Al fin todo quedó en silencio. Y entonces, cautelosamente, Lawler y otros dos salieron a cubierta.
El aire estaba limpio. El cardumen había continuado su viaje, pero por todas partes había peces bruja muertos o agonizantes, apilados como sabandijas en todos los puntos en los que alguna estructura de la cubierta había puesto un obstáculo en su ruta de vuelo. Destrozados como estaban, algunos de ellos tenían aún vida suficiente como para sisear, morder e intentar levantar el vuelo para arrojarse contra el rostro de los miembros del equipo de limpieza. Necesitaron el resto del día para arrojarlos a todos por la borda.
Después de los peces bruja llegó una nube oscura que parecía prometer la ansiada lluvia, pero que en lugar de eso dejó caer una capa de viscosidad; se trataba de una masa migratoria de algún tipo de microorganismos de olor repulsivo. Envolvió a la flota en su multitud casi infinita y dejó una capa de substancia resbaladiza y pegajosa de color marrón en cada milímetro cuadrado de velas, vergas, mástiles y cubierta. Limpiar eso les llevó otros tres días.
A continuación vinieron más peces espolón, y Kinverson volvió al puente a aporrear su timbal para confundirlos. Y después de los peces espolón…
Lawler comenzó a pensar en el mar del planeta como en una fuerza hostil, tenaz e implacable. Les estaba arrojando incansablemente una calamidad tras otra, como irritada respuesta a su presencia a bordo de su seno. De alguna manera, los viajeros estaban provocándole comezón al océano, y éste se rascaba donde ellos estaban. Algunas de las rascadas eran bastante intensas; Lawler se preguntaba si conseguirían sobrevivir para llegar hasta Grayvard.
Al fin llegó un día bendito por una fuerte lluvia. Limpió la viscosidad de los microorganismos y el hedor que habían dejado sobre la cubierta los peces bruja muertos, y les permitió volver a llenar los barriles de agua cuando la situación parecía nuevamente crítica.
Al comenzar la lluvia, apareció un grupo de buzos que empezaron a retozar de forma cordial y juguetona junto al barco, saltando en la espuma como elegantes bailarines que dieran la bienvenida a su tierra natal a unos turistas. Pero apenas se marcharon los buzos, se les acercó otro de aquellos entes coloniales lanzadores de borujos —o quizá se trataba de la misma colonia de antes— y volvió a bombardear el barco con sus misiles corrosivos. Era como si el océano se hubiera dado cuenta de que, al enviarles la lluvia y luego los buzos, les estaba mostrando a los viajeros una faz demasiado amistosa, y quisiera ahora recordarles cuál era su verdadera naturaleza.
En la calma de un alba perfecta —el mar casi sin olas, la brisa regular, el cielo relumbrante, el precioso globo verdiazul de Alborada aún visible justo encima del horizonte y dos lunas aún en el cielo—, Lawler salió a cubierta y se encontró con que estaba teniendo lugar una conferencia en el puente. Allí estaban Delagard, Kinverson, Onyos Felk y Leo Martello. Vio también al padre Quillan, medio escondido tras el corpachón de Kinverson.
Delagard tenía el catalejo. Miraba a lo lejos con él y les informaba de algo a los otros, que señalaban, miraban fijamente y hacían comentarios.
Lawler subió por la escalerilla.
—¿Ocurre algo?
—Sin duda ocurre algo, sí —dijo Delagard—. Uno de nuestros barcos se ha perdido.
—¿Lo dices en serio?
—Echa una mirada. —le entregó el catalejo—. Una noche tranquila. Según los vigías, no ocurrió nada insólito entre la medianoche y el alba. Cuenta los barcos que ves. Uno, dos, tres, cuatro.
Lawler se llevó el catalejo a un ojo. Uno, dos, tres, cuatro.
—¿Cuál es el que falta?
Delagard se tiró de los cabellos grasientos y rizados.
