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—Demasiado a menudo.

—La gente ya no se golpea entre sí, Lis. Ese tipo de cosas desaparecieron con los hombres de las cavernas.

—Dile eso a Nid.

—¿Quieres que lo haga? Lo haré.

El pánico destelló en los ojos de la mujer.

—¡No! ¡Por el amor de Dios, no digas una palabra, doctor! Me mataría.

—Realmente le tienes miedo, ¿verdad?

—¿Tu no?

—No —dijo Lawler con sorpresa—. ¿Por qué iba a tenérselo?

—Bueno, quizá tú no se lo tengas. Pero tú eres tú. Supongo que tuve mala suerte. Estaba haciendo algo que a él no le gustó, se enteró de ello y se lo tomó mucho peor de lo que yo jamás hubiera imaginado. Eso me ha enseñado una o dos cosas. Nid es un hombre salvaje. Anoche pensé que iba a asesinarme.

—Llámame la próxima vez; golpea la pared del camarote.

—No habrá una próxima vez. A partir de ahora seré buena. Estoy decidida.

—¿Tanto miedo le tienes?

—Lo amo, doctor. ¿Puedes creerlo? Amo a ese bruto hijo de puta. Si él no quiere que folle a nadie más, no lo haré. Él es importante para mí.

—A pesar de que te golpea.

—Eso me indica cuan importante soy yo para él.

—No puedes decir eso en serio, Lis.

—Lo digo en serio. Sí.

Lawler meneó la cabeza.

—Jesús, te golpea hasta ponerte negra y azul y tú me dices que es porque te quiere muchísimo.

—Tú no entiendes estas cosas, doctor —dijo Lis—. Nunca las has entendido. Nunca podrías entenderlas.

Lawler la estudió con desconcierto, intentando comprender lo que le decía. En aquel preciso momento, ella le resultaba tan extraña como los gillies.

—Supongo que tienes razón —dijo.

Pasada la tormenta, el mar estuvo en calma durante algún tiempo. Nunca del todo tranquilo, pero tampoco especialmente desafiante. Llegaron a otra zona llena de aquellas plantas marinas entrelazadas, pero no abundaban tanto y pudieron abrirse camino sin necesidad del letal afrodisíaco del doctor Nikitin.

Un poco más adelante flotaban grupos de misteriosas algas alargadas, verde-amarillentas y estrechamente entrelazadas. Al pasar el barco, se asomaban fuera de la superficie y emitían tristes exhalaciones zumbantes por unas vejigas que colgaban en el extremo de tallos espinosos: «Volved atrás», parecían decir, «volved atrás, volved atrás». Era un sonido inquietante y molesto, y claramente un lugar nefasto. Aunque al cabo de poco ya no se veían aquellas extrañas algas, durante medio día más fue posible oír su murmullo distante y melancólico, ocasionalmente arrastrado hasta ellos por las ráfagas del viento de popa.

Al día siguiente apareció otra forma extraña de vida: una gigantesca criatura colonial, cientos o quizá miles de organismos específicos suspendidos de otro enorme que flotaba y cuyo tamaño era aproximadamente el de una plataforma o una boca. Su carnoso y transparente cuerpo central destellaba fuera del agua como una isla apenas sumergida. Al acercarse más pudieron ver los innumerables componentes de aquella cosa que se estremecían, zumbaban y se agitaban mientras llevaban a cabo sus tareas individuales: este grupo de organismos remaba, aquel otro cazaba peces, esos otros pequeños que se agitaban por el borde servían de estabilizadores para la totalidad del vasto organismo que se desplazaba a velocidad regular por el océano.

Cuando el barco se acercó más, la criatura estiró varias docenas de estructuras transparentes parecidas a tuberías, de un par de metros de altura, que se elevaron por encima de la superficie como chimeneas esmaltadas.

—¿Qué cree usted que son esas cosas? —preguntó el padre Quillan.

—¿Serán órganos visuales? —sugirió Lawler—. ¿Periscopios de algún tipo?

—No, mire: está saliendo algo del interior…

—¡Cuidado! —gritó Kinverson desde lo alto—. ¡Va a dispararnos!

