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Henders le dirigió al cartógrafo una mirada interrogativa.

—¿Sigues pensando de la misma forma, Onyos?

—Estamos bastante adentrados ya, es cierto; y actualmente parece que estamos en calma la mayor parte del tiempo. Así que supongo que no tenemos realmente más alternativa que la de continuar nuestro rumbo actual.

—¿Es ésa tu opinión? —preguntó Henders.

—Supongo que sí —respondió Felk.

—¿Continuar siguiendo a un lunático que nos lleva hacia un sitio del que no sabemos absolutamente nada? ¿Un sitio que muy probablemente está lleno de toda clase de peligros que no podemos imaginar?

—A mí no me gusta eso más que a ti; pero, como dice el doctor, es necesario ser realista. Por supuesto, si cambiara el viento…

—Exacto, Onyos. O si bajaran ángeles de los cielos y nos trajeran un poco de agua fresca…

En la pequeña cabina atestada se hizo un largo y espinoso silencio. Al final, Henders levantó la vista.

—Muy bien, doctor. No estamos logrando nada, y no quiero ocuparte más tiempo. Queríamos invitarte a tomar una copa entre amigos, pero me doy cuenta de que estás muy cansado. Buenas noches, doctor. Que duermas bien.

—¿Vas a intentarlo, Dann?

—No veo que eso te importe ni en un sentido ni en otro, doctor.

—Muy bien —dijo Lawler—. Buenas noches.

—Onyos, ¿te importaría quedarte conmigo un rato más? —preguntó Henders.

—Como tú quieras, Dann —respondió Felk; parecía dispuesto a dejarse convencer.

Son un hato de estúpidos, pensó Lawler mientras se dirigía a su camarote. Estaban jugando a los motines, pero dudaba mucho que de todo aquello saliera algo concreto. Felk y Tharp eran cobardes, y Henders no podía enfrentarse solo con Delagard. Al final no harían nada y el barco continuaría su rumbo hacia la Faz. Ése parecía el resultado más probable de todos aquellos planes y esquemas.

En algún momento de la noche, Lawler oyó ruidos que provenían de arriba, gritos, golpes muy fuertes, el sonido de pies que corrían por la cubierta. Le llegó un alarido iracundo amortiguado por las tablas de la cubierta que estaban encima de él, pero que, sin embargo, era un claro grito de furia, y supo que se había equivocado. Lo estaban haciendo, a pesar de todo. Se sentó, parpadeando. Sin tomarse la molestia de vestirse, se levantó, recorrió el pasillo y subió la escalerilla.

Ya casi estaba amaneciendo. El cielo era de un color negro grisáceo; la Cruz estaba baja sobre el horizonte, suspendida de aquella forma extrañamente torcida característica de las latitudes en las que se hallaban. En la cubierta se estaba desarrollando un extraño drama, cerca de la escotilla delantera. ¿O se trataba de una farsa?

Dos figuras frenéticas se perseguían en torno a la escotilla abierta, chillando y gesticulando mientras corrían. Pasado un momento, Lawler consiguió enfocar los ojos borrosos por el sueño y vio que se trataba de Henders y Delagard. Henders era el perseguidor y Delagard el que huía.

Henders usaba uno de los arpones de Kinverson a modo de lanza. Mientras perseguía a Delagard en torno al perímetro de la escotilla, pinchaba el aire con el arma una y otra vez, con la clara intención de clavarla en la espalda del dueño del barco. Ya le había asestado al menos una estocada: Delagard tenía la camisa rasgada, y Lawler vio que una línea de sangre atravesaba la tela cerca del hombro derecho, como una hebra roja cosida en la trama. Se ensanchaba a cada minuto que pasaba.

Pero Henders lo estaba haciendo todo él solo. Dag Tharp estaba cerca de la barandilla, con los ojos fuera de las órbitas y tan inmóvil como una estatua. Onyos Felk estaba cerca de él. En la arboladura se hallaban Leo Martello y Pilya Braun, también congelados y con expresión de asombro y horror en sus rostros.

