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—Más tarde —dijo Sundria de manera cordial—. Realmente tenía una razón para bajar aquí, ¿sabes?

Se puso de pie, volvió a envolverse con la tela, le dedicó una mirada fresca y un guiño y desapareció en la sala de almacenaje de popa.

Lawler estaba asombrado de la imperturbabilidad de aquella mujer. Ciertamente, no tenía derecho a esperar que fuera para ella tan intenso como lo había sido para él después de su largo período de autoimpuesto celibato. Había parecido acoger la situación de buena gana; definitivamente parecía haberle gustado. Pero, de todas formas, ¿sería para ella tan sólo una aventura casual, un mero encuentro fortuito producido por las sacudidas del barco? Así parecía.

Una bochornosa tarde, el padre Quillan decidió convertir a Natim Gharkid en católico. Al menos, eso era lo que parecían estar haciendo, con gran intensidad, cuando Lawler pasó junto a ellos y los miró desde lo alto del puente. El sacerdote, sudoroso e inflamado, le estaba ofreciendo al hombrecillo de piel marrón una voluble verborrea conceptual; y Gharkid lo escuchaba atentamente con su habitual modo impasible.

—El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —decía Quillan— son un solo Dios, pero una triple entidad.

Gharkid asentía solemnemente. Lawler, inadvertido, parpadeó ante aquel extraño término de «Espíritu Santo». ¿Qué podía ser aquello? Pero Quillan había continuado su discurso. Ahora estaba hablando de algo llamado «Inmaculada Concepción». La atención de Lawler se apartó de ellos al alejarse, pero cuando volvió por el mismo camino quince minutos después, Quillan continuaba en lo suyo, y hablaba ahora de la redención, la renovación, la esencia y la existencia, del significado del pecado y de cómo podía existir en una criatura que era imagen de Dios, y por qué había sido necesario enviar un Salvador al mundo que expiara con su muerte los pecados de la Humanidad.

Algunas de aquellas cosas tenían sentido para Lawler, otras le parecían la palabrería más descabellada; y pasado un rato la proporción de palabrería le pareció tan alta, que se sintió molesto por la intensa dedicación de Quillan a un credo tan absurdo. El sacerdote le parecía demasiado inteligente como para concederles credibilidad alguna a esas nociones: un dios que primero creó un mundo poblado por versiones imperfectas de sí mismo y luego tuvo que enviar un aspecto de sí mismo para redimirlo de sus imperfecciones inherentes mediante el acto de dejarse matar. Y lo airaba el pensar que Quillan, después de guardarse para sí durante tanto tiempo su religión, estuviera ahora ensañándose sobre el impotente Gharkid para hacer de él su primer converso.

Más tarde, Lawler se acercó a Gharkid y le dijo:

—No debe prestar atención alguna a las cosas que le estaba diciendo el padre Quillan. Odiaría verlo caer a usted en esa hacina de tonterías.

En los inescrutables ojos de Gharkid apareció momentáneamente un destello de sorpresa.

—¿Cree usted que yo estoy cayendo?

—Así lo parece.

Gharkid rió suavemente.

—Ah, ese hombre no entiende nada —aseguró, para luego marcharse.

Más tarde, aquel mismo día, Quillan buscó a Lawler.

—Le agradecería —dijo con enfado— que evitara dar sus opiniones acerca de las cosas que oye en las conversaciones que escucha a hurtadillas. ¿De acuerdo, doctor?

Lawler enrojeció.

—¿A qué se refiere?

—Sabe muy bien a qué me refiero.

—Ah. Ya lo supongo.

—Si tiene algo que agregar a la conversación, venga a sentarse con Gharkid y conmigo y lo escucharemos, pero no me ataque a mis espaldas.

—Lo siento.

Quillan le dirigió una larga mirada glacial.

—¿Lo siente?

—¿Cree usted que es juego limpio imponerle sus creencias a un simple como Gharkid? —preguntó Lawler.

—Ya hemos hablado de eso antes. Él es menos simple de lo que usted cree.

—Quizá sea así —dijo Lawler—. Me dijo que no se sentía muy impresionado por sus dogmas.

