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Sintió un tirón provocado por el arranque del magnetrón y esperó la llegada de la sensación de ser levantado por el aire, el repentino silencio que significaba que se hallaban sobre el campo de desplazamiento por encima de las iracundas aguas. Pero el silencio no llegó, y Lawler tuvo que sujetarse rápidamente del costado de la cama cuando el barco escoró en un ángulo sobrecogedoramente pronunciado que lo arrojó contra el tabique del camarote. De los estantes volaron cosas con un breve zumbido y dieron en el suelo yendo a amontonarse en una revuelta pila al otro lado del camarote.

¿Qué es esto? ¿La Ola, finalmente? ¿Serían capaces de resistirla?

Se agarró fuertemente y esperó. El barco descendió, cayó produciendo un choque colosal en la concavidad que la ola formaba en su parte trasera y se escoró hacia el otro lado, enviando a través de la cabina, a ras del suelo, los objetos que habían caído de los estantes. Luego se enderezó. Todo quedó inmóvil. Recogió el dios egipcio y el trozo de cerámica griego y los volvió a poner en el sitio que antes ocupaban.

¿Más? ¿Otro golpe? No. Quietud y estabilidad. ¿Nos estamos hundiendo, entonces?

Aparentemente, no. Lawler salió con cautela del camarote y escuchó atentamente. Delagard estaba chillando algo. Todo iba bien, se dijo. Había sido un golpe duro, pero todo estaba bien.

Sin embargo, la fuerza de aquella poderosa ola los había arrastrado consigo y los había desviado de la ruta, apartándolos medio día de camino hacia el este. Pero los seis barcos habían sido milagrosamente arrastrados como una sola unidad. Allí estaban, fuera de formación pero aún a la vista los unos de los otros, navegando sobre el mar ahora calmo. Llevó una hora reasumir la formación, y seis horas más volver a alcanzar la posición que tenían cuando la ola los golpeó. No estaba demasiado mal, realmente.

Continuaron adelante.

5

La clavícula de Nimber Tanamind parecía estar soldándose bien. Lawler no volvió al Diosa de Sorve para examinarlo porque nada de lo que le decía Salai indicaba que se presentara complicación alguna por el momento. Lawler le explicó cómo debía cambiar las vendas y qué buscar en las inmediaciones de la fractura.

Martín Yáñez llamó desde el Tres Lunas para decir que el viejo Sweyner —el soplador de vidrio— había recibido en la cara el golpe de un pez bruja volador y ahora tenía el cuello tan dolorido que no podía sostener la cabeza. Lawler le dijo a Yáñez qué debía hacer al respecto.

Del barco de las hermanas, el Cruz de Hydros, llegó una rara consulta: la hermana Boda sentía agudos dolores en el pecho izquierdo. No tenía sentido ir a visitarla; sabía que no era probable que le permitieran examinarla. Lawler les sugirió analgésicos y les pidió que volvieran a llamarlo después de pasado el siguiente período menstrual de la hermana Boda. Eso fue lo último que supo del asunto.

Una de las tripulantes del Estrella del Mar Negro se cayó de la arboladura, dislocándose un brazo; Lawler guió a Poilin Stayvol paso a paso a través del proceso necesario para volver a colocárselo en su sitio. Alguien del So/ Dorado estaba vomitando bilis negra; luego se supo que había estado haciendo experimentos gastronómicos con caviar de pez flecha. Lawler aconsejó una dieta más cautelosa. Alguien del Diosa de Sorve se quejó de pesadillas recurrentes; le sugirió una copita de brandy antes de irse a dormir. Para Lawler, el trabajo seguía como siempre.

El padre Quillan observó —quizá con algo de envidia— que tenía que resultarle gratificante el hecho de que lo necesitaran de aquella manera, el ser tan esencial para la vida de la comunidad, el ser capaz de curar a los que sufrían, a menudo con éxito.

—¿Gratificante? Supongo que sí. De hecho, nunca me he molestado en pensar demasiado en eso. Simplemente es mi trabajo.

