—Yo siempre fui una niña curiosa. Supongo que demasiado curiosa como para que eso redundara en mi beneficio. Vagaba por la bahía, recogía cosas en las aguas someras, me ganaba mordiscos y picotazos. Cuando tenía alrededor de cuatro años me metí un cangrejo en la vagina —Lawler hizo muecas de susto y dolor; ella se echó a reír—. No sé si estaba intentando averiguar qué le pasaría al cangrejo, o a mi vagina. Aparentemente, al cangrejo no le importó demasiado. Pero a mis padres sí.
El padre había sido el alcalde de la isla de Jamsilaine. «Alcalde» era, aparentemente, un término que significaba jefe de gobierno entre los isleños del mar de Azur. El asentamiento humano de Jamsilaine era grande, con cerca de quinientos miembros. Para las costumbres de Lawler, aquello era una multitud enorme, una suma inimaginablemente compleja. La información de Sundria con respecto a su madre fue vaga: una erudita de algún tipo, quizá una historiadora que estudiaba la migración galáctica humana, pero había muerto muy joven y Sundria apenas la recordaba. Era evidente que Sundria había heredado una parte del intelecto investigador de su madre.
La fascinaban los gillies en particular, los Moradores; siempre tenía buen cuidado de llamarlos por su nombre más formal, que a Lawler le resultaba tonto y pesado. Cuando tenía catorce años, Sundria y un chico algo mayor que ella habían comenzado a espiar las ceremonias secretas de los Moradores de la isla de Jamsilaine. Ella y el chico también se habían dedicado a la experimentación sexual, la primera para ella; la muchacha se lo mencionó a Lawler en un tono flemático, y él se sorprendió al darse cuenta de que envidiaba a aquel muchacho. ¿Haber tenido por amante a una muchacha tan deslumbrante cuando era tan joven? ¡Qué privilegio tuvo que haber sido aquél! En la adolescencia de Lawler había habido suficientes chicas; y luego sólo algunas, cuando conseguía escapar a las interminables horas de estudios de medicina que lo mantenían encerrado en la vaargh de su padre durante la mayor parte del tiempo. Pero no habían sido las mentes inquisidoras de aquellas chicas lo que lo había atraído hacia ellas.
Se preguntó por un momento cómo hubiera sido la vida si en la isla de Sorve hubiese habido una Sundria en la época en la que él estaba creciendo. ¿Qué hubiese ocurrido si se hubiera casado con ella en lugar de con Mireyl? Era una suposición que lo dejaba pasmado: décadas de estrecha relación de pareja con aquella mujer extraordinaria, en lugar de la vida solitaria y marginal que había escogido llevar. Una familia. Una continuidad profunda.
Apartó aquellos pensamientos que lo distraían. Fantasías inútiles, eso eran; él y Sundria habían crecido a miles de kilómetros y muchos años de distancia. E incluso en el caso de que las cosas hubieran sido diferentes, cualquier continuidad que hubiesen conseguido crear en Sorve se habría hecho añicos de todas formas con la expulsión. Todos los caminos conducían a aquel punto de exilio flotante que se balanceaba en un diminuto barco en medio del mar Vacío.
La mente inquisitiva de Sundria la había llevado finalmente a un gran escándalo. Tenía poco más de veinte años; su padre era aún el alcalde y ella vivía sola en los suburbios de la comunidad humana de Jamsilaine, pasando entre los Moradores todo el tiempo que éstos le permitían.
—Se trataba de un reto intelectual. Yo quería aprender del mundo todo lo que pudiera; comprender este mundo implicaba comprender a los Moradores. Aquí estaba ocurriendo algo; yo estaba segura de eso. Algo que ninguno de nosotros veía.
