a abrirse.
—Dadle un poco más de brandy —dijo Lawler cuando terminó. Se volvió hacia la esposa—. Salai, a partir de ahora tú tendrás que ser el médico. Si comienza a tener fiebre, dale uno de éstos cada mañana y cada noche. Si comenzara a hinchársele ese lado de la cara, llámame. Si se queja de insensibilidad en los dedos, házmelo saber también. Cualquier otra molestia que pueda tener probablemente no será importante —miró a Cadrell—. Bamber, tomaré un poco de ese brandy.
—¿Va todo bien por vuestro barco, muchachos? —le preguntó Cadrell.
—Aparte de la pérdida de Gospo, sí. ¿Y por aquí?
—Nos las estamos arreglando bien.
—Eso es una buena noticia.
No era una conversación muy interesante, pero la reunión había sido extrañamente afectada desde el momento en que había subido a bordo. “Cómo estás doctor, me alegro de verte, bienvenido al barco” sí, pero nada parecido a un auténtico contacto profundo, ningún intercambio de las sensaciones internas ofrecidas o solicitadas. Nicko Thalheim, que salió a cubierta con un poco de retraso, sólo había sonreído y lo había saludado con un gesto de la cabeza.
Era como estar entre extraños. Aquellas gentes habían dejado de resultarle familiares en sólo unas pocas semanas. Lawler se dio cuenta de cuánto se había embebido en la vida insular de la nave capitana, y ellos en su propio microcosmos del Diosa de Sorve. Se preguntó cómo iba a ser la comunidad cuando finalmente se reconstituyera en la nueva isla.
El regreso a la nave capitana careció de incidentes. Se fue directamente a su camarote.
Siete gotas de tintura de alga insensibilizadora. No… que sean diez.
Cuando estaba junto a la barandilla por la noche, mientras escuchaba el misterioso sonido del oleaje del mar y miraba hacia la oscuridad vacía e impenetrable que se cerraba sobre ellos, los pensamientos acerca de la perdida Tierra a menudo asaltaban a Lawler. Su obsesión respecto al mundo madre parecía crecer a medida que las seis naves realizaban su travesía diaria por la vasta faz del planeta de agua. Por milésima vez intentó imaginar cómo sería cuando aun estaba viva. Las enormes islas llamadas países, gobernadas por reyes y reinas, ricos y poderosos más allá de toda comprensión. Las feroces guerras. Las armas capaces de arrasar mundos enteros. Y luego la gran migración hacia el espacio, la miríada de naves que llevaban a bordo a los ancestros de todos los seres humanos que vivían hoy desperdigados en la galaxia. De todos ellos. Todos descendían de una sola fuente, de ese pequeño mundo que había muerto.
Sundria, que aquella noche paseaba por la cubierta, apareció junto a él.
—¿Meditando otra vez sobre el destino del cosmos, doctor?
—Como siempre. Sí.
—¿Cuál es el tema de esta noche?
—La ironía. La gente de la Tierra estuvo preocupada muchos años por la posibilidad de destruir su propio planeta en una de sus horribles y febriles guerras. Pero nunca lo hicieron. Y luego su propio sol hizo el trabajo por ellos en una sola tarde.
—Gracias a Dios ya estábamos aquí fuera, colonizando las estrellas.
—Sí —dijo Lawler, dirigiendo una mirada indiferente al mar oscuro infestado de monstruos—. Qué bueno fue eso para nosotros.
Ella regresó más tarde, esa misma noche. Él no se había movido de su sitio junto a la barandilla.
—¿Todavía sigue ahí, Valben?
—Sí, aquí sigo.
Ella nunca lo había llamado antes por su nombre de pila. Le pareció raro que lo hiciera ahora, incluso inapropiado. No podía recordar cuándo había sido la última vez que alguien se había dirigido a él así.
—¿Se siente capaz de tolerar un poco de compañía?
—Claro —respondió él—. ¿No puede dormir?