—Todavía no estoy muy seguro. No tienen izadas las banderas. Gabe cree que es el de las hermanas el que ha desaparecido. Quizá se separaron durante la noche y tomaron por su cuenta una ruta independiente.
—Eso sería una locura —dijo Lawler—. Ellas no tienen ni idea de cómo gobernar un barco.
—Hasta ahora lo han estado haciendo bastante bien —observó Leo Martello.
—Sólo porque han seguido al grupo, pero si han intentado navegar en solitario…
—Bueno, sí —reconoció Delagard—, sería una locura; pero es que ellas están locas. Son unas jodidas tortilleras, y no dudo de que podrían hacer algo así… —se interrumpió. En la escalerilla que conducía al puente se oyó el sonido de unos pasos—. Dag, ¿eres tú? —preguntó Delagard. Le explicó a Lawler—. Lo envié a la sala de radio para hacer algunas llamadas.
La arrugada cabeza de Tharp apareció primero, y luego el resto de él.
—El Sol Dorado es el que se ha perdido —anunció.
—Las hermanas están en el Cruz de Hydros —dijo Kinverson.
—Correcto —respondió Tharp con acritud—. Pero el Cruz de Hydros respondió cuando lo llamé. También lo hicieron el Estrella, el Tres Lunas y el Diosa. Silencio por parte del Sol Dorado.
—¿Estás absolutamente seguro? ¿No conseguiste contactarlos? —preguntó Delagard—. ¿No hubo forma alguna de que pudieras comunicarte con ellos?
—Si quieres, ve e inténtalo tú. He llamado a toda la flota. Cuatro barcos respondieron.
—¿Incluidas las hermanas? —insistió Kinverson.
—Hablé con la misma hermana Halla, ¿de acuerdo?
—¿Quién estaba al mando del Sol Dorado? —preguntó Lawler—. No lo recuerdo.
—Damis Sawtelle —le respondió Leo Martello.
—Damis nunca se hubiera marchado por su cuenta. El no es así.
—No —afirmó Delagard, aunque con una mirada de sospecha y desconfianza—. Él no es así, ¿verdad, doctor?
Tharp estuvo durante todo el día intentando contactar en la frecuencia del Sol Dorado. También los operadores de radio de los otros cuatro barcos lo intentaron. Silencio en el canal. Silencio. Silencio.
—Un barco no se desvanece así en medio de la noche —decía Delagard, paseándose ferozmente.
—Bueno, éste parece que lo ha hecho —respondió Lis Niklaus.
—¡Cierra tu jodida boca!
—Oh, qué bonito, Nid, muy bonito.
—¡Ciérrala o te la cerraré yo!
—Basta, eso no ayuda en nada —dijo Lawler. Se volvió hacia Delagard—. ¿Has perdido alguna vez a uno de tus barcos de esta manera? ¿En silencio, sin enviar un mensaje de socorro?
—Nunca he perdido un barco. Punto.
— Si hubieran tenido problemas, hubieran llamado por radio, ¿correcto?
—Si tenían la posibilidad de hacerlo, sí —respondió Kinverson.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Delagard.
—Supongamos que todo un grupo de esas cosas rediformes subieran a bordo durante la noche. El turno cambia a las tres de la mañana; los que estaban en la arboladura bajan y la guardia siguiente sale a cubierta. Todos ellos tropiezan con esas redes, y son arrastrados por encima de la borda. Así tendríamos la mitad de la tripulación del barco perdida. Damis, o quien sea, baja de la cabina del timón mientras tiene lugar la matanza para ver qué ocurre y una red se apodera también de él. Y el resto, uno a uno…
—Gospo chilló como un loco cuando la red se apoderó de él —señaló Pilya Braun—. ¿Crees que toda la tripulación de un barco puede ser arrastrada por la borda sin que ni uno solo de ellos haga ruido suficiente como para alertar a los demás?
—Así pues, no se trató de las redes —aceptó Kinverson—. Fue alguna otra cosa lo que subió a bordo. O fueron redes y algo más. Y todos murieron.