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—Sigo creyendo que aquí ocurre algo que nosotros apenas sospechamos —continuó ella—. Los Moradores tienen una sociedad unitaria: no varía de una a otra isla. Existe un lazo entre una comunidad y otra, entre los Moradores y los buzos, los Moradores y las plataformas, los Moradores y las bocas. Incluso entre los Moradores y los peces bruja, hasta donde yo sé. Quiero saber cuál es ese lazo.

—¿Por qué te importa tanto?

—Hydros es el planeta en el que tendré que pasar toda mi vida. ¿No crees que tiene sentido que averigüe sobre él todo lo que pueda?

—¿Así que no te molesta, entonces, que Delagard nos haya secuestrado y nos esté arrastrando hacia lo desconocido de esta manera?

—No. Cuanto más vea de este planeta, más podré entenderlo.

—¿No tienes miedo de navegar hasta la Faz, entrar en aguas desconocidas?

—No —respondió ella. Luego, pasado un momento, dijo—. Bueno, sí, quizá un poco. Por supuesto que tengo miedo, pero sólo un poco.

—Si algunos de nosotros intentásemos impedir que Delagard llevase a cabo su plan, ¿te unirías a nosotros?

—No —respondió Sundria, sin vacilar.

3

Algunos días pasaban sin que hubiera nada de viento, y el barco yacía como un cuerpo muerto sobre el agua completamente en calma, bajo un sol hinchado que se hacía cada vez más grande. El aire de aquella zona del trópico profundo era seco y caliente, y a veces el simple respirar se convertía en una lucha.

Delagard obraba maravillas con el timón. Ordenaba que las velas fuesen giradas en este y aquel sentido, aquél y éste, con el fin de aprovechar el más ligero soplo de brisa, y de alguna manera conseguía que la nave avanzara durante la mayor parte del tiempo manteniendo el rumbo regular hacia el suroeste, adentrándose cada vez más en aquel estéril desierto de aguas. Pero había otros días, día terribles, en los que parecía que no habría nunca más un soplo de aire con el que hinchar las velas, y que permanecerían inmovilizados en el sitio hasta convertirse en esqueletos.

—Está tan inmóvil como un barco pintado —dijo Lawler— en un pintado mar.

—¿Qué es eso? —preguntó el padre Quillan.

—Un poema. Es de la Tierra, muy antiguo. Uno de mis favoritos.

—Ya has hecho una cita de ese poema con anterioridad, ¿no es cierto? Recuerdo la métrica. Era algo así como «agua, agua por todas partes…»

—«…y ni una sola gota que beber» —recitó Lawler.

El agua ya se había agotado. En el fondo de los barriles no quedaba más que sombras adheridas a la madera. Lis medía las raciones en gotas. Lawler tenía derecho a una ración extra si la necesitaba con fines médicos. Se preguntaba cómo se las arreglaría para poder administrarse su dosis diaria de tintura de alga insensibilizadora. Aquel medicamento debía tomarse altamente diluido porque, de lo contrario, resultaba peligroso; y difícilmente podía permitirse el lujo de aquella cantidad de agua para su gratificación personal. ¿Qué hacer, entonces? ¿Mezclarla con agua de mar? Podría solucionarlo, al menos durante un breve período; produciría un efecto acumulativo en sus riñones si lo hacía durante mucho tiempo, pero se podía esperar que en pocos días llegara la lluvia y tuviera oportunidad de limpiarse con agua dulce.

También existía la posibilidad de no tomar la droga. Lo intentó una mañana, sólo a título de experimento. Al mediodía sentía en la cabeza un prurito extraño. Al final de la tarde tenía en toda la piel la sensación de que lo recorría un hormiguero por dentro. Temblaba y sudaba de necesidad a la hora del crepúsculo…, pero siete gotas de extracto de alga y su agitación se disolvió en la familiar y bienvenida insensibilidad.

Pero su reserva de droga comenzaba a ser escasa. Eso le parecía un problema más grave que la escasez de agua. Después de todo, siempre había la esperanza de que lloviera al día siguiente, pero el alga insensibilizadora no parecía crecer en aquellos mares. Lawler había contado con que encontraría en Grayvard, pero el barco ni siquiera iba allí. Estimó que le quedaba suficiente para pocas semanas más. Quizá menos que eso. Antes de mucho tiempo habría desaparecido completamente. Y entonces, ¿qué? ¿Entonces, qué?

