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Las instrucciones de la etiqueta, escritas apretadamente con la letra meticulosa del doctor Nikitin, decían que una concentración de una parte de aceite por mil de agua era suficiente para limpiar una hectárea de flores de fuego. Lawler lo mezcló en una concentración de una por cien y se hizo suspender encima del agua mediante el cabrestante para rociarlo sobre las plantas que rodeaban la proa del Reina de Hydros.

Las plantas parecieron indiferentes al producto. Pero cuando el aceite diluido se escurrió a través de la apretada vegetación y se diseminó por el agua que las rodeaba, comenzó una conmoción bajo el agua que pronto se convirtió en un auténtico alboroto. De las profundidades surgieron peces, miles de ellos, millones, pequeñas criaturas de pesadilla con enormes mandíbulas abiertas, viscosos cuerpos serpentinos, colas que se movían con furia. Una colonia de ellos debía de haber estado anidando debajo de las plantas y ahora todos subían a la superficie como si se hubieran puesto de acuerdo. Se abrieron paso a través de las madejas de raíces y entraron en un frenesí de apareamiento en la superficie. El aceite del doctor Nikitin, a pesar de ser inofensivo para aquellas plantas, parecía tener un potente efecto afrodisíaco en las criaturas que vivían debajo de ellas.

La enloquecida lucha de aquel enorme número de pequeñas criaturas serpentinas provocó una turbulencia tal en el mar que la apretada capa de plantas entrelazadas se rompió y los barcos pudieron navegar a través de los canales que iban abriéndose. Al cabo de un rato ya habían superado la zona de congestión y avanzaban libremente por el mar abierto.

—Qué hijo de puta tan listo eres, doctor —dijo Delagard.

—Sí. Lo único que ocurre es que yo no sabía qué pasaría.

—¿Ah, no?

—Ni por asomo. Sólo estaba tratando de envenenar a esas plantas. No tenía ni idea de que los peces estaban debajo de ellas. Ahora puedes ver cómo se hacen muchos de los maravillosos descubrimientos científicos.

—¿Y cómo se hacen? —preguntó Delagard frunciendo el entrecejo.

—Por accidente.

—Ah, sí —dijo el padre Quillan.

Lawler advirtió que el sacerdote estaba en su modalidad cínico-descreída. Con una burlona entonación muy solemne, Quillan exclamó:

—Los caminos del Señor son inescrutables.

—Es cierto —repuso Lawler—. Así son.

Un par de días después de haber pasado la zona de las plantas acuáticas, el mar se hizo somero durante algún tiempo —apenas más profundo que la bahía de Sorve— y con aguas totalmente transparentes. En el fondo de arena blanca, que parecía estar tan cerca que uno creía poder tocarlo, crecían bancos de corales gigantescos y retorcidos: algunos verdes, otros de color ocre, muchos de apagadas tonalidades de azul oscuro, prácticamente negro. Los verdes crecían en forma de fantásticas agujas barrocas, los azules en forma de paraguas y largos brazos gruesos, y los de color ocre eran grandes cuernos aplastados y resplandecientes que se ramificaban interminablemente. También había un enorme coral escarlata que crecía en masas globulares aisladas; se destacaban vívidamente contra la arena blanca y tenían la forma intrincada y arrugada de los cerebros humanos.

En algunos lugares, el coral había crecido de forma tan exuberante que salía fuera del agua. Pequeñas ondas coronadas de espuma lamían sus contornos. Las partes que llevaban mucho tiempo expuestas al aire estaban muertas, desteñidas en tonalidades blancuzcas por la fuerza del sol, y debajo de ellas había otra capa de coral moribundo que estaba adoptando un color marrón apagado.

—Es el principio de la tierra firme en Hydros —observó el padre Quillan—. Si el nivel del fondo del mar cambia sólo ligeramente, todo este coral saldrá fuera del agua. Luego se descompondrá en suelo fértil, y las plantas aéreas productoras de semillas evolucionarán y crecerán rápidamente, y todo habrá comenzado. Primero las islas naturales; luego el fondo marino se elevará un poco más y tendremos los continentes.

