Al caer la noche ya se había reunido la flota. Todos habían sobrevivido. Delagard ordenó que corriera el brandy de Khuvier para celebrar, la última reserva que tenía Gospo Struvin. El padre Quillan, de pie en el puente, dirigió una breve plegaria de acción de gracias. Incluso Lawler se encontró pronunciando unas pocas y breves palabras de agradecimiento, con un poco de sorpresa por su parte.
6
Fuera lo que fuese que había entre Kinverson y Sundria, no parecía obstaculizar lo que comenzaba a haber entre ella y Lawler. Él era incapaz de comprender ninguna de las dos relaciones, ni la de ellos dos ni la suya propia con Sundria; pero sabía lo suficiente como para comprender que la mejor forma de matar la relación era intentar comprenderla. Simplemente tendría que aceptar lo que viniera.
Una cosa quedó clara muy pronto: a Kinverson no le importaba que Sundria se hubiera liado con Lawler. Parecía indiferente a los asuntos de la posesividad sexual. La sexualidad era para él como el respirar, o, al menos, eso parecía. La practicaba sin pensarlo —cuando su cuerpo lo requería, y con cualquiera que se prestara a ello— como una función puramente natural, automática, mecánica, y esperaba que los demás consideraran el tema de la misma forma.
Kinverson se hizo un tajo en un brazo y fue a ver a Lawler para que se lo limpiara y vendara. Mientras estaba curándolo, le dijo:
—Estás follándote también a Sundria, ¿no, doctor?
Lawler apretó la venda.
—No veo por qué tengo que responder a eso. No es asunto tuyo.
—De acuerdo. Bueno, por supuesto que te la estás follando. Es una mujer hermosa. Demasiado inteligente para mí, pero eso no me importa. Y no me importa qué haces tú con ella.
—Eres muy amable —dijo Lawler.
—Por supuesto, espero que sea lo mismo en tu caso.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que podría haber algo entre Sundria y yo —respondió Kinverson—. Espero que te des cuenta de eso.
Lawler le dirigió una mirada larga y penetrante.
—Es una mujer adulta. Puede hacer lo que quiera, con quien quiera y cuando quiera.
—Bien. Un barco es un sitio muy pequeño; no podemos permitirnos peleas por una mujer.
Con irritación creciente, Lawler dijo:
—Tú haz lo que tengas que hacer y yo haré lo mío, y no discutamos más el asunto. Hablas de ella como si se tratara de un aparato que ambos queremos utilizar.
—Sí —dijo Kinverson—. Un aparato condenadamente bueno.
Pocos días después, Lawler entró en la cocina y se encontró a Kinverson y Lis Niklaus, ambos riendo, tentándose y agarrándose como gillies en celo. Lis le dedicó un guiño y una estridente risita por encima del hombro de Kinverson.
—¡Hola, doctor! —lo saludó; parecía algo borracha.
Lawler se sobresaltó, le devolvió la mirada y salió rápidamente.
La cocina estaba muy lejos de ser un sitio reservado. Resultaba obvio que Kinverson no tomaba precauciones para que Sundria no descubriera —o Delagard, por caso— que él tenía un lío al margen con Lis. Al menos Kinverson era consecuente, pensó Lawler. No le importaba nada ni nadie.
Durante la semana siguiente a la tormenta, Lawler y Sundria encontraron en varias ocasiones la oportunidad para escaparse a la bodega de carga. El cuerpo de él, cuyo fuego había dormido durante tanto tiempo, estaba comenzando a aprender rápidamente el significado de la pasión. Pero de ella no recibía nada parecido a la pasión —al menos hasta donde podía ver Lawler—, a menos que se calificara de pasión al placer físico, entusiástico pero casi impersonal, rápido y eficaz. Lawler no le ponía ese nombre. Puede que lo hubiera puesto cuando era más joven, pero no ahora.
