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—Felk dice que ya estamos en él. Me lo demostró sobre su carta.

—Felk no tiene siempre razón, doctor.

—Supongamos que esta vez la tiene.

—Bueno, nos dirigimos hacia el mar Vacío —dijo Kinverson con calma—. ¿Y qué?

—En lugar de dirigirnos hacia Grayvard.

—¿Y qué? —repitió Kinverson. Cogió un anzuelo, lo estudió, lo sujetó con los dientes y lo torció para cambiarle la forma.

—¿Es que no te importa en lo más mínimo que estemos yendo en la dirección equivocada?

—No. ¿Por qué demonios iba a importarme? Una isla apestosa es igual que cualquier otra. No me importa en qué sitio acabemos viviendo.

—No hay ninguna isla en el mar Vacío, Gabe.

—Entonces viviremos en el barco. ¿Qué tiene de malo? Yo puedo vivir perfectamente en el mar Vacío. No está vacío de peces, doctor, ¿verdad? Se supone que no tiene muchos, pero tiene que tener algunos si hay agua en él. Si un lugar tiene peces, yo puedo vivir allí. Podría haber vivido en mi pequeño bote si hubiera tenido que hacerlo.

—¿Y por qué no vivías en él constantemente? —preguntó Lawler, que comenzaba a sentirse irritado.

—Porque dio la casualidad de que vivía en Sorve, pero podría vivir en mi bote con la misma facilidad. ¿Crees que esas islas son tan maravillosas, doctor? Caminas continuamente sobre tablas de madera dura y vives de algas y pescado; hace demasiado calor cuando brilla el sol y demasiado frío cuando llueve, y ésa es la vida. Al menos es nuestro tipo de vida. No es mucho.

»A mí me da exactamente lo mismo si se trata de Sorve, de Salimil, de un camarote en el Reina de Hydros o de un jodido bote de remos. Yo sólo quiero poder comer cuando tengo hambre, follar cuando estoy caliente y mantenerme con vida hasta que me muera, ¿vale?

Aquél era probablemente el discurso más largo que Kinverson había pronunciado en su vida. Él mismo parecía sorprendido de haber dicho tanto. Cuando acabó, miró fijamente a Lawler durante un momento con evidente enfado e irritación. Luego regresó a sus anzuelos.

—¿No te importa —preguntó Lawler— que nuestro gran líder nos esté llevando directamente hacia un territorio desconocido por completo… y no se tome siquiera la molestia de decirnos lo que está planeando?

—No. No me importa. No me importa nada más que la gente que me molesta demasiado. Yo vivo al día. Déjame en paz, doctor. Tengo trabajo, ¿vale?

—¿Quieres hacer ahora las llamadas, doctor? —preguntó Dag Tharp—. Llegas con una hora de adelanto, ¿verdad?

—Puede ser. ¿Importa eso?

—No, como tú quieras —las manos de Tharp se movieron por los botones e interruptores—. Si quieres llamarlos más temprano, sea. Pero no me culpes a mí si no hay nadie para responderte.

—Primero dame con Bamber Cadrell.

—Habitualmente, llamas primero al Estrella.

—Ya lo sé. Hoy llama primero a Cadrell.

Tharp levantó la vista, perplejo.

—¿Se te ha metido una anguila en el culo, doctor?

—Cuando oigas lo que tengo que decirle a Cadrell, sabrás qué es lo que tengo en el culo. Llámalo, ¿quieres?

—De acuerdo, de acuerdo —de los altavoces del equipo de radio salieron ruidos de chisporroteos y crujidos—. Esta jodida niebla… —murmuró Tharp—. Me extraña que el equipo no se haya estropeado. Adelante, Diosa. Adelante, Diosa. Aquí Reina. ¿Diosa? Diosa, adelante.

Reina, aquí Diosa —era la voz de un jovencito, chillona y aguda. El hijo de Thalheim, Brad, era el operador de radio del Diosa de Sorve.

—Dile que quiero hablar con Cadrell —dijo Lawler.

Tharp habló por el micrófono. Lawler no pudo oír con claridad la tenue respuesta.

