Выбрать главу

Lawler subió a cubierta. Los del turno de noche —Henders, Golghoz, Delagard, Niklaus y Thane—, corrían por todos lados con agitación, yendo rápidamente de uno a otro lado del barco como si siguieran los movimientos de un enemigo que los atacara por debajo.

—¡Aquí vuelven! —gritó alguien.

«Tump». Allí el impacto resultaba más fuerte —el barco parecía temblar y saltar hacia un lado—, y el sonido del casco golpeado era más seco, el claro y sobrecogedor sonido de un filo duro.

Lawler encontró a Dag Tharp cerca de la barandilla.

—¿Qué está ocurriendo?

—Mira ahí afuera y lo verás.

El mar estaba en calma. En lo alto había dos lunas, en lados opuestos del cielo, y la Cruz había comenzado su viaje nocturno hacia el alba, colgando en una posición ligeramente descentrada hacia el este. Los seis barcos de la flotilla se habían desviado de su formación habitual de tres filas y estaban ahora dispuestos en un amplio círculo.

En las aguas abiertas al centro del grupo, cerca de una docena de bandas de fosforescencia azul brillante resultaban visibles como feroces flechas luminosas; cortaban el océano apenas por debajo de la superficie. Mientras Lawler miraba perplejo, una de aquellas listas fosforescentes avanzó a una velocidad sobrecogedora, disparándose rápidamente en línea recta contra el barco que estaba a la izquierda de ellos, viajando en una perfecta ruta de colisión como una brillante aguja en la oscuridad. De alguna parte llegó un ominoso sonido metálico, cuya intensidad aumentaba de forma regular al acercarse la lista luminosa al barco.

Llegó la colisión. Lawler oyó el crujido del impacto y vio que el otro barco se escoraba ligeramente; a través del agua le llegó el sonido de gritos. La lista fosforescente se retrajo y se alejó rápidamente hasta el círculo de agua abierto en el centro.

—Son peces espolón —le dijo Tharp—. Están intentando hundirnos.

Lawler se sujetó a la barandilla y miró hacia abajo. Ahora tenía los ojos más acostumbrados a la oscuridad y podía ver claramente a los atacantes a la luz de su propia fosforescencia. Tenían el aspecto de misiles vivos, con estrechos cuerpos de diez o quince metros de longitud, impulsados por poderosas colas de doble aspa. De sus frentes sobresalía un cuerno grueso y amarillo, de unos cinco metros de largo y tan duro como un tronco de fuco, que acababa en una punta roma pero de aspecto peligroso. Nadaban a una velocidad feroz a través del espacio abierto, mediante furiosos golpes de cola. Golpeaban los flancos de los barcos con la obvia esperanza de romperlos. Luego, con una especie de insana persistencia, daban la vuelta, se alejaban y volvían a cargar con mayor ferocidad aún. Cuanto más rápido nadaban, más intensa era la luminiscencia que irradiaba de sus flancos y más fuerte era el sonido metálico y agudo que emitían.

Kinverson, que apareció procedente de un sitio indeterminado, llevaba a cuestas algo que parecía una pesada olla de hierro envuelta en fibra de algas.

—Dame una mano con esto, ¿quieres, doctor?

—¿Adonde lo llevas?

—Al puente. Es un aparato sónico.

La olla, o lo que fuera, era demasiado pesada como para que Kinverson pudiera manejarla solo. Lawler cogió una cuerda anudada que colgaba del lado que tenía más cerca. Juntos consiguieron llevarla trabajosamente más abajo de la cubierta, hasta el puente. Delagard se reunió allí con ellos y entre los tres la izaron hasta el nivel más alto.

—Jodidos peces —murmuró Kinverson—. Ya sabía yo que aparecerían antes o después.

Hubo otro golpe allá abajo. Lawler vio cómo la brillante lista de luz azul rebotaba contra el casco y huía precipitadamente en la dirección opuesta.

