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Estaban en el camarote de él.

—No es mucho —respondió ella—. Sé que es algún tipo de isla gigantesca u objeto parecido a una isla, inmensamente más grande que cualquiera de las islas conocidas y habitadas. Cubre cientos de hectáreas, una enorme masa de terreno permanentemente anclada.

—Eso ya lo sé yo, pero ¿averiguaste algo de ella durante las conversaciones que solías mantener con los gi-llies? Perdón, los Moradores.

—No les gustaba hablar de eso. Excepto a una hembra que conocí en Simbalimak. Se animó a responder a algunas de mis preguntas.

—¿Y?

—Dijo que era un sitio prohibido, un sitio al que nadie podía ir.

—¿Eso es todo? Cuéntame algo más.

—Son cosas bastante oscuras.

—Ya lo imagino. Cuéntame, Sundria, por favor.

—Habló de una forma bastante críptica. A mí me pareció que lo hacía deliberadamente, pero tuve la impresión de que la Faz de las Aguas no es simplemente un tabú, o que le tengan miedo y por tanto la eviten sin más, o que está literalmente deshabitada… y es físicamente peligrosa. «Son los cimientos de la Creación», me dijo. Se cree que los Moradores muertos regresan a la fuente de origen. Cuando muere un Morador, me dijo ella, la frase que emplean para decirlo es que «se ha ido a la Faz». Tuve la impresión de que era algo hirviente de energía… algo ardiente, feroz y muy, muy poderoso. Como si allí hubiera una reacción nuclear constante.

—Cristo —dijo Lawler, sin entonación en la voz.

A pesar de lo cálido del aire del pequeño camarote húmedo, sintió que un escalofrío le subía por las piernas. También tenía fríos los dedos de las manos, además de crispados. Se volvió, cogió el frasco de tintura de alga y se sirvió una dosis. Miró interrogativamente a Sundria, pero ella negó con la cabeza.

—Ardiente, feroz y poderoso —repitió las palabras de ella—. Una reacción nuclear.

—Comprenderás que no era ése el concepto que ella utilizó. Es la conclusión que yo saqué, basándome en las frases metafóricas que ella empleaba. Ya sabes lo difícil que resulta comprender lo que nos dicen los Moradores.

—Sí.

—Pero mientras ella me hablaba de esas cosas, yo me encontré pensando si no habría tenido lugar allí algún experimento de los Moradores hace mucho tiempo, algún tipo de proyecto atómico que les hubiera salido mal, algo de esa naturaleza. Sólo es una conjetura, como comprenderás. Pero, por la forma en que ella hablaba, por lo incómoda que parecía, por su manera de levantar barreras cuando yo formulaba demasiadas preguntas, pude darme cuenta de que creía que en la Faz había algo que debía ser evitado a toda costa. Algo en lo que los gillies ni siquiera querían pensar y menos aún hablar de ello.

—Mierda —Lawler se bebió la tintura de un solo trago y sintió sus efectos estabilizantes casi de inmediato—. Un territorio consumido por la fuerza atómica. Una reacción en cadena perpetua. Eso no encaja muy bien con las cosas que me estuvieron diciendo Delagard y el padre Quillan.

—¿Has estado hablando con ellos sobre la Faz de las Aguas? ¿Por qué? ¿Qué es lo que de pronto resulta tan interesante acerca de la Faz?

—Es el tema del momento.

—Val, ¿serías tan amable de decirme qué está ocurriendo?

Él dudó durante un instante. Luego habló con voz apagada.

—Hace días que no navegamos en la dirección de Grayvard. Estamos al sur del ecuador y avanzamos cada vez más hacia el interior del mar Vacío —ella le dirigió una mirada de sobresalto. Él continuó—: El lugar hacia el que nos dirigimos —le dijo— es la Faz de las Aguas.

—Lo dices como si hablaras realmente en serio.

—Y así es.

Ella se apartó bruscamente, como si él hubiera levantado una mano de forma amenazadora.

—¿Es esto obra de Delagard?

—Exacto. Así me lo dijo él mismo hace media hora, cuando lo acorralé con algunas preguntas acerca del rumbo que estábamos siguiendo.