—¿Qué ha dicho?

—Dice que está al timón. Que le quedan aún dos horas de turno.

—Dile que traiga inmediatamente a Bamber y lo ponga al micrófono. Se trata de algo urgente.

Más chisporroteos y crujidos. El chico parecía poner objeciones. Tharp repitió el mensaje de Lawler, y en el otro lado se produjeron uno o dos minutos de silencio.

Luego llegó la voz de Bamber.

—¿Qué es eso tan condenadamente urgente, doctor?

—Envía al chico fuera y te lo diré.

—Él es mi operador de radio.

—De acuerdo, pero yo no quiero que oiga lo que estoy a punto de decirte.

—Hay problemas, ¿eh?

—¿Sigue el muchacho contigo?

—Lo he enviado fuera. ¿Qué ocurre, doctor?

—Estamos desviados noventa grados, en aguas ecuatoriales, y nos dirigimos hacia el suroeste. Delagard nos lleva hacia el mar Vacío —Dag Tharp, que estaba escuchando junto a Lawler, jadeó bruscamente de asombro—. ¿Estás enterado de eso, Bamber?

Se produjo otro largo silencio por parte del Diosa de Sorve.

—Por supuesto que sí, doctor. ¿Qué clase de marino te piensas que soy?

—Dije el mar Vacío, Bamber.

—Sí, ya te he oído.

—Se suponía que debíamos dirigirnos hacia Grayvard.

—Ya lo sé, doctor.

—¿Es para ti correcto que estemos navegando en la dirección equivocada?

—Doy por supuesto que Delagard sabe lo que hace.

—¿Lo das por supuesto?

—Éstos son sus barcos. Yo sólo trabajo para él. Cuando comenzamos a virar hacia el sur, imaginé que debía de haber algún problema en el norte, una tormenta, quizá, algo malo que él quería rodear. Él es quien tiene todas las cartas de navegación buenas, doctor. Nosotros simplemente seguimos la dirección que él nos marca.

—¿Directamente hacia el mar Vacío?

—Delagard no está loco —dijo Cadrell—. Antes de mucho volveremos a virar hacia el norte, ya lo verá. De eso no tengo duda alguna.

—¿No se te ha ocurrido preguntarle el porqué de este cambio de rumbo?

—Ya te lo he dicho: tendrá una buena razón para hacerlo. Doy por supuesto que sabe lo que está haciendo.

—Das por supuestas demasiadas cosas —dijo Lawler.

Tharp levantó la vista de la mesa de radio. Sus ojos, habitualmente encapotados por pliegues de piel arrugada, estaban ahora brillantes y muy abiertos de perplejidad.

—¿El mar Vacío?

—Así parece.

—¡Pero eso es una locura!

—Ya lo creo. Pero por el momento haz como que no has oído nada, ¿de acuerdo, Tharp? Conecta ahora con Martín Yáñez.

—¿No con Stayvol? Siempre le haces a Stayvol la primera llamada.

—Yáñez —dijo Lawler, y luchó contra el recuerdo de José, que le sonreía ansiosamente.

Tras unos cuantos ajustes en los mandos de la radio, la voz de la operadora del Tres Lunas sonó chillona entre los ruidos de la electricidad estática —era una de las hijas de Hein, aunque Lawler no estaba seguro de cuál de ellas—, y un momento más tarde se oyó la voz profunda y firme de Martín Yáñez.

—No hay nada que informar, doctor —dijo—. Hoy tenemos salud excelente por aquí.

—Ésta no es la llamada médica habitual —corrigió Lawler.

—¿De qué se trata entonces? No habréis oído algo del Sol Dorado, ¿verdad?

La voz de Yáñez evidenció una cierta excitación, ansiedad, esperanza.

—Nada de eso, no —dijo Lawler con voz apagada.

—Ah.

—Quería averiguar qué pensabas tú del cambio de rumbo.

—¿A qué cambio de rumbo te refieres?

—No me vengas con esas mierdas, Yáñez. Por favor.

—¿Desde cuándo les conciernen a los médicos los asuntos de navegación?

—Te he dicho que no me vengas con esas mierdas.