—Y así es. Pero al menos los escucha con una mente abierta, mientras que usted…

—De acuerdo —lo interrumpió Lawler—. Yo soy por naturaleza agnóstico; no puedo evitarlo. Continúe adelante y convierta a Gharkid en un católico. A mí no me importa realmente. Conviértalo en un católico incluso mejor que usted; eso no será demasiado difícil. ¿Por qué iba a importarme, después de todo? Ya he dicho que lamentaba haberme entrometido, y es verdad. ¿Aceptará usted mis disculpas?

—Por supuesto —respondió Quillan, pasado un momento.

Pero la atmósfera continuó tirante entre ellos durante algún tiempo. Lawler tuvo buen cuidado de mantenerse alejado cuando veía juntos al sacerdote y a Gharkid; sin embargo, resultaba evidente que Gharkid no conseguía encontrarles más sentido que Lawler a las enseñanzas de Quillan. Los diálogos con el sacerdote cesaron finalmente, cosa que a Lawler le agradó más de lo que hubiera esperado.

Apareció a la vista una isla. Era la primera que veían en todo el viaje, a menos que se tome en cuenta la que estaban construyendo los gillies. Dag Tharp llamó por radio a los posibles pobladores humanos, pero no recibió ninguna respuesta.

—¿Serán insociables, o es una isla exclusivamente de gillies? —le preguntó Lawler a Delagard.

—Gillies —respondió Delagard—. Allí no hay nada más que jodidos gillies. Créeme, no es una de las nuestras.

Tres días más tarde avistaron otra; con forma de luna creciente, yacía como un animal durmiente en el horizonte septentrional. Lawler cogió el catalejo del timonel y creyó ver señales de asentamiento humano en el extremo oriental de la isla. Tharp comenzó a caminar hacia la cabina de radio, pero Delagard le dijo que no se molestara.

—¿También ésa es una isla gillie? —preguntó Lawler.

—No, pero no tiene sentido llamar. No vamos a hacerles una visita.

—Quizá nos dejarían cargar un poco de agua. Está comenzando a escasear seriamente.

—No —dijo Delagard—. Esa isla es Thetopal. Mis barcos no tienen derecho de desembarco en Thetopal. No me llevo nada bien con los thetopalíes: no nos darían ni un cubo de meados rancios.

—¿Thetopal? —preguntó Onyos Felk con aspecto de perplejidad—. ¿Estás seguro?

—Seguro que estoy seguro. ¿Qué otra isla podría ser? Ésa es Thetopal.

—Thetopal —dijo Felk—. De acuerdo entonces. Es Thetopal, si tú lo dices, Nid…

Una vez que dejaron atrás Thetopal, el mar volvió a aparecer vacío de islas.

No se veía más que agua en todas direcciones. Era como viajar por un universo vacío. Lawler calculó que a aquellas alturas estaban ya a medio camino de Grayvard, aunque era sólo conjetura. Seguramente llevaban ya un mínimo de cuatro semanas en el mar, pero el aislamiento del barco y las rutinas diarias hacían que le resultara difícil desarrollar un sentido claro del transcurrir del tiempo.

Durante tres días la flota fue azotada por un viento fuerte y frío; provenía del norte y agitó la ira y furia del mar alrededor de ellos. El primer signo fue una abrupta transformación de la atmósfera, que en la zona del coral había sido suave y de una temperatura casi tropical. De pronto, el aire se hizo claro y seco y el cielo se curvó muy en lo alto, vibrante y pálido como una inmensa cúpula metálica. Lawler, que era algo así como un meteorólogo aficionado, se sintió inquieto por aquel fenómeno. Le transmitió sus temores a Delagard, quien se los tomó en serio y dio la orden de listonar. Un poco más tarde se oyó un retumbar prolongado: el tronar que anunciaba la llegada de los primeros vientos fuertes. Luego llegaron los vientos, cortas ráfagas rápidas y nerviosas de aire helado que lamían y agitaban el mar revolviendo las aguas como con una mano de almirez. Con ellos llegaron ruidosas precipitaciones de granizo seco, escasas y dispersas, pero nada de lluvia.