—¿Y cuánto tiempo cree que pasará antes de que eso ocurra? —preguntó Delagard.

Quillan se encogió de hombros.

—¿Treinta millones de años? Cuarenta, tal vez. O quizá mucho más que eso.

—¡Gracias a Dios! —bramó Delagard—. ¡En ese caso no tendremos que preocuparnos de ello durante algún tiempo!

De lo que sí tenían que preocuparse, sin embargo, era de aquel mar de corales. Las puntas de coral ocre, las que tenían forma de cuernos, parecían tan afiladas como navajas. Había sitios en que los bordes superiores estaban apenas unos metros más abajo que la quilla; podía haber otras zonas en las que se elevaran más. Un barco que pasara rozando una de aquellas puntas podría abrirse de proa a popa.

Así pues, era necesario avanzar con cautela, buscando canales seguros entre los arrecifes. Y por primera vez desde que habían salido de Sorve, no podían realizar navegación nocturna. Durante el día, cuando el sol era un faro dibujando líneas destellantes en las trémulas arenas blancas del fondo del mar, los viajeros trazaban una cuidadosa y ondulante senda entre los afloramientos, mientras miraban asombrados los increíblemente numerosos cardúmenes de peces dorados que se apiñaban alrededor de los corales, dedicándose a sus asuntos silenciosa y velozmente, Grandes hordas de ellos recorrían los pasillos mientras se alimentaban de la rica vida microscópica de los arrecifes.

Durante la noche, los seis barcos anclaban muy cerca unos de otros en algún sector seguro y esperaban el alba; todos salían a cubierta entonces y se inclinaban sobre la borda para llamar a los amigos que tenían en otros barcos, e incluso sostener conversaciones a gritos. Era el primer contacto real que la mayoría de ellos tenía desde que había comenzado aquella aventura.

El espectáculo nocturno era aún más deslumbrador que el diurno. Bajo la fría luz de la Cruz y las tres lunas, con Alborada que añadía su propia iluminación, las criaturas del coral despertaban a la vida y emergían a través de un billón de cavernas diminutas abiertas en los arrecifes: eran largos flagelos, de color escarlata unos, rosa sutil otros, amarillo sulfuroso los de aquella clase de coral, de color verde amarillento pálido en aquel otro de tonalidad aguamarina, todos desenroscándose y extendiéndose hacia el exterior, todos azotando frenéticamente el agua para cosechar cualquier ser diminuto que estuviera suspendido en ella.

De la parte inferior de los arrecifes salían maravillosas criaturas serpentinas, todas ojos, dientes y brillantes escamas, que emanaban una luminiscencia verde palpitante y se deslizaban diligentemente por el fondo, dejando a su paso las elegantes huellas de sus vientres contra la arena; y de una miríada de cavernas oscuras salieron los que parecían ser los reyes del arrecife: unas criaturas octopoides hinchadas, con cuerpos rechonchos y abolsados de aspecto fértil y largos tentáculos que se retorcían y enroscaban e irradiaban una maravillosa luz palpitante blanca azulada. Durante la noche, cada banco de coral se convertía en el trono de uno de aquellos grandes octópodos: se sentaban, brillando vanidosamente, supervisando silenciosamente sus imperios con destellantes ojos de color verde amarillento cuyo diámetro era mayor que la mano de un hombre abierta. No se podía escapar a la mirada de aquellos ojos cuando uno se inclinaba por encima de la borda para observar el maravilloso mundo que se desarrollaba abajo. Lo miraban a uno fijamente y llenos de confianza, con complacencia, sin revelar curiosidad ni miedo. Lo que aquellos ojos parecían estar diciendo era: «Nosotros somos los amos de este lugar, y tú no eres en absoluto importante. Ven, nada hasta nosotros y deja que hagamos buen uso de ti». Y los afilados picos amarillos se abrían de forma sugerente. «Ven a nosotros». Eran una tentación.