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—No podemos permitir que nos arrastre estúpidamente hacia el primer sitio descabellado que se le ocurra. Tenemos que impedirle que lo haga.

—Los capitanes le son leales.

—¿Continuarán siéndole leales cuando se enteren de la real situación?

Otra ola golpeó el barco; una tremenda bofetada de agua que lo hizo escorar a babor. Por encima de la barandilla saltó una cascada repentina. Un momento después el aire se vio invadido por el terrible destello de un rayo y el crujir casi simultáneo del trueno, y luego cayó una espesa cortina de lluvia.

—Hablaremos de ello más tarde —le gritó Lawler a Tharp—. ¡Cuando la tormenta se haya calmado!

El radio se alejó en dirección a proa; Lawler se agarró fuertemente a la barandilla. Rodeado de agua, se asfixiaba cuando venía por varios lados al mismo tiempo, entre el mar enloquecido y espumoso que lo lamía y la enorme masa de lluvia casi sólida que bajaba del cielo. Tenía la nariz y la boca llenas de agua, dulce y salada a tiempos. Jadeó y volvió la cabeza, sintiéndose medio ahogado, y se atragantó, resolló y tosió hasta que pudo volver a respirar.

Sobre el barco había descendido una oscuridad de medianoche. El mar resultaba invisible excepto cuando el destello de los rayos lo iluminaba; entonces las enormes cavernas bostezantes que se elevaban por todas partes como cámaras secretas parecían abrirse para tragarlos. Por el puente aún podían verse algunas siluetas oscuras, corriendo frenéticamente de un lado a otro mientras Delagard y Felk gritaban órdenes. Las velas estaban arriadas. El Reina de Hydros, inclinándose y escorándose ante el pleno embate de la tormenta, volvió sus mástiles hacia barlovento. Ahora se elevaba sobre la cresta de una ola enorme, ahora caía en la bostezante depresión y golpeaba el espumoso fondo de ésta con un sonido restallante. Lawler oía chillidos distantes. Tenía la sobrecogedora sensación de que enormes volúmenes de agua implacable descendían desde todas partes.

En medio del inmenso rugido de la tormenta, la furia aterrorizadora que estallaba y los golpeaba, el penetrante aullido del viento, el retumbar de los truenos y el tamborileo de la lluvia, se produjo un sonido repentino que era más atemorizador que cualquiera de los que lo habían precedido: el sonido del silencio, la absoluta falta de ruido que cayó mágicamente como una cortina sobre aquel tumulto. Todos los que estaban a bordo del barco lo percibieron en el mismo momento y se detuvieron para levantar los ojos, sobresaltados, perplejos, atemorizados. Aquel silencio duró quizá unos diez segundos: una eternidad.

Y después se oyó un sonido que era aún más extraño, incomprensible incluso, y tan sobrecogedoramente aterrador que Lawler tuvo que luchar contra el impulso de caer de rodillas. Se trataba de un sonido rugiente y bajo que crecía en intensidad segundo a segundo hasta que al cabo de un momento llenó el aire como el grito de una garganta más grande que la galaxia entera. Lawler fue ensordecido por él. Alguien pasó corriendo por su lado —Pilya Braun, advirtió después— y le tiró furiosamente del brazo. Señaló hacia barlovento y le gritó. Lawler la miró fijamente sin comprender una sola palabra; repitió, y esta vez su voz, infinitesimal con respecto al monstruoso rugido que llenaba el cielo, llegó hasta él con la suficiente claridad.

—¿Qué estás haciendo en cubierta? —preguntó—. ¡Vete abajo! ¡Vete abajo! ¿Es que no lo ves? ¡Es la Ola!

Lawler aguzó la vista y pudo distinguir algo largo y alto que brillaba con un fuego dorado interior en el pecho del mar, muy a lo lejos; una línea brillante que se extendía por el horizonte, algo más alto que cualquier muralla, de la que brotaba una luz propia. La miró lleno de asombro.

