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—Aún están por venir los peores —dijo Delagard.

Estaba constantemente en cubierta mientras el tiempo empeoraba, y apenas se tomaba algún rato libre para dormir. El padre Quillan se hallaba a menudo a su lado, ambos como compinches, hombro con hombro mirando al viento. Lawler los veía hablar, señalar, menear la cabeza. ¿Qué podían tener para decirse el uno al otro aquellos dos tipos, el hombre basto y estridente de apetitos primitivos, y el sacerdote austero y melancólico, cazador de Dios? Sin embargo allí estaban, en la cabina del timonel, al lado de la bitácora, en el alcázar. ¿Es que Quillan estaba ahora intentando convertir a Delagard? ¿O buscarían alejar la tormenta con rezos?

A pesar de los rezos, la tormenta llegó. El mar se convirtió en una devastada planicie de aguas rotas. Unas gotas tan finas como humo blanco llenaban el aire. El viento en su plenitud golpeaba con la fuerza de una maza gigantesca, pasando a una velocidad asombrosa por sus oídos y dejando un clamor resonante detrás. Redujeron el velamen, pero las cuerdas igualmente se soltaron y quedaron ondeando de un lado a otro.

Todos los tripulantes útiles estaban en cubierta. Martello, Kinverson y Henders se desplazaban precariamente por la arboladura, atados con cuerdas para evitar ser arrojados al mar. Los demás tiraban de las vergas, mientras Delagard gritaba órdenes furiosamente. Lawler trabajaba junto al resto; ya no había franquicias de médico para él, no en una tormenta como aquélla.

El cielo estaba negro, y el mar más negro aún, excepto en los sitios en los que estaba cubierto de espuma blanca o cuando se levantaba junto a ellos una ola gigantesca, como una enorme muralla de cristal verde. La nave se metía directamente en ella, hendiéndola por la base en lugar de remontarla como debería hacer, metiéndose de cabeza en su liso y oscuro seno, rodando cuando alguna ola grande retrocedía por sotavento con un terrible sonido de absorción y volvía a chocar con ellos enviando cataratas de agua a la cubierta.

Los magnetrones eran inútiles ante aquello. Los vientos venían de direcciones contrarias, colisionaban y los rodeaban con aguas ingobernables que azotaban por todas partes; no había forma de elevarse por encima de aquel caos. Lo habían sujetado todo y llevado bajo cubierta las cosas que habían podido, pero si las tremendas olas encontraban algo que se habían dejado olvidado —un cubo, una herramienta, un arpón, un barril de agua— lo arrastraban a saltos y encontronazos de un lado a otro de la cubierta hasta que desaparecía en el mar.

La proa del barco se sumergía, salía a flote y volvía a sumergirse. Alguien vomitaba, alguien gritaba. Lawler atisbo la silueta de otro de los barcos —no sabía de cuál se trataba porque no tenía izada la bandera— muy cerca de ellos, atrapado en un oscilante torbellino, ahora elevándose por encima de ellos como si planeara venir a estrellarse encima de la cubierta, cayendo a plomo después y desapareciendo de la vista como tragado hasta las profundidades mismas.

—¡Los mástiles! —chilló alguien—. ¡Van a ser arrancados! ¡Bajad de ahí! ¡Bajad de ahí!

Pero los mástiles se mantuvieron firmes, aunque pareció realmente que serían desencajados y arrojados al mar. La vibración que producían hacía estremecer a todo el barco. Lawler se encontró a sí mismo abrazado a alguien —era Pilya—, y cuando Lis Niklaus bajó por la cubierta deslizándose a favor del viento, ambos la agarraron y la izaron como un pez en el anzuelo. Lawler imaginaba que comenzaría una lluvia torrencial, y le molestaba el hecho de que en aquel delirio de viento no tendrían posibilidad de sacar recipientes para recoger agua dulce. Pero los vientos continuaban siendo secos y cargados de electricidad.