Adquirió fluidez en su idioma, lo que aparentemente no era una habilidad común en Jamsilaine. Su padre la nombró embajadora de la isla ante los Moradores: todos los contactos con ellos eran hechos a través de la muchacha. Pasaba tanto tiempo en el poblado de los gillies, en el extremo sur de la isla, como en su propia comunidad. La mayoría de la gente sólo toleraba su presencia, como solían hacer los Moradores; otros eran hostiles de manera franca, como a menudo eran los Moradores; pero había unos pocos que parecían casi cordiales. Sundria sentía que estaba comenzando a conocer a algunos Moradores como individuos reales, no meramente como las criaturas alienígenas indiferenciadas, ominosas, grandes y pesadas que a la mayoría de los humanos les parecía que eran.
—Ése fue mi error, y el de ellos: el hacernos demasiado íntimos. Yo presumía de esa intimidad. Recordé algunas cosas que había visto cuando era niña, cuando Thomas y yo nos deslizábamos hasta sitios a los que no deberíamos haber ido. Hice preguntas y obtuve respuestas evasivas. Respuestas atormentadoras. Decidí que tenía que volver a acercarme a hurtadillas.
Fuera lo que fuese lo que Sundria había visto en las cámaras secretas de los gillies, parecía ser incapaz de comunicarle su naturaleza a Lawler. Quizá era reservada para con él, o quizá simplemente no había visto lo bastante como para comprender nada. Se refirió vagamente a ceremonias, comuniones, rituales, misterios; pero la vaguedad de sus descripciones parecía estar centrada en sus propias percepciones, no en su falta de voluntad de compartir con él lo que sabía.
—Regresé al mismo lugar por el que me había deslizado años antes con Thomas, pero esta vez me descubrieron. Pensé que iban a matarme; en cambio me llevaron ante mi padre y le pidieron a él que me matara. Él les prometió que me ahogaría, y ellos parecieron aceptar su palabra. Salimos en el bote de pesca y yo salté por la borda; pero él había arreglado las cosas para que un bote de Simbalimak me recogiera en la parte trasera de la isla. Tuve que nadar durante tres horas para llegar hasta allí. No regresé nunca a Jamsilaine, y nunca volví a ver a mi padre ni a hablar con él.
—Así que tú también sabes algo del exilio —comentó Lawler, acariciándole una mejilla.
—Algo, sí.
—Nunca me habías dicho una palabra de esto.
Ella se encogió de hombros.
—¿Qué importancia tenía? Tú estabas sufriendo demasiado. ¿Te hubiera hecho sentir mejor si te hubiera contado que yo también había tenido que abandonar mi isla natal?
—Puede que sí.
—Me sorprende —dijo ella.
Dos días más tarde volvieron a la bodega, y una vez más ella habló de la vida que había dejado atrás. Vivió un año en Simbalimak; allí había tenido una relación amorosa seria, a la que había aludido una vez con anterioridad, y sus intentos de sondear los secretos de los gillies casi habían acabado de una forma tan desastrosa como en Jamsilaine. Luego había continuado su camino, saliendo del mar de Azur y dirigiéndose a Shaktan. Si había sido la presión de los gillies o el final de su compromiso amoroso lo que la había hecho abandonar la isla, era algo de lo que Lawler no estaba muy seguro, y tampoco se preocupó por preguntárselo.
De Shaktan a Velmise, de Velmise a Kentrup, y finalmente de Kentrup a Sorve; una vida inquieta y no particularmente feliz, al parecer. Siempre había una nueva pregunta después de la última respuesta. Más intentos de penetrar en los secretos de los gillies; más problemas como resultado de ello. Otras historias amorosas que habían quedado en nada. Una existencia errante, fragmentaria, de aislamiento. ¿Por qué había ido a Sorve?
—¿Y por qué no? Quería marcharme de Kentrup. Sorve era un lugar como cualquiera al que ir. Estaba cerca y tenía sitio para mí. Me hubiera quedado allí durante un tiempo y hubiera continuado viaje.
—¿Es así como esperas que sean las cosas durante el resto de tu vida? ¿Quedarte en un sitio durante un corto período de tiempo y luego marcharte a otra parte, y luego abandonar también el nuevo lugar?
—Supongo que sí —dijo ella.
—¿Qué es lo que estás buscando?
—La verdad.
Lawler esperó, sin ofrecer comentario alguno.