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—A él le cuento muchas cosas.

—¿Eres católico, ahora? ¿Es tu confesor?

—Es mi amigo. Es un hombre lleno de ideas interesantes.

—De eso estoy seguro. ¿Y qué interesante idea tenía el padre Quillan acerca del rumbo que debíamos tomar? —preguntó Lawler, mientras se sentía como si todo aquello lo estuviera soñando—. ¿Te dijo que a través de los milagros de la oración y la fortaleza de espíritu podía él obrar un milagro para nosotros? ¿Se ofreció quizá a conjurar alguna bonita isla desocupada en el mar Vacío, donde podríamos establecernos?

—Me dijo que debíamos dirigirnos hacia la Faz de las Aguas —añadió fríamente Delagard.

Otra sacudida, más fuerte que la anterior. Los ojos de Lawler se abrieron más. Bebió un profundo trago del brandy de Delagard, y esperó un momento hasta que le hizo efecto. Delagard, ante él, lo miraba pacientemente al otro lado de la mesa. Tenía aspecto de estar alerta, tranquilo, quizá incluso divertido.

—La Faz de las Aguas —repitió Lawler cuando se sintió lo suficientemente sereno como para hablar—. Eso es lo que has dicho. La Faz de las Aguas.

—Exacto, doctor.

—¿Y por qué pensó el padre Quillan que era una idea tan maravillosa la de dirigirnos hacia la Faz? ¿Puedes explicármelo?

—Porque él sabía que siempre había querido ir allí.

Lawler asintió. Sintió que la serenidad de la desesperación absoluta se apoderaba de él. Otro trago parecía algo apropiado.

—Claro. El padre Quillan cree en la gratificación de los impulsos irracionales, y dado que de todas formas no teníamos ningún sitio al que ir, daba igual que arrastraras a la totalidad de nosotros hasta el otro lado del mundo, al lugar más extraño y remoto de Hydros, acerca del que no sabemos absolutamente nada excepto que los gillies no tienen las agallas suficientes como para acercarse siquiera a él.

—Eso es —Delagard abandonó el sarcasmo y sonrió suavemente.

—El padre Quillan da unos consejos maravillosos. Por eso tuvo tanto éxito durante su sacerdocio.

Inquietantemente tranquilo, Delagard continuó.

—Una vez te pregunté si recordabas las historias que Jolly solía contar acerca de la Faz.

—Un montón de cuentos de hadas, sí.

—Eso es más o menos lo que dijiste aquella vez, pero ¿las recuerdas?

Lawler se detuvo a meditar.

—Veamos. Jolly afirmaba que había atravesado en solitario todo el mar Vacío y había encontrado la Faz, que él aseguraba que era una isla enorme, mucho más grande que cualquiera de las islas gillie. Un lugar cálido y lozano, lleno de extrañas plantas altas que tenían frutas, de pozos de agua dulce, aguas fértiles en las que se podía cosechar… —Lawler hizo una pausa mientras rastreaba entre sus recuerdos—. Decía que se hubiera quedado allí para siempre, porque era un sitio maravilloso para vivir; pero que un día, cuando había salido a pescar, una tormenta lo arrastró más adentro, él perdió la brújula, y creo que encima de todo eso fue cogido por la Ola, y cuando volvió a recuperar el control de su bote estaba a medio camino de su isla natal sin ningún medio para regresar a la Faz. Así que continuó hasta Sorve e intentó conseguir que algunas personas regresaran con él, pero nadie quiso. Todos se reían de él. Nadie creyó una sola palabra de lo que les contó, y finalmente perdió la razón. ¿Correcto?

—Sí —respondió Delagard—. Esencialmente, ésa es la historia.

—Eso es fantástico. Si todavía tuviera diez años, estaría loco de emoción por el hecho de que vayamos a hacerle una visita a la Faz de las Aguas.

—Deberías estarlo, doctor. Va a ser la gran aventura de nuestras vidas.

—¿Lo será?

—Yo tenía catorce años cuando Jolly regresó a Sorve —dijo Delagard—. Y yo escuché lo que él decía. Lo escuché muy atentamente. Quizá estuviera loco, pero a mí no me lo parecía, al menos no al principio, y yo le creí. ¡Una isla enorme, fértil y deshabitada esperándonos a nosotros… y ni un solo apestoso gillie que se interpusiera en nuestro camino!