Y así era. Pero Lawler se dio cuenta de que había algo de verdad en ello. Su poder sobre la isla de Sorve había sido casi divino, o al menos sacerdotal. ¿Qué significaba, después de todo, el haber sido doctor allí durante veinticinco años? Pues que había tenido los cojones de todos los hombres en sus manos en uno u otro momento, que había metido el brazo por el coño de todas las mujeres, que todos los habitantes de Sorve de menos de veinticinco años eran personas que él había traido al mundo y levantado en el aire, ensangrentados y pataleando, y a las que les había dado la primera palmada en el culo. Todo aquello tendía a crear ciertos vínculos. Le confería al médico un cierto derecho sobre ellos, y a ellos sobre él. No era extraño que la gente de todas partes reverenciara a su médico, pensó Lawler. Para ellos, él es el Sanador. El Doctor. El Mago. El que los protege, el que les da consuelo y calma sus dolores.

Había sido así desde la época de los habitantes de las cavernas, allá en la pobre y perdida Tierra. Él era sólo el más reciente eslabón de una larga, larga cadena, y, a diferencia del impotente padre Quillan y otros de su profesión —cuya ingrata tarea era la de ofrecer las bendiciones de un dios invisible—, estaba en una posición que a veces le permitía entregar beneficios tangibles. Por lo tanto, él era una figura poderosa de la comunidad en virtud de su vocación: el hombre con el poder de la vida y la muerte, respetado y necesario —y probablemente temido—, y se suponía que aquello debía resultar gratificante. Muy bien, se sentía gratificado, pero no conseguía ver qué gran diferencia representaba eso.

Ahora estaban en el mar Verde, en el que densas colonias de hermosas plantas acuáticas hacían casi imposible el avance de los barcos. Las plantas eran suculentas, con gruesas y lustrosas hojas en forma de cuchara que salían de un fino tronco central de color marrón; portaban un tallo floral coronado por órganos reproductores de brillantes colores amarillo y púrpura. Unas vejigas llenas de aire mantenían las plantas a flote. Raíces ligeras como plumas se enroscaban como tentáculos por debajo de la superficie, enredadas entre sí en oscuras matas. Las plantas estaban tan estrechamente entretejidas unas con otras debajo del agua, que formaban lo que virtualmente era una alfombra ininterrumpida cubriendo el mar.

Los barcos irrumpieron con la quilla entre ellas y se detuvieron totalmente. Kinverson y Neyana Golghoz salieron en el deslizador armados con machetes para abrir una senda.

—Es inútil —sentenció Gharkid, que no le hablaba a nadie en particular—. Yo conozco estas plantas. Cuando uno las corta, cada una se convierte en cinco nuevas.

Gharkid tenía razón. Kinverson cortaba las plantas con fuerza y energía mientras Neyana hacía avanzar el deslizador pedaleando con un esfuerzo tremendo, pero no conseguía abrir claro alguno. Era imposible que un solo hombre, no importaba lo fuerte que fuese, pudiera abrir una senda lo suficientemente grande como para hacer un auténtico canal por el que pasaran los barcos. Los trozos rotos de cada planta adquirían inmediatamente vida independiente; uno casi podía verlos cómo volvían a crecer, sellando la zona cercenada, echando raíces nuevas, generando cucharas lustrosas y lentamente sus flores.

—Echaré una mirada a mis reservas de medicamentos —dijo Lawler—. Puede que tengamos algo con lo que rociarlas y que no les guste.

Bajó a la bodega de carga. Lo que tenía en mente era un frasco alto de aceite negro y viscoso; se lo había enviado hacía mucho tiempo su colega el doctor Nikitin desde la isla de Salimil, a cambio de un favor que él le había hecho. Supuestamente, el aceite del doctor Nikitin era útil para matar flores de fuego, una desagradable planta urticante que ocasionalmente causaba problemas a los nadadores humanos, aunque a los gillies no parecía molestarles. Lawler nunca había tenido necesidad de utilizar aquel aceite, porque la última vez que la bahía de Sorve había estado infestada de flores de fuego había sido cuando él era aún un muchacho. Era lo único de su colección de drogas, medicinas, ungüentos y pociones que estaba destinado a causar daños a algunas formas de vida vegetal. Quizá resultara eficaz contra aquellas que acababan de salirles al paso; no veía nada malo en intentarlo.