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De lo alto del cielo llegó el diluvio de oscuridad Calándonos profundamente, empapando nuestros huesos. Mientras luego luchábamos y nos esforzábamos por mantenernos en pie, Vino un nuevo enemigo más grande que el anterior. ¡De la Ola se trataba! Que nos causó miedo profundo. Nos apretó las gargantas y nos congeló los corazones. ¡La Ola! Temible enemigo, la más grande de las adversidades, Que se elevaba como una muralla de muerte sobre el pecho del mar. Entonces temblamos, entonces desfallecimos, Entonces nos hundimos hasta las rodillas en desesperación…

Lawler levantó los ojos.

—Tiene mucha fuerza, Leo.

—Creo que es un nivel completamente nuevo para mí. Cuando se trataba de acontecimientos históricos, tenía que andar tentando para encontrar el camino, pero esto… estuvo precisamente aquí… —puso las palmas hacia arriba con los dedos separados—. Simplemente tenía que escribirlo tan rápido como pudiera poner las palabras sobre el papel.

—Estabas inspirado.

—Ésa es la palabra, sí —tímidamente, Martello tendió la mano para coger el montón de papeles manuscritos—. Puedo dejártelo, si quieres leerlo más detenidamente, doctor.

—No, no, prefiero esperar hasta que acabes todo el canto. No has escrito la parte en que salimos a cubierta después y nos encontramos internados muy adentro del mar Vacío.

—Creo que esperaré —dijo Martello— hasta que lleguemos a la Faz de las Aguas. Esta parte del viaje no es muy interesante, ¿no crees? No ocurre absolutamente nada. Pero cuando lleguemos a la Faz…

Hizo una pausa significativa.

—¿Sí? —preguntó Lawler—. ¿Qué crees que va a ocurrir allí?

—Milagros, doctor. Cosas maravillosas, fantásticas y fabulosas —los ojos de Martello brillaban—. Apenas puedo esperar. Escribiré un canto sobre eso que al mismo Homero le hubiera gustado componer. ¡Al mismo Homero!

—Estoy seguro de que lo harás —dijo Lawler.

De aquel vacío volvieron a surgir los peces bruja, repentinamente, por cientos y sin previo aviso. Sin embargo, no había razón alguna para no esperar que eso ocurriera: si alguna diferencia había, era que las aguas parecían más vacías en aquel sitio de lo que habían estado desde que habían entrado en él. Pero el mar se abrió en un tórrido mediodía y asedió al barco con peces bruja; se lanzaron desde el agua todos a un tiempo y volaron por encima del barco como una densa nube.

Lawler estaba en cubierta. Oyó el primer sonido sibilante y se agachó automáticamente a la sombra del trinquete. Los peces bruja, de medio metro de largo y tan gruesos como uno de sus brazos, atravesaban el aire como veloces proyectiles mortales, sus correosas alas de ángulos agudos extendidas y las hilera de púas afiladas como agujas erectas sobre los lomos.

Algunos saltaban limpiamente la cubierta en un pronunciado arco y caían en el mar más allá. Otros chocaban contra los mástiles o el tejado del castillo de proa, o se apilaban en las velas que hacían bolsa, o simplemente acababan su trayectoria en medio del barco y aterrizaban sobre la cubierta con iracundas convulsiones de látigo. Lawler vio a dos que pasaron juntos por su lado, con sus ojos chispeando malévolamente. Luego pasaron tres que volaban aún más juntos, como si estuvieran uncidos; luego vinieron más de los que podía contar. No había forma de llegar hasta la seguridad de la escotilla. Sólo podía esconderse, acurrucarse y esperar.

Oyó un grito que venía de más allá de la cubierta, y de otra dirección le llegó un gruñido de irritación. Miró hacia arriba y vio a Pilya Braun en la arboladura, luchando para sujetarse mientras se defendía de un enjambre de peces. Tenía una mejilla desgarrada y sangrante.

Un rechoncho pez bruja rozó un brazo de Lawler, pero no le hizo daño alguno: la parte de las púas estaba dirigida hacia el lado opuesto. Otro atravesó la cubierta en el preciso momento en que Delagard aparecía por la escotilla. Lo golpeó en el pecho de través y le abrió una línea dentada en la tela de la camisa que comenzó a enrojecerse rápidamente, y cayó retorciéndose a sus pies. Delagard lo pisó salvajemente con el tacón de la bota.