Lawler arrastró al sacerdote hacia el suelo justo en el momento en que una burbuja de alguna substancia pegajosa y rojiza pasó silbando por encima de ellos. La burbuja cayó en medio de la cubierta, a tres metros detrás de ellos. Parecía un trozo de excremento anaranjado, sin forma y que se estremecía como la gelatina; de él comenzó a salir un vapor. Una media docena de proyectiles como aquel aterrizaron en otros puntos de la cubierta, y a cada momento llegaban más.

—¡Joder! ¡Joderí ¡Joder! —rugía Delagard mientras los pisoteaba salvajemente—. Esta cosa está quemando la cubierta. ¡Traed palas y cubos! ¡Palas y cubos! ¡Vira! ¡Vira, Felk! ¡Sácanos de aquí, maldito seas!

La cubierta crepitaba y humeaba allí donde las burbujas la estaban carcomiendo. Felk, al timón, luchaba para apartarse del bombardeo, alejándose, esquivando y maniobrando el barco con un entusiasmo frenético. A sus roncas órdenes, el equipo de turno tiró de las cuerdas, hizo girar las vergas y reorientó las velas. Lawler, Quillan y Lis Niklaus corrían por la cubierta recogiendo con cuidado los blandos proyectiles corrosivos y arrojándolos por la borda. En las planchas de madera de la cubierta, de color amarillo pálido, quedaban marcas oscuras de chamuscado. La criatura colonial, lejos ya de ellos, continuaba arrojando proyectiles con irreflexiva y metódica hostilidad, aunque ahora caían inofensivamente al agua, lanzando bocanadas de vapor al hervir mientras bajaban hasta desaparecer.

Las marcas de quemadura de la cubierta eran profundas. Lawler sospechaba que de no haber sido quitados de inmediato, aquellos proyectiles pegajosos hubieran atravesado todos los pisos hasta salir por el casco.

A la mañana siguiente, Gharkid divisó a estribor una nube gris de sibilantes formas que volaban por el aire a lo lejos.

—Peces bruja en el delirio del apareamiento.

Delagard maldijo y ordenó un cambio de rumbo.

—No —dijo Kinverson—, eso no servirá de nada. No hay tiempo para maniobrar. Arriad las velas.

—¿Qué?

—Arriad las velas, o cuando nos alcance el cardumen actuarán como redes. Se nos llenará la cubierta hasta el culo de peces bruja.

Mientras maldecía abundantemente, Delagard ordenó que arriaran velas. Muy pronto el Reina de Hydros estuvo navegando con los mástiles desnudos, que se elevaban hacia el duro cielo blanco. Luego llegaron los peces bruja.

Los feos gusanos alados, con la espalda llena de púas, podían ser contados por millones. Era un mar de peces bruja; apenas podía verse el agua a barlovento de la flota, a causa de los cuerpos que se agitaban en ella. Despegaban desde la cresta de las olas: las hembras por delante, incontables cantidades que oscurecían el sol, y los machos las seguían. Batían furiosamente sus alas brillantes y de ángulos agudos, manteniendo altas sus narinas; continuaban avanzando en enloquecidos cardúmenes.

No les importaba que hubiera barcos en medio del camino. Allí, los barcos no eran más que una distracción incidental. Las montañas también lo hubieran sido. Tenían que seguir su programación genética, y la seguían ciegamente y sin resistencia. Si eso significaba chocar de cabeza con los flancos del Reina de Sorve, que así fuera. Si eso significaba salvar la cubierta por unos cuantos metros e ir a estrellarse contra la base de un mástil o la puerta del castillo de proa, que así fuera.

No había nadie en la cubierta del barco cuando lo alcanzó el ejército de peces bruja. Lawler ya sabía lo que era ser golpeado por un ejemplar joven; un adulto que estuviera en el frenesí del apareamiento volaría con una fuerza diez veces mayor. Lo más probable era que la colisión resultara fatal para un humano; un golpe de soslayo con la punta de una de aquellas alas podía cortar la piel hasta el hueso. El roce de aquellas feroces púas abriría una ruta de sangre.

Lo único que podían hacer era esconderse y esperar bajo cubierta. Durante cuatro horas, el zumbante retronar del paso de aquellos peces llenó el aire, mezclado con chillidos gimientes y el sonido de impactos abruptos y brutales.