Lawler le resumió todo el asunto rápidamente: las historias de Jolly acerca de su viaje hasta la Faz; el sueño de Delagard de establecer allí una ciudad y utilizarla para ganar poder sobre todo el planeta, Moradores incluidos; sus planes para construir finalmente un puerto espacial y abrir Hydros al comercio interestelar.

—¿Y el padre Quillan? ¿Dónde encaja él en todo esto?

—Él es quien anima a Delagard para que continúe. Ha decidido, y no me preguntes por qué, que la Faz es una especie de paraíso, y que Dios, su Dios, ese al que ha estado intentando encontrar durante toda su vida, tiene allí su cuartel general cuando anda por las inmediaciones. Así que está ansioso por conseguir que Delagard lo lleve hasta allí y poder decirle finalmente «hola».

Sundria lo miraba con la expresión de desconcierto de una mujer que acaba de descubrir que una pequeña serpiente le está subiendo por la parte interior del muslo.

—¿Crees que están locos?

—Cualquiera que hable de cosas como «hacerse con el control» y «ganar poder» está loco en mi opinión —dijo Lawler—. De la misma forma que lo está cualquiera preocupado por un concepto como el de encontrar a Dios. Para mí, son ideas disparatadas. Y cualquiera que abrace ideas disparatadas está loco, al menos según mi definición de esa palabra. Y da la casualidad de que uno de ellos está al mando de esta flota.

El cielo comenzaba a oscurecerse cuando Lawler regresó a la cubierta. El turno de mediodía estaba desparramado por la arboladura, arriando velas rápidamente bajo la dirección de Onyos Felk. Soplaba un viento poderoso en dirección norte, que ya había alcanzado mucha fuerza y velocidad y amenazaba convertirse en una aullante ventisca en cualquier momento. Una fuerte tormenta se les estaba echando encima, una enorme masa de turbulencias que avanzaba desde el sur. Lawler pudo ver cómo marchaba a lo lejos: arrojaba torrentes de agua y transformaba el mar en enormes olas de espuma blanca. Los rayos cruzaban el cielo y producían una luz rara; eran terribles destellos amarillos acabados en varias bifurcaciones, seguidos casi inmediatamente por fuertes estallidos de truenos.

—¡Cubos! ¡Barriles! ¡Aquí llega el agua! —chillaba Delagard.

—Agua suficiente como para inundarnos hasta el cuello —dijo Dag Tharp en voz baja, mientras pasaba corriendo junto a Lawler, por la cubierta.

—¡Dag! ¡Espera!

El operador de radio se volvió.

—¿Qué pasa, doctor?

—Cuando cese esta tormenta, tú y yo tendremos que hacer algunas llamadas al resto de la flota. He estado hablando con Delagard: nos está llevando a la Faz de las Aguas, Dag.

—Tienes que estar bromeando.

—Ojalá.

Lawler miró hacia el cielo, que cambiaba rápidamente. Había adquirido una extraña tonalidad metálica, un siniestro brillo apagado y grisáceo, y en los bordes de la gran nube negra suspendida justo al sur se veían las pequeñas lenguas siseantes de los rayos. El océano estaba comenzando a tener un aspecto tan feroz como el que había tenido durante la tormenta de tres días.

—Oye, ahora no tenemos tiempo para discutir el tema, pero se ha montado una enorme cantidad de razones descabelladas para hacer lo que está haciendo. Tenemos que detenerlo.

—¿Y cómo vamos a hacer eso? —preguntó Tharp.

Se levantó una ola por el lado de estribor, con la ferocidad de un látigo.

—Hablaremos con los otros capitanes. Convoca a todos los barcos. Explícales a todos lo que está ocurriendo, somete el tema a votación si fuera necesario, pero hay que deponer a Delagard de alguna manera.

Lawler veía el esquema claramente en su cabeza: una reunión de todos los habitantes de Sorve, la revelación de la grotesca verdad de aquel viaje, una apasionada denuncia de la loca ambición del dueño de los barcos, una apelación directa al sentido común de la comunidad. Su propia reputación como persona lógica y cuerda opuesta a la grandiosa visión de Delagard y a su naturaleza tempestuosa.