Entretanto, intentaría mezclarla con agua de mar.

Sundria le contó más cosas sobre su infancia en Jamsilaine, su turbulenta adolescencia, su posterior vagabundeo de isla en isla, sus ambiciones, sus esperanzas, sus afanes y fracasos. Permanecían durante horas sentados en la mohosa oscuridad, con sus piernas extendidas ante sí sobre las cajas, entrelazando sus manos como jóvenes amantes mientras el barco navegaba en el plácido mar tropical. Ella le formuló preguntas acerca de su vida, y le relató las pequeñas historias de su adolescencia y juventud, y su vida tranquila, regular y cuidadosamente aislada de adulto en la única isla que había conocido.

Luego, una tarde bajó a revolver entre sus cajas de reserva en busca de nuevos suministros, y oyó gemidos y jadeos de pasión que provenían de un rincón oscuro de la bodega. Era el rincón particular de ellos; era la voz de una mujer. Neyana estaba en la arboladura, Lis estaba en la cocina, Pilya estaba fuera de servicio y haraganeaba por la cubierta. La única otra mujer de a bordo era Sundria. ¿Dónde estaba Kinverson? Él era del equipo de pesca, como Pilya; también estaría fuera de servicio. Tenía que ser Kinverson quien estaba detrás de las cajas, arrancando aquellos incitantes suspiros del cuerpo anhelante de Sundria.

Así pues, fuera lo que fuese lo que había habido entre esos dos —y Lawler sabía lo que era—, no había acabado en absoluto, ni siquiera durante aquellos días de confidencias autobiográficas compartidas y de manos dulcemente entrelazadas.

Ocho gotas de alga insensibilizadora lo ayudaron a superar aquello, más o menos. Midió lo que le quedaba. No era mucho. De ninguna manera.

La comida también estaba convirtiéndose en un problema. Hacía tanto tiempo que no cobraban una pieza, que otra embestida de peces bruja comenzaba a parecer una perspectiva atrayente. Vivían de sus menguadas reservas de pescado seco y algas en polvo, como si se hallaran en lo más avanzado del invierno ártico. A veces conseguían recoger un poco de plancton, arrastrando una banda de tela detrás del barco, pero comer plancton era como comer arena, y el sabor era amargo y desagradable. Las enfermedades carenciales comenzaron a hacerse sentir. Mirara a quien mirase, veía labios partidos, cabellos opacos, erupciones en la piel, rostros flacos y macilentos.

—Esto es una locura —musitó Dag Tharp—. Tenemos que volver atrás antes de que nos muramos todos.

—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Onyos Felk—. ¿Dónde está el viento? Cuando sopla en esta zona, lo hace desde el este.

—No importa —respondió Tharp—. Encontraremos la forma. Arrojemos a ese bastardo de Delagard por la borda y hagamos virar el barco en redondo. ¿Qué dices a eso, doctor?

—Digo que necesitaremos lluvia antes que nada, y que pase por aquí un buen cardumen de peces.

—¿Es que ya no estás con nosotros? Pensaba que tenías deseos de volver atrás.

—Onyos tiene mucha razón —dijo cautelosamente Lawler—. Aquí tenemos el viento en contra. Con o sin Delagard, puede que no consigamos superar todo el camino de vuelta al este.

—¿Qué estás diciendo, doctor? ¿Que tendremos que navegar alrededor de todo el mundo hasta salir al mar Natal por el otro lado?

—No te olvides de la Faz —intervino Dann Henders—. Llegaremos a la Faz antes de entrar en el otro lado del mundo.

—La Faz —repitió Tharp con voz apagada—. ¡La Faz, la Faz, la Faz! ¡Que la jodan a la Faz!

—La Faz nos joderá primero a nosotros —respondió Henders.

La brisa regresó finalmente, cambiando del noreste al este-sureste. Sopló con un sorprendente vigor helado, mientras que el mar se volvió picado y confuso, rompiendo frecuentemente contra la popa. De pronto volvieron a aparecer los peces en bullentes cardúmenes plateados, y Kinverson recogió una buena redada de ellos.