»A mí me parece un paraíso. Una tierra de leche y miel. Un lugar de milagros. Tú quieres mantener a la comunidad junta, ¿verdad? Entonces, ¿por qué demonios deberíamos apretarnos en algún rincón pequeño y no deseado de la isla de otros y vivir de su caridad como mendigos? ¿Qué otra forma mejor tengo de compensarlos a todos por lo que les hice que llevándolos al otro lado del mundo a vivir en el paraíso?

—Has perdido la razón, Nid. —afirmó Lawler, mirándole fijamente.

—Yo no lo creo así. La Faz está ahí para que alguien se apodere de ella, y nosotros podemos hacerlo. Los gillies son tan supersticiosos con respecto a ella, que no se acercarán; pero nosotros podemos hacerlo, y establecernos en ella, y construir en ella, y cultivar en ella. Podemos hacer que nos dé lo que más deseamos.

—¿Y cuál es la cosa que más deseamos? —preguntó Lawler, que se sentía como si hubiera despegado del planeta y se estuviera alejando hacia la oscuridad del espacio.

—Poder —respondió Delagard—. Control. Nosotros queremos gobernar este sitio. Ya hemos vivido en Hydros durante demasiado tiempo como lastimosos y patéticos refugiados. Ya es hora de que hagamos que los gillies nos besen el culo. Quiero construir en la Faz un asentamiento veinte veces más grande que cualquiera de las islas gillies existentes, cincuenta veces mayor, y conseguir que allí se desarrolle una verdadera comunidad; cinco mil personas, diez mil, e instalar allí un puerto espacial y abrir el comercio con los otros planetas habitados por seres humanos de esta jodida galaxia, y comenzar a vivir como verdaderos seres humanos en lugar de tener que llevar una vida de aprietos, comiendo algas mojadas y navegando a la deriva por el océano como hemos estado haciendo durante ciento cincuenta años.

—Y lo dices tan tranquilo, con un tono de voz muy racional.

—¿Crees que estoy loco?

—Quizá lo crea y quizá no. Lo que sí creo es que eres un monstruoso egoísta hijo de puta, que de esta manera nos conviertes a todos en rehenes de esta loca fantasía tuya. Pudiste habernos dejado en pequeños grupos en cinco o seis islas diferentes, si Grayvard no nos quería a todos.

—Tú mismo dijiste que no querías eso. ¿Recuerdas?

—¿Y esto es mejor? ¿Arrastrarnos contigo hasta aquí? ¿Poner todas nuestras vidas en peligro mientras tú vas a la caza de cuentos de hadas?

—Sí, lo es.

—Eres un bastardo. Eres un absoluto y consumado bastardo. ¡Entonces sí que estás loco!

—No, no lo estoy —aseguró Delagard—. Ya hace años que planeo esto. He pasado la mitad de mi vida pensando en ello. Le hice a Jolly toda clase de preguntas y estoy completamente seguro de que realizó el viaje que afirmaba haber hecho, y de que la Faz es lo que él decía que era.

»Durante años he estado planeando enviar una expedición aquí. Gospo lo sabía. Él y yo íbamos a ir juntos, quizá dentro de unos cinco años. Bueno, los gillies me dieron una buena excusa al expulsarnos de Sorve como lo hicieron, y luego las demás islas no quisieron aceptarnos y yo me dije: «Vamos, éste es el momento, ésta es la oportunidad. Cógela, Nid». Y así lo hice.

—Así que lo tenías en mente desde el momento mismo en que salimos de Sorve.

—Sí.

—Pero ni siquiera se lo dijiste a tus capitanes.

—Sólo a Gospo.

—Que pensaba que era una idea absolutamente estupenda.

—Correcto —dijo Delagard—. Él estaba conmigo en todo. Igual que Quillan cuando se lo comenté. El padre está completamente de acuerdo conmigo.

—Por supuesto que sí. Cuanto más extrañas son las cosas, mejor para él. Cuanto más lejos pueda esconderse de la civilización, más le gusta. La Faz es su Tierra Prometida. Cuando lleguemos allí, podrá establecer la iglesia en esa tierra de leche y miel tuya y nombrarse sumo sacerdote, cardenal, papa, o como le dé la gana llamarse a sí mismo… mientras tú construyes tu imperio, ¿eh, Nid? Y todo el mundo contento.