En un momento dado miró por encima de la barandilla, y junto a la ligera espuma del mar vio que el océano estaba lleno de destellantes ojillos que los miraban fijamente. ¿Fantasía? ¿Alucinaciones? No lo creía así. Eran cabezas de drakkens, un ejército de aquellas cosas, una legión de ellos con sus largos hocicos de aspecto maligno asomando por todas partes. Una miríada de afilados dientes que aguardaban el momento en que el Reina de Hydros volcase y sus trece ocupantes cayeran de cabeza al agua.

El viento sopló, pero el barco aguantaba. Perdieron la noción del tiempo. No había noche, no había día; sólo estaba el viento. Más tarde, Onyos Felk calculó que había estado soplando durante tres días. Quizá tuviera razón. Todo acabó tan rápidamente como había comenzado: los vientos negros se transformaron en un soplo claro y brillante que destellaba y cortaba como un cuchillo, y luego la tormenta cesó en un momento —como si le hubieran dado una orden— y la calma volvió con un impacto muy parecido a un choque.

Aturdido por aquella extraña y nueva tranquilidad, Lawler avanzó lentamente por la empapada cubierta. Estaba llena de algas machacadas, trozos de peces gelatina, cosas que se debatían furiosamente y toda clase de detritos marinos que las olas habían arrojado sobre el barco. Las manos le dolían; las quemaduras provocadas por el roce de las cuerdas habían despertado el dolor infligido por aquel ser rediforme. Lawler hizo inventario silenciosamente: allí estaba Pilya, allá Gharkid, en aquel otro sitio el padre Quillan, allí Delagard, Tharp, Golghoz, Felk y Niklaus. ¿Martello? Sí, allá arriba. ¿Dann Henders? Sí.

¿Sundria?

No la veía. Luego la descubrió, y deseó no haberlo hecho: estaba cerca del castillo de proa, empapada de pies a cabeza, con la ropa tan pegada a la piel que parecía desnuda, y Kinverson la acompañaba. Examinaban alguna criatura que él había encontrado y tenía tendida hacia ella: una serpiente marina de algún tipo, una cosa lánguida, larga y cómica; tenía una boca grande pero que parecía bastante inofensiva y una línea de manchas circulares le recorría el cuerpo blando de color amarillo y le confería un aspecto bufonesco. Ambos estaban riendo; Kinverson sacudía aquella cosa ante ella, arrojándosela prácticamente a la cara, y ella aullaba de risa y la apartaba con las manos. Kinverson la cogió por la cola y observó cómo la bestia se retorcía patéticamente; Sundria pasó la mano por el lustroso cuerpo largo como si la acariciara y quisiera consolarla de las indignidades a las que se veía sometida. Luego él la arrojó de vuelta al mar, le pasó a Sundria un brazo por los hombros y ambos desaparecieron de la vista.

Qué cómodos estaban el uno con el otro. Qué intimidad tan despreocupada, juguetona e inquietante.

Lawler se volvió; Delagard venía por la cubierta en dirección a él.

—¿Has visto a Dag? —preguntó a gritos.

Lawler señaló con una mano. El radiooperador se hallaba sentado contra la barandilla de estribor, desplomado como un montón de harapos, temblando y meneando la cabeza como si fuera incapaz de creer que había sobrevivido.

Delagard se apartó mechones de pelo empapado de los ojos y miró en la dirección indicada.

—¡Dag! ¡Dag! ¡Coge esa jodida bocina tuya, rápido! ¡Hemos perdido a toda la condenada flota!

Lawler, espantado, giró en redondo para mirar. El agua estaba completamente calma. Delagard tenía razón; ninguno de los otros barcos estaba a la vista. El Reina de Hydros estaba completamente solo en el mar.

—¿Crees que se han ido a pique?

—Recemos para que no sea así —respondió Delagard.

Pero los barcos no estaban perdidos, sino simplemente fuera de la vista. Uno a uno establecieron contacto por radio con la nave capitana cuando Tharp los llamó. La tormenta los había desparramado como pajillas, llevándolos aquí y allá en una gran extensión de mar; pero estaban todos. El Reina de Hydros mantuvo su posición y los demás se dirigieron hacia él.