—No lo he intentado —dijo ella—. Ahí abajo hay una reunión para orar, ¿lo sabía?
—No. ¿Y quiénes son los santos que toman parte en ella?
—El padre, naturalmente, Lis, Neyana, Dann y también Gharkid.
—¿Gharkid? ¿Ha salido finalmente de su concha?
—Bueno, en realidad sólo está sentado allí. El padre Quillan se encarga de todas las palabras. Les habla de lo evasivo que es Dios, de lo difícil que es para nosotros conservar la fe en un Ser Supremo que nunca nos habla, que nunca nos da ninguna prueba de que realmente existe. Qué esfuerzo tan grande es para todos tener fe, y que eso no está bien, que no debería ser un esfuerzo en absoluto, que tendríamos que ser capaces de dar un simple salto a ciegas y aceptar la existencia de Dios, pero que eso es muy difícil para la mayoría de nosotros, etcétera, etcétera. Y los otros se lo están tragando todo. Gharkid escucha y de vez en cuando asiente con la cabeza. Es un hombre extraño, ¿verdad? ¿Quiere bajar y oír lo que está diciendo el padre?
—No —dijo Lawler—. Ya he tenido el privilegio de oírlo salir en defensa del asunto, gracias.
Permanecieron uno junto al otro en silencio durante un rato. Pasado éste, Sundria dijo, a propósito de nada en absoluto:
—Valben. ¿Qué clase de nombre es Valben?
—Un nombre de la Tierra.
—No, no lo es. John, Richard, Elizabeth son nombres de la Tierra. Leo, él tiene un nombre de la Tierra. Yo nunca había oído un nombre parecido a Valben.
—¿Significa eso que no es un nombre de la Tierra, entonces?
—Yo sólo sé que sé cómo son los nombres de la Tierra, y que nunca oí el de Valben.
—Bueno, quizá entonces no sea un nombre de la Tierra. Mi padre decía que lo era. Puede que haya estado equivocado.
—Valben —dijo ella, jugando con el sonido del nombre—. Un apellido tal vez, un apellido especial. Es nuevo para mí. ¿Prefiere que lo llame Valben?
—¿Preferirlo? No. Llámeme Valben si quiere hacerlo. Unos pocos me llaman Val. Sólo unos pocos.
—Val. Me gusta más eso que “doctor”. ¿Le parece bien si lo llamo Val?
Sólo sus viejos amigos lo llamaban Val, hombres como Nicko Thalheim, Nimber Tanamind, Néstor Yáñez. No sonaba bien en los labios de ella. Pero ¿importaba eso? Podía acostumbrarse. Y al menos Val era mejor que Valben.
—Como quiera —dijo.
Otra ola de marea llegó tres días más tarde, esta vez proveniente del oeste. Fue más fuerte que la primera, pero los magnetrones no tuvieron problemas para contrarrestarla. Subida y cabalgata, descenso por el otro lado, un pequeño encontronazo al aterrizar y eso fue todo.
El tiempo atmosférico continuaba fresco y seco. Los viajeros continuaron adelante.
En las profundidades de la noche se oyó un golpe sonoro y sordo contra el casco, como si el barco hubiera chocado contra un escollo. Lawler se sentó en su cama bostezando, frotándose los ojos y preguntándose si lo había soñado. Todo permaneció en silencio durante un momento. Luego se oyó otro golpe, esta vez más fuerte. Entonces no era un sueño. Estaba todavía medio dormido, sí, pero también medio despierto. Contó un minuto, un minuto y medio. Otro golpe. Oyó cómo las tablas del casco crujían y se estremecían.
Se envolvió la zona inferior del cuerpo con algo y salió al pasillo para dirigirse a la escalerilla; todos estaban ya completamente despiertos. Habían encendido luces; la gente afluía del compartimento de babor con cara de sueño, un par de ellos aún desnudos, sin duda exactamente como habían estado durmiendo.