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Con el amanecer, los octópodos del coral comenzaban a marcharse; se hacían más y más escasos y finalmente desaparecían por completo. El fondo del mar continuaba a poca profundidad y arenoso durante algún tiempo más; luego, abruptamente, la brillante arena blanca ya no podía ser vista y el agua color turquesa, que había sido tan transparente y serena, se convertía una vez más en el azul opaco de las aguas profundas, salpicado de olas ligeramente violentas.

Lawler comenzaba a sentirse como si aquel viaje no fuera a acabar nunca. El barco se había convertido no sólo en su isla, sino en la totalidad de su mundo; simplemente continuaría a bordo de él para siempre. Los otros barcos navegaban junto al suyo como planetas vecinos en el vacío del espacio.

Lo más extraño era que no le encontraba nada malo a aquello. Ahora estaba plenamente integrado al ritmo del viaje. Había aprendido a disfrutar del constante balanceo del barco, a aceptar las pequeñas privaciones, e incluso a saborear las ocasionales visitas de los monstruos. Se había instalado. Se había adaptado. ¿Estaría madurando? ¿O era quizá que se había convertido en un asceta que no necesitaba realmente nada, al que no le preocupaban las comodidades transitorias? Podía ser. Tomó nota mental de interrogar al respecto al padre Quillan cuando tuviera oportunidad.

Dann Henders se había herido un brazo con el arpón, cuando ayudaba a Kinverson a subir a bordo un pez del tamaño de un hombre que se debatía; Lawler, que había agotado su provisión de vendas, bajó a la bodega de carga para sacar algunas de la reserva. Desde aquel día en que había encontrado a Kinverson y Sundria, se sentía incómodo al bajar allí. Daba por descontado que continuaban durmiendo juntos, y la última cosa que deseaba era tropezarse con ellos otra vez; pero en aquel preciso momento Kinverson estaba en cubierta, ocupado en destripar el pez.

Lawler estuvo revolviendo durante un rato en la oscura y húmeda bodega, emplazada en el centro del barco. Luego se volvió para regresar y prácticamente chocó con Sundria Thane, que venía en su dirección por el mismo pasillo estrecho y mal iluminado. Ella pareció tan sorprendida de encontrarlo allí como él de verla, y su sorpresa era aparentemente genuina.

—¿Val? —dijo ella.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente y dio un paso rápido y torpe hacia atrás, justo a tiempo para evitar el choque; pero el barco se sacudió violentamente y la arrojó hacia adelante, hacia los brazos de él.

Tenía que tratarse de un accidente; ella nunca hubiera hecho algo tan descarado. Lawler se recostó contra un montón de cajas de embalaje, dejó caer el paquete de vendas y la cogió en el momento en que llegaba, girando como una muñeca rechazada que alguna niña petulante hubiera arrojado lejos de sí. Él la sujetó y volvió a equilibrarla. Luego el barco comenzó a inclinarse hacia el lado contrario y la abrazó más estrechamente para evitar que fuera arrojada contra la pared opuesta. Permanecieron nariz con nariz, ojos con ojos, riendo a carcajadas.

Luego el barco se enderezó y Lawler advirtió que aún la tenía abrazada, y que eso le gustaba. Pues peor para su declarado ascetismo, qué demonios. Qué demonios, realmente.

Sus labios se acercaron a los de ella, o quizá fueron los de ella hacia los suyos; posteriormente nunca se sintió seguro de cuál de las dos cosas había ocurrido en realidad. El beso fue largo, activo e interesante. Después de eso, a pesar de que los movimientos del barco se habían hecho mucho menos bruscos, no había realmente ninguna razón para soltarla. Las manos de él se movían, una acariciando su cintura y la otra descendiendo hasta sus musculosas y firmes nalgas, y la estrechó aún más contra su cuerpo o ella se pegó más a él; tampoco eso estuvo muy claro.

