Выбрать главу

Lis Niklaus tenía nuevos cortes y moretones en la cara.

—Yo no le dije absolutamente nada —le aseguró a Lawler, mientras él la curaba—. Simplemente se volvió loco y comenzó a golpearme en cuanto entramos en el camarote.

—¿Ha ocurrido esto antes?

—No de esa manera, no. Se ha vuelto loco. Quizá pensó que yo iba a decir algo que no le gustaría. La Faz, la Faz, la Faz, es lo único en lo que puede pensar. Habla de ella en sueños. Negocia tratos, amenaza a competidores, promete maravillas… Yo qué sé.

A pesar de que era una mujer grande y sólida, parecía de pronto encogida y frágil como si Delagard estuviera absorbiéndole la vida para su propio provecho.

—Cuanto más vivo con él —comentó—, más me asusta. Uno piensa que no es más que un rico dueño de astilleros interesado sólo en beber, comer, follar y hacerse aún más rico, sabe Dios para qué; y luego te encuentras con que de vez en cuando te deja echar un vistazo a su interior y ves demonios.

—¿Demonios?

—Demonios, visiones, fantasías. No lo sé. Piensa que esa gran isla lo convertirá en un emperador de este planeta, o quizá en una especie de dios, y que todo el mundo le obedecerá, no sólo la gente como nosotros, sino también los otros isleños, incluso también los gillies; y los habitantes de otros mundos. ¿Sabes que quiere construir un puerto espacial?

—Sí —respondió Lawler—. Ya me lo ha dicho.

—Y lo hará. Ese hombre consigue lo que se propone. Nunca descansa. Nunca disminuye el ritmo. Piensa en sueños. Lo digo en serio —Lis se tocó delicadamente una zona purpúrea que tenía entre el pómulo y el ojo izquierdo—. ¿Vas a intentar detenerlo? ¿Tienes la intención?

—No estoy seguro.

—Ten cuidado. Te matará si intentas ponerte en su camino. Incluso a ti, doctor; te mataría de la misma forma que a un pez.

El mar Vacío parecía merecer su nombre. Era limpio y monótono, sin islas, sin arrecifes de coral, sin tormentas, y en su cielo apenas se veía una nube. El ardiente sol arrojaba largos rayos anaranjados sobre las límpidas ondas vidriosas del agua color azul grisáceo. El horizonte parecía estar a mil millones de kilómetros de distancia. El viento era flojo y caprichoso. Las olas de marea eran raras ahora, y pequeñas cuando las había; apenas más grandes que una ondulación sobre el seno plano del mar. El barco navegaba fácilmente por encima de ellas.

Tampoco había mucha vida marina. Kinverson arrojaba sus líneas en vano; las redes de Gharkid apenas recogían alguna alga que pudiera ser de utilidad. Ocasionalmente pasaba algún brillante cardumen de peces o podían verse criaturas de gran tamaño retozando en la distancia, pero era raro que algo se acercara lo suficiente como para apresarlo.

Las reservas existentes a bordo —los surtidos de pescado seco y algas deshidratadas— estaban disminuyendo de forma alarmante; Delagard ordenó que se redujera la ración diaria. Aparentemente sería un viaje de hambre a partir de entonces… y también de sed. No había habido tiempo de sacar los recipientes durante el fantástico aguacero que los había azotado justo antes de la llegada de la Ola. Ahora, bajo aquel sereno y despejado cielo, el nivel de los barriles disminuía cada día más.

Lawler le pidió a Onyos Felk que le enseñara en la carta el punto en el que se hallaban. El cartógrafo fue vago, como siempre, respecto a la geografía; pero señaló muy adentro del mar Vacío, casi a medio camino entre el ecuador y el supuesto emplazamiento de la Faz de las Aguas.

—¿Puede ser eso cierto? —preguntó Lawler—. ¿Es posible que hayamos llegado tan lejos?