—¡Dag! —gritó Henders—. Por el amor de Dios, Dag, ¿dónde estás? Échame una mano con él, ¿quieres?

—Estoy aquí… aquí… —susurró el operador de radio con un tono bajo y ronco, que apenas podía ser oído a cinco metros de distancia. Permaneció donde estaba.

—Por el amor de Dios —repitió Henders, asqueado.

Blandió un puño en dirección a Tharp y saltó salvajemente hacia Delagard en un frenético intento de asestarle una estocada. Pero Delagard consiguió, aunque por muy poco, esquivar la afilada punta del arpón. Miró por encima de su hombro, maldiciendo. La cara le brillaba de sudor; tenía los ojos llameantes y brillantes de furia.

Al pasar cerca del trinquete en aquella frenética lucha circular, Delagard levantó la vista y le gritó con tono de urgencia a Pilya, que estaba en la verga por encima de éclass="underline"

—¡Ayúdame! ¡Rápido! ¡Tu cuchillo!

Rápidamente, Pilya se quitó el afilado cuchillo de hueso que llevaba siempre en torno a la cintura y se lo arrojó a Delagard, con funda y todo, cuando éste pasó por debajo. El lo cogió al vuelo con un violento golpe de mano, sacó el cuchillo y lo empuñó con todas sus fuerzas. Entonces se volvió en redondo y caminó a zancadas directamente hacia el asombrado Henders, que corría tras él a paso demasiado vivo como para detenerse. Henders chocó de lleno con él. Delagard apartó el largo arpón con un movimiento fuerte y brusco del antebrazo y se metió por debajo de él, mientras subía el otro brazo y hundía la hoja hasta la empuñadura en la garganta de Henders.

Henders gruñó y levantó los brazos. Parecía asombrado. El arpón salió despedido hacia un lado. Delagard, abrazando ahora a Henders como si fueran amantes, apoyó firmemente su otra mano sobre la nuca del ingeniero y con horrible ternura lo mantuvo erguido contra sí con la hoja del cuchillo firmemente clavada.

Los ojos de Henders, desmesuradamente abiertos y fuera de las órbitas, brillaban como lunas llenas en el cielo gris del alba. Dejó escapar un sonido gorgoteante y escupió un oscuro chorro de sangre. La lengua le asomó por la boca, hinchada y cubierta de venas. Delagard lo mantenía erguido y apretaba fuertemente.

Lawler encontró finalmente su voz.

—Nid… Dios mío, Nid, qué has hecho…

—¿Quieres ser el siguiente, doctor? —preguntó tranquilamente Delagard.

Retiró la hoja, imprimiéndole un giro salvaje al sacarla, y retrocedió un paso. El rostro de Henders se había vuelto negro. De la herida manó un torrente de sangre. Dio un paso tembloroso, y otro más, como un sonámbulo; en sus ojos aún brillaba la expresión de asombro. Luego se tambaleó y se desplomó. Lawler sabía que estaba muerto antes de tocar la cubierta.

Pilya bajó de la arboladura. Delagard le arrojó el cuchillo, que cayó a los pies de la muchacha.

—Gracias —dijo despreocupadamente—. Te debo una.

Delagard recogió el cuerpo muerto de Henders, pasando un brazo por debajo de sus hombros y el otro por debajo de las piernas, caminó rápidamente hasta la barandilla, levantó el cuerpo por encima de su cabeza como si no pesara nada y lo arrojó por la borda. Tharp no se había movido durante todo aquel tiempo. Delagard se acercó a él y lo abofeteó con la fuerza suficiente como para arrancarle el rostro.

—Eres un cobarde hijo de puta, Dag —le dijo Delagard—. No has tenido ni siquiera las agallas suficientes corno para continuar con tu propio complot. Debería arrojarte también a ti por la borda, pero no vale la pena que me tome ese trabajo.

—Nid… por el amor de Dios, Nid…

—Cierra la boca. Quítate de mi vista —Delagard se volvió en redondo y miró a Felk con ferocidad—. ¿Y tú qué, Onyos? ¿Eres también parte de esto?