Lawler vestía sólo una tela amarilla enrollada a la altura de la cintura. Sundria tenía envuelto el cuerpo con una tela gris y ligera, hasta las caderas. Resultó muy fácil desenrollar y desenvolver. Todo estaba ocurriendo de una manera simple, metódica y predecible, aunque no era en absoluto aburrido por ser predecible. Tenía la clara, crepitante y lúcida inevitabilidad, y los misterios infinitamente prometedores de un sueño.

Lawler exploró su piel en medio de ensoñaciones; era suave y cálida. En medio de ensoñaciones, Sundria pasó los dedos por su nuca. En sueños, él desplazó la mano derecha a la parte delantera de Sundria, la bajó por entre los cuerpos estrechamente apretados uno contra otro, pasó por el valle entre los pechos pequeños y firmes —donde había apoyado su estetoscopio varios cientos de años antes— y descendió por su vientre plano hacia la zona en la que se unían sus muslos. La tocó. Estaba húmeda. Ella comenzó entonces a apoderarse del mando empujándolo hacia atrás, no de una manera hostil, sino sólo aparentemente intentando conducirlo hasta un lugar entre las cajas en el que pudieran tenderse. Pasado un momento, él lo comprendió.

Era un lugar estrecho y abarrotado y ambos tenían las piernas largas, pero de alguna manera consiguieron manejar la situación sin haberla ensayado. Ninguno de los dos dijo palabra. Sundria era vivaz, activa y rápida. Lawler era vigoroso y vehemente. Sólo les llevó un instante sincronizar sus ritmos; luego la navegación fue suave hasta el final. En algún momento, en medio de todo aquello, Lawler se sorprendió a sí mismo pensando en cuándo lo había hecho por última vez, y se dictó a sí mismo un furibundo memorando para ordenarse devolverle la atención a quien le pertenecía.

Después permanecieron tendidos y riendo en un sudoroso montón, con las piernas aún entrelazadas de una forma tan complicada que podría haber constituido un desafío para los octópodos de los arrecifes de coral si hubieran intentado emularla. Lawler sintió que no era el momento adecuado para decir algo sentimental o romántico, pero finalmente tendría que decir algo.

—No me seguiste hasta aquí, ¿verdad? —comentó Lawler, rompiendo un largo silencio.

Ella lo miró con sorpresa y diversión mezcladas en los ojos.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—¿Y yo qué sé?

—Bajé a buscar unas herramientas para arreglar cuerdas. No sabía que estuvieras aquí. Luego el barco se puso a dar botes y me encontré entre tus brazos.

—Sí. No lo lamentas, ¿verdad?

—No —respondió ella—. ¿Por qué iba a lamentarlo? ¿Y tú?

—En absoluto.

—Bien —dijo ella—. Podríamos haber hecho esto hace mucho tiempo, ¿sabes?

—¿Tú crees?

—Por supuesto que sí. ¿Por qué has esperado tanto?

Él la estudió a la débil luz de la vela. Sus frescos ojos grises tenían un destello divertido, decididamente divertido, pero no vio burla en ellos. Aun así, le pareció que se tomaba aquello con más ligereza que él.

—Yo podría preguntarte lo mismo a ti —declaró él.

—Tienes razón.

Luego, pasado un momento, dijo:

—Yo te di algunas oportunidades. Tuviste buen cuidado de no aprovecharlas.

—Ya lo sé.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Es una larga historia —respondió él—. Y también muy aburrida. ¿Importa, acaso?

—No realmente.

—Bien.

Cayeron en otro hechizo de silencio.

Pasado un corto lapso de tiempo, a él se le ocurrió que podría ser una buena idea la de volver a hacer el amor, y comenzó a acariciarle despreocupadamente un brazo y un muslo mientras yacían entrelazados sobre el suelo de la bodega. Detectó ligeros estremecimientos de respuesta, pero con un notable despliegue de control y tacto, ella consiguió interrumpir el proceso antes de que llegara demasiado lejos y se soltó suavemente de sus brazos.