Dos figuras pasaron corriendo por su lado, gritándole advertencias, y Lawler asintió: Sí, sí. Ya veo. Ya comprendo. Pero continuaba siendo incapaz de apartar los ojos de aquella distante cosa que se acercaba a toda velocidad. ¿Por qué brillaba de aquella manera? ¿Qué altura tendría? ¿De dónde habría salido? Poseía una especie de belleza; las lenguas de espuma blancas como la nieve a lo largo de su cresta, el cristalino destello de su corazón, la pureza de su ininterrumpido movimiento de avance. Devoraba la tormenta al acercarse, imponiendo sobre el caos de la tempestad un titánico orden propio.

Lawler la observó hasta que ya casi no le quedó tiempo para escapar. Luego corrió hacia la escotilla delantera. Se detuvo durante un instante para mirar atrás, y vio que la Ola se encumbraba por encima del barco como un dios que cabalgara sobre el mar. Se lanzó a través de la puerta y la cerró detrás de sí. Kinverson se puso de pie junto a él para correr los listones que la aseguraban. Sin decir una palabra, Lawler descendió la escalerilla hacia el corazón de la nave y se reunió con sus compañeros de tripulación para esperar el momento del impacto.

Tercera Parte

LA FAZ DE LAS AGUAS

1

El barco estaba como sobre una pista engrasada, deslizándose libremente a través del mundo. Lawler podía sentir debajo de sí el eterno movimiento del mundo oceánico, el enorme oleaje planetario, mientras la enorme muralla de agua sobre la que cabalgaban los arrastraba irresistiblemente. Ellos eran meros pecios; eran un átomo aislado que se sacudía en el vacío. No eran absolutamente nada, y la inmensidad del mar enfurecido lo era todo.

Encontró un sitio en medio del barco en el que ponerse en cuclillas y prepararse para lo que venía. Se apretó contra uno de los mamparos, con un grueso montón de mantas encajadas contra su cuerpo para que lo mantuviera inmóvil; pero no tenía esperanzas reales de sobrevivir. La muralla de agua era demasiado gigantesca, el mar demasiado tormentoso, el barco demasiado endeble. Intentó imaginar a través del sonido y el movimiento qué estaría ocurriendo en cubierta en aquellos precisos momentos.

El Reina de Hydros se deslizaba rápidamente por encima de la superficie del mar, atrapado en el movimiento de avance de la Ola y arrastrado irremisiblemente por ella, encima de su ondulación más baja. Incluso en el caso de que Delagard hubiera conseguido hacer funcionar el magnetrón a tiempo, éste debía de haber tenido poco o ningún efecto contra el impacto de la ola que se aproximaba o para elevar el barco e impedir que lo arrastrara con ella. Fuera cual fuese la velocidad de la Ola, ésa era la rapidez con que ahora viajaba el barco al empujarlo la gran masa de agua. Lawler nunca había visto una Ola tan enorme. Probablemente nadie la había visto durante los apenas ciento cincuenta años de asentamientos humanos en Hydros. Lo más probable era que se debiese a alguna concatenación de las tres lunas y el mundo hermano: alguna confluencia diabólica de fuerzas gravitacionales era la que había levantado aquella impensable hinchazón de agua y la había echado a correr en torno al vientre del planeta.

De alguna manera, el barco aún se mantenía a flote, como un corcho sacudido sobre el pecho del agua. Lawler no tenía ni idea de cómo, pero estaba seguro de que todavía flotaba porque podía sentir la fuerza constante de aceleración al ser arrastrado por la Ola. Esa fuerza inflexible lo apretaba contra el mamparo y lo mantenía tan pegado a él que le resultaba imposible moverse. Si ya hubieran volcado, razonó, a aquellas alturas la Ola habría pasado y ellos estarían hundiéndose silenciosamente en su depresión posterior. Pero no: continuaban viajando. Estaban dentro de la Ola, girando una y otra vez, quilla arriba, quilla abajo, quilla arriba, quilla abajo, mientras todo lo que no estaba sujeto al interior del barco caía dando tumbos. Podía oír las cosas que golpeaban por todas partes, como si el barco estuviera siendo sacudido por la mano de un gigante. Rodaban, rodaban y rodaban.