—La Ola se movía a una velocidad increíble. Nos arrastró consigo durante todo el día; el verdadero milagro es que el barco no se haya partido en dos.

Lawler estudió la carta.

—Hemos llegado ya demasiado lejos como para volver atrás, ¿no es cierto?

—¿Quién está hablando de volver? ¿Tú? ¿Yo? Delagard no, ciertamente.

—¿Y si quisiéramos hacerlo? —preguntó Lawler—. ¿Podríamos?

—Será mejor para todos que continuemos avanzando —dijo sombríamente Felk—. No tenemos alternativa, realmente. Tenemos todo este vacío detrás. Si nos volviéramos hacia aguas conocidas, probablemente moriríamos de hambre antes de llegar a cualquier parte útil. Casi la única probabilidad que tenemos ahora es la de intentar encontrar la Faz. Puede que allí encontremos comida y agua.

—¿Tú lo crees así?

—¿Y yo qué sé? —fue la respuesta de Felk.

—¿Tienes un minuto, doctor? —preguntó Leo Martello—. Quiero enseñarte algo.

Lawler estaba en su camarote, mirando entre sus papeles. Tenía allí tres cajas de historiales médicos: los de los sesenta y cuatro antiguos ciudadanos de Sorve que presumiblemente habían desaparecido en el mar. Lawler había luchado amargamente con Delagard por el derecho de llevarlas consigo cuando la flota abandonó Sorve, y por una vez había conseguido ganar. ¿Y ahora qué? ¿Las guardaría? ¿Para qué? ¿Por la posibilidad de que los cinco barcos perdidos reaparecieran con toda su tripulación a bordo? ¿Guardarlas para el uso de algún futuro historiador de la isla?

Martello estaba tan próximo a ser el historiador de la isla como alguien podía estarlo. Quizá le gustaran aquellos documentos inútiles para trabajar en los últimos cantos de su obra épica.

—¿De qué se trata, Martello?

—He estado escribiendo acerca de la Ola —respondió Martello—. Lo que nos ocurrió, dónde nos encontramos ahora, hacia dónde podríamos estar dirigiéndonos y todo eso. Pensé que te gustaría leer lo que he hecho hasta ahora.

Sonrió ansiosamente. En sus lustrosos ojos pardos había un brillante destello de entusiasmo. Lawler se dio cuenta de que Martello debía estar tremendamente orgulloso de sí mismo, de que estaba buscando aplausos. Le envidió por una vez su exuberancia, su naturaleza extrovertida, su ilimitado entusiasmo. Allí, en medio de aquel condenado viaje desesperado, Martello era capaz de encontrar poesía. Asombroso.

—¿No te estás adelantando un poco? —preguntó Lawler—. Lo último que yo supe fue que estabas comenzando con la emigración de la Tierra hacia los primeros mundos colonizados.

—Cierto. Pero me imagino que finalmente llegaré a la parte del poema que hable de nuestra vida en Hydros, y este viaje será un capítulo importante de ella. Así que pensé: ¿por qué no escribirlo ahora, mientras aún lo tengo fresco en la memoria, en lugar de esperar a ser un anciano de cincuenta o sesenta años?

«Realmente, por qué no», pensó Lawler.

Martello se había estado dejando crecer el pelo durante las últimas semanas: ahora tenía un cabello denso y exuberante que lo hacía parecer diez años más joven. Probablemente viviría cincuenta años más, si alguien del barco llegaba a hacerlo. Incluso setenta. Disponía de mucho tiempo para escribir poesía. Pero, sí, era mejor llevar inmediatamente al papel las impresiones poéticas.

—De acuerdo, echémosle un vistazo —dijo Lawler, tendiéndole la mano.

Lawler leyó unos pocos versos e hizo como que recorría el resto. Era una larga efusión de garrapatos de la misma sensiblería torpe del otro fragmento de la gran obra épica que Martello le había permitido leer, aunque aquel trozo tenía el vigor del recuerdo personal.