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—¿Y luego vino una boca y se tragó el barco? —preguntó Delagard—. ¿Dónde cojones está el barco? Puede que hayan desaparecido todos los de a bordo, pero ¿dónde está el barco?

—Un barco con velas puede alejarse mucho a la deriva en pocas horas, incluso en un mar tranquilo —observó Onyos Felk—. Diez, quince, veinte kilómetros… ¿quién sabe?, y continuar avanzando. No lo encontraríamos nunca aunque lo buscáramos durante un millón de años.

—Quizá se haya hundido —dijo Neyana Golghoz—. Algo se le acercó por debajo y le hizo un agujero en el fondo del casco, y el barco se hundió así de rápido.

—¿Sin enviar siquiera una señal? —preguntó Delagard—. Los barcos no se hunden en dos minutos. Alguien hubiera tenido tiempo de llamarnos por radio.

—Y yo qué sé —insistió Neyana—. Digamos que cincuenta cosas vinieron por debajo y abrieron agujeros. Que se llenó de agujeros en un segundo; y que se hundió en menos tiempo del que tú necesitas para tirarte un pedo. Simplemente se hundió, y no hubo tiempo para hacer nada. No lo sé. No son más que conjeturas.

—¿Quiénes iban a bordo del Sol Dorado? —preguntó Lawler.

Delagard fue contando con los dedos mientras los enumeraba.

—Damis y Dana con su niño; Sidero Volkin; los Swayner. Eso hace seis.

Cada uno de aquellos nombres caía como un hachazo. Lawler pensó en el anciano fabricante de herramientas y en su curtida esposa. Qué hábil había sido Sweyner con las manos, cuan diestro había sido para emplear los limitados materiales que Hydros ponía a su disposición. Volkin, el carpintero de navío, hombre duro y trabajador. Damis. Dana.

—¿Quién más?

—Déjame pensar. Tengo la lista en alguna parte, pero déjame pensarlo. ¿Los Hain? No, ellos están con Yáñez en el Tres Lunas. Freddo Wong estaba a bordo junto con su esposa… ¿cómo demonios se llama?

—Lucía —respondió Lis.

—Lucía, eso es. Freddo y Lucía Wong, y esa jovencita, Berylda, la que tiene tetas. Y el hermano pequeño de Martín Yáñez, según creo. Sí. Sí.

—José —dijo alguien.

—Sí, José.

Lawler sintió un dolor feroz. El vehemente muchacho de los ojos brillantes. El futuro médico, el que iba a cargar algún día con la responsabilidad de ser el sanador.

Oyó una voz que decía.

—Muy bien, eso hace diez. ¿Cuántos había a bordo, catorce? Faltan cuatro más.

Todos comenzaron a sugerir nombres. Era difícil recordar quién estaba en cada barco después de pasadas tantas semanas desde la partida de Sorve; pero había catorce personas a bordo; en ese punto todos estaban de acuerdo.

Catorce muertes, pensó Lawler, aturdido por la enormidad de aquella pérdida. La sentía en los huesos. Se sentía personalmente disminuido. Aquella gente había compartido su vida y su pasado, y ahora se habían marchado. Se habían marchado para siempre sin aviso. Casi una quinta parte de la comunidad había desaparecido de golpe. En la isla de Sorve, durante un mal año, puede que hubieran llegado a tener dos o tres muertes. Durante la mayoría de los años, no se producía ninguna. Y ahora, catorce de una sola vez. La desaparición del Sol Dorado había abierto un enorme agujero en el tejido de la comunidad; pero ¿no estaba la comunidad ya rota? ¿Serían capaces de restablecer en Grayvard algo parecido a lo de Sorve?

—José. Los Sawtelle. Los Sweyner. Los Wong. Volkin. Berylda Cray. Y otros cuatro.

Lawler los dejó discutiendo el asunto en el puente y se marchó bajo cubierta. El frasco de alga insensibilizadora estuvo en sus manos un momento después de que entrara en el camarote. Ocho gotas, nueve, diez, once. Digamos que una docena en este caso, ¿de acuerdo? Sí. Una docena. Qué demonios. Una dosis doble; eso quitaría cualquier dolor.