De todas las criaturas que el mar había enviado en su contra, aquellas cosas que se lanzaban ciegamente contra ellos le parecían a Lawler las más aterrorizadoras. Uno podía aplastar a algunas especies, esquivar otras, mantenerse alerta con respecto a cualquier red de aspecto extraño. Pero ¿cómo podía habérselas con aquellos arietes que se lanzaban contra uno desde las profundidades en medio de la noche, aquellas enormes criaturas decididas a hundirlo y capaces de hacerlo?

—¿Son lo suficientemente fuertes como para penetrar en el casco? —le preguntó a Delagard.

—Ha ocurrido antes. Jesús, ¡Jesús!

La gigantesca silueta de Kinverson, delineada por la luz de luna, se erguía muy por encima de la enorme olla que ya había instalado en el extremo delantero del puente. Había soltado el palo forrado que se hallaba atado a un lado de la olla y ahora lo cogió con ambas manos y golpeó la parte superior de la olla, parecida a un tambor. Un tronante sonido retumbó a través de las aguas.

Golpeó una y otra y otra vez.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Lawler.

—Enviando una contraseñal sónica. Los peces espolón son ciegos; todo lo hacen mediante las ondas sonoras que emiten y rebotan en sus objetivos. Gabe les está jodiendo el sentido de la orientación.

Kinverson golpeaba aquel timbal con energía y entusiasmo fenomenales. El aire estaba cargado de los tronantes sonidos que producía. ¿Podrían penetrar hasta el agua? Aparentemente, sí. Allá abajo, los peces espolón corrían de atrás para adelante más rápidamente que antes, de manera que las fugaces estelas que marcaban su recorrido estaban intrincadamente entretejidas. Pero los dibujos comenzaban a hacerse erráticos. Un espasmo caótico pareció apoderarse de los movimientos de los peces espolón a medida que Kinverson golpeaba el timbal de hierro. Realizaban embestidas disparatadas, que a veces los llevaban a hender la superficie y encumbrarse por el aire durante un momento para luego caer nuevamente haciendo saltar grandes cantidades de agua. Uno de ellos golpeó el barco, pero sólo con un débil rebote en la parte baja del casco. Los sonidos metálicos que emitían se hicieron arrítmicos y discordantes.

Kinverson hizo una pausa momentánea —como si estuviera comenzando a cansarse— y pareció que los peces espolón podrían reagruparse. Pero luego el hombre reinició los golpes con más fervor que antes, martilleando con el palo más, más y más. De pronto hubo gran agitación en el agua, y dos de los gigantescos atacantes saltaron fuera del agua en el mismo momento. A la luz de los otros, que nadaban en círculos irregulares, Lawler vio que el cuerno de uno había penetrado a través de una agalla del otro y estaba profundamente clavado en el cráneo de la víctima; y ambas criaturas, unidas de aquella forma terrible, volvieron a caer al agua y comenzaron a hundirse. Su recorrido hacia las profundidades fue señalado durante un momento por el sendero de fosforescencia que dejaban detrás de sí. Luego ya no pudo vérseles.

Kinverson le asestó al timbal los últimos tres golpes lentos, muy espaciados… buum… buum… buum… y bajó el brazo. Sonó la voz de Delagard, proveniente de la oscuridad:

—¿Dag? Dag, ¿dónde diablos estás? Comienza a llamar a toda la flota. Asegúrate de que nadie tiene vías de agua.

En el agua todo estaba oscuro y silencioso; pero cuando Lawler cerró los ojos le pareció que unas cauterizantes listas de luz azul rebotaban contra sus párpados.

La siguiente ola de marea fue la más fuerte. Mientras los barcos se balanceaban indolentemente en un mar adormilado en el que unas algas grises flotaban a la deriva y llenaban el aire con un perfume extraño y seductor, llegó hasta ellos dos días antes de lo que habían previsto —evidentemente porque Onyos Felk había hecho mal los cálculos— y golpeó con gran entusiasmo y jubilosa malevolencia los flancos de los henchidos barcos.

Lawler estaba en su camarote, reorganizando su inventario de medicamentos. Al principio pensó que habían regresado los peces espolón, por lo fuerte que fue el impacto. Pero aquello no se parecía en nada al golpe de un pez espolón, concentrado en un solo punto: se parecía más a la bofetada de una mano gigante, golpeando el casco y haciendo retroceder a la nave en su ruta.