Nunca se decían nada el uno al otro mientras hacían el amor, y cuando yacían juntos después, mientras regresaban a la realidad, parecían limitar de común acuerdo sus conversaciones a la charla más superficial. Las nuevas reglas quedaron rápidamente establecidas. Lawler seguía su ejemplo como había hecho desde el principio; obviamente, ella disfrutaba de lo que ocurría entre ambos, y también obviamente no deseaba un intercambio más profundo. Siempre que Lawler se encontraba con ella en cubierta, ambos hablaban de la misma forma insubstancial. «Hace buen tiempo», decían, o «Qué color tan extraño tiene el mar aquí».
Él podía decir: «Me pregunto cuánto tardaremos en llegar a Grayvard».
Y ella podía decir: «Ya no tengo más tos, ¿te has dado cuenta?».
Él podía comentar: «¿No era delicioso ese pescado rojo que comimos ayer para cenar?».
O ella podía señalar: «Mira, ¿no es un buzo eso que pasa nadando junto a nosotros, ahí abajo?».
Todo era suave, agradable, controlado.
Él nunca dijo: «No me había sentido así con alguien desde hace un millón de años, Sundria».
Ella jamás dijo: «No veo la hora de que volvamos a escabullirnos, Val».
Él tampoco dijo: «No nos parecemos mucho, realmente; somos gente que no acaba de encajar».
Y ella nunca comentó: «La razón por la que no dejaba de ir de una isla a otra era porque siempre estaba buscando algo más, fuera lo que fuese».
En lugar de comenzar a conocerla mejor ahora que eran amantes, la sintió cada vez más remota e indistinta. Lawler no había esperado eso. Deseaba que hubiera más cosas entre ellos, pero no veía cómo podía hacer que las hubiera… a menos que ella lo quisiese.
Ella parecía querer mantenerlo a distancia, y obtener de él sólo aquello que ya obtenía de Kinverson. A menos que la hubiese malinterpretado, no deseaba ningún otro tipo de intimidad. Lawler nunca había conocido a una mujer como ella, tan indiferente a la permanencia, a la continuidad, a la unión de las almas; parecía tomar cada acontecimiento tal y como venía, sin molestarse en relacionarlo con lo que había ocurrido antes y lo que pudiera pasar después.
Luego se dio cuenta de que había conocido a alguien así, sólo que no era una mujer: era él mismo. El Lawler de hacía mucho tiempo en la isla de Sorve, pasando de una amante a otra sin pensar más que en el momento. Pero ahora había cambiado. O, al menos, eso creía.
Durante esa noche, oyó gritos sordos y golpes que provenían del camarote contiguo al suyo. Delagard y Lis se estaban peleando. No era la primera vez; pero aquella pelea sonaba más fuerte e iracunda que las anteriores.
Por la mañana, cuando bajó para desayunar, Lis se hallaba junto a la cocina con la cara vuelta en la dirección opuesta. Vista de lado, su cara parecía hinchada; y cuando se dio la vuelta, mostró una contusión amarillenta en un pómulo y otra por encima del ojo. Tenía los labios partidos e hinchados.
—¿Quieres que te dé algo para eso? —preguntó Lawler.
—Sobreviviré.
—Oí el ruido anoche. Qué cosa tan desagradable.
—Me caí de la litera, eso fue lo que ocurrió.
—Seguro. Y estuviste dándote golpes por todo el camarote durante cinco o diez minutos, gritando y maldiciendo. Y Nid, cuando te levantó, ¿sintió también ganas de gritar y maldecir? Venga ya, Lis.
Ella le echó una mirada fría y hosca; parecía que rompería a llorar. Él nunca había visto antes a la salada Lis a punto de quebrarse.
—El desayuno puede esperar cinco minutos —dijo él rápidamente—. Te desinfectaré ese corte y te daré algo que te calme el dolor de esas contusiones.
—Estoy habituada a ello, doctor.
—¿Te golpea a menudo?