—¿Val? —sonó la voz de Sundria fuera del camarote—. ¿Te encuentras bien?

Él la dejó entrar. Sus ojos se fijaron en el vaso que tenía en la mano y luego en el rostro de él.

—Dios, te duele de verdad, ¿no es cierto?

—Igual que perder algunos de mis dedos.

—¿Significaban mucho para ti?

—Algunos de ellos, sí —el calmante comenzaba a hacerle efecto. Sintió que el agudo filo del dolor se embotaba. Su propia voz sonaba amortiguada en sus oídos—. Otros no eran más que gente a la que conocía, parte del escenario de la isla, viejos rostros familiares. Uno de ellos era mi aprendiz.

—José Yáñez.

—¿Lo conoces?

Ella sonrió con tristeza.

—Era un muchacho muy dulce. Se me acercó una vez cuando yo estaba nadando, y charlamos un rato, principalmente acerca de ti. Él te reverenciaba, Val. Incluso más que a su hermano, el capitán de barco —frunció el entrecejo—. Creo que estoy empeorando las cosas…

—No… realmente… —sentía espesa la lengua. Sabía que había tomado demasiada tintura de alga. Ella le quitó el vaso de la mano y lo dejó sobre la cómoda.

—Lo siento —dijo Sundria—. Ojalá pudiera ayudarte.

Acércate más, quería decir Lawler, pero no lo conseguía, y no lo dijo. Sin embargo, ella pareció entenderle.

La flota permaneció anclada durante dos días en medio de ninguna parte, mientras Delagard y Dag Tharp pasaban por todo el espectro de frecuencias de radio para intentar contactar con el Sol Dorado. Localizaron operadores de radio de una media docena de islas, contactaron con un barco llamado Emperatriz de Alborada que hacía la ruta de pasajeros del mar de Azur, localizaron una estación minera flotante que trabajaba en alguna parte al noreste y cuya existencia resultó una completa sorpresa —y nada agradable para Delagard—, pero del Sol Dorado no se oyó ni siquiera un susurro.

—Muy bien —dijo finalmente Delagard—. Si todavía están a flote, quizá encontrarán alguna manera de ponerse en contacto con nosotros. Si no lo están, no hay nada que hacer; pero no podemos quedarnos aquí para siempre.

—¿Conseguiremos averiguar alguna vez qué les ha ocurrido? —preguntó Pilya Braun.

—Probablemente no —le respondió Lawler—. Es un océano grande, lleno de cosas peligrosas de las que no sabemos apenas nada.

—Si supiéramos qué fue lo que acabó con ellos —dijo Dann Henders—, tendríamos más posibilidades de protegernos.

—Cuando eso aparezca por aquí —apuntó Lawler—, será cuando podremos averiguar de qué se trata. Pero no antes.

—En ese caso, esperemos no averiguarlo —dijo Pilya.

7

Durante un día de niebla espesa y mar agitado se acercaron al barco unas criaturas desconocidas, en forma de diamante: unas pesadas conchas verdes con aristas les cubrían el lomo, y los acompañaron durante un rato. Parecían tanques de almacenaje flotantes equipados con aletas para nadar. Sus cabezas acorazadas eran planas y rechonchas, con hocicos puntiagudos; sus ojos eran unas hostiles rendijas blancas y sus bocas —emplazadas en la parte inferior— parecían extremadamente despiadadas. Lawler estaba observándolas desde la barandilla cuando apareció Onyos Felk.

—¿Puedo hablar contigo un momento, doctor? —le preguntó.

Felk era de Primera Familia, como Lawler; una distinción que no significaba nada en absoluto ahora que la isla de Sorve se había marchado al mar. El cartógrafo tenía alrededor de cincuenta y cinco años, y era un hombrecillo austero, paticorto y de huesos pesados. No se había casado nunca. Supuestamente, sabía mucho acerca de la geografía de Hydros y las rutas marinas, y si las cosas hubieran ido de forma diferente a lo largo de los años, hubiese sido Felk —y no Nid Delagard— quien controlara el astillero de Sorve; pero los Felk estaban reputados como gente con mala suerte y que a veces juzgaban erróneamente.