Durante tres o cuatro minutos fue como una lluvia de jabalinas; luego desaparecieron. El aire volvió a quedar en calma, el mar quieto y liso como una sábana de vidrio deslustrado que se extendía hasta el infinito.

—Bastardos —dijo Delagard, estúpidamente—. ¡Los barreré del planeta! ¡Exterminaré a esos jodidos bichos!

«¿Cuándo sería eso?», se preguntó Lawler con ironía, mientras se le acercaba. «Cuando la Faz de las Aguas lo hubiese convertido en gobernante supremo del planeta, supongo».

—Déjame ver ese corte, Nid —le pidió.

Delagard se lo quitó de encima.

—No es más que un arañazo. Ya ni siquiera lo siento.

Neyana Golghoz y Natim Gharkid salieron de las profundidades del barco y se pusieron a amontonar a los peces bruja muertos y agonizantes en una pila. Martello, que había recibido un feo corte en un brazo y se le había clavado en la espalda una hilera de púas de pez bruja, se acercó para mostrarle las heridas a Lawler. El médico le dijo que fuera abajo y lo esperara en la enfermería. Pilya descendió de la verga y también le enseñó a Lawler sus heridas: un tajo sangrante que le atravesaba la mejilla y tenía otro abierto justo debajo de los pechos.

—Creo que vas a necesitar algunos puntos —le dijo él—. ¿Te duele mucho?

—Escuece un poco. Arde. Arde mucho, en realidad. Pero no creo que sea nada serio.

La muchacha sonrió. Lawler aún podía ver el afecto hacia él, el deseo o lo que fuese, resplandeciendo en sus ojos. La joven sabía que él dormía con Sundria Thane, pero aparentemente nada había cambiado para ella. Quizá incluso se alegraba de haber sido cortada por aquellos peces bruja de esa manera: eso conseguiría atraer su atención, le tocaría la piel. Lawler sintió pena por ella. La devoción de Pilya lo entristecía.

Delagard, sangrando todavía, volvió a aparecer en la cubierta cuando Neyana y Gharkid se disponían a arrojar por la borda la pila de peces bruja.

—Esperad un momento —dijo con brusquedad—. Hace días que no comemos pescado fresco.

Gharkid le dirigió una mirada de completo asombro.

—¿Comería pez bruja, capitán, señor?

—Podemos intentarlo, ¿no? —respondió Delagard.

Los peces bruja al horno resultaron saber igual que trapos sumergidos en orines durante un par de semanas. Lawler consiguió comerse tres bocados antes de renunciar con náuseas. Kinverson y Gharkid se negaron a probarlo siquiera; Dag Tharp, Henders y Pilya también declinaron comerse su parte. Leo Martello se comió valientemente medio pescado. El padre Quillan ingirió el suyo escogiendo los trozos cuidadosamente, con obvio desagrado pero férrea determinación, como si le hubiera hecho a la Virgen voto de comerse cualquier cosa que le pusieran delante sin importar lo asquerosa que fuese.

Delagard acabó con la totalidad de su ración y pidió más.

—¿Te gusta? —preguntó Lawler.

—Un hombre tiene que comer, ¿no? Un hombre tiene que conservar sus fuerzas, doctor. ¿No estás de acuerdo? Las proteínas son proteínas, ¿eh, doctor? ¿Qué dices a eso? Toma, come tú también un poco más.

—Gracias —dijo Lawler—. Creo que intentaré conservar mis fuerzas sin eso.

Advirtió que se había operado un cambio en Sundria. El verdadero propósito del viaje pareció haberla liberado de todas las restricciones de intimidad con las que se había limitado a sí misma, y los momentos de amor entre ellos ya no estaban marcados por un frágil silencio o la charla intrascendente. Ahora, cuando yacían juntos en el rincón mohoso de la bodega que se había convertido en el sitio favorito de ambos, ella fue descubriéndose ante él en largas e inesperadas ráfagas de monólogo autobiográfico.