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Se levantó de su estrecha litera sin estar seguro de si había despertado o continuaba soñando, y salió al pasillo. Subió la escalerilla, atravesó la escotilla y pisó la cubierta. La noche era suave y sin luna. La Cruz se arrastraba por la parte baja del cielo como una sarta de piedras preciosas que alguien hubiese arrojado descuidadamente. El mar estaba en calma; unas rizadas olas pequeñas y redondas brillaban a la luz de las estrellas. Había una brisa suave; las velas estaban izadas y llenas.

Por la cubierta se movían algunas figuras: sonámbulos, soñadores. Para Lawler eran tan fantasmagóricas y vagas como las siluetas de sus sueños. Sabía que los conocía, pero eso era todo. En aquel momento no tenían nombres. No tenían identidad. Vio a un hombre bajo y grueso, otro huesudo y anguloso, y a otro demacrado, con pliegues en la garganta. Sin embargo, no eran hombres lo que él buscaba. Más abajo, a popa, había una mujer alta, esbelta y de cabello oscuro. Se dirigió hacia ella. Pero antes de que pudiera llegar hasta donde estaba, apareció otro hombre, un hombre alto y fornido de grandes ojos relumbrantes que se deslizó de entre las sombras y la cogió por una muñeca. Ambos se hundieron juntos en la cubierta.

Lawler se volvió. En el barco había otras mujeres. Encontraría una. Tenía que hacerlo.

El palpitante dolor que sentía entre las piernas era insoportable. Aquella extraña vibración lo tenía aún empalado, le atravesaba todo el torso, le pasaba por la garganta y se le clavaba en el cráneo. Tenía, como aun podía sentir, la fuerza abrasadora y fría y el filo de cuchillo de un carámbano.

Lawler pasó junto a una pareja que se revolcaba por la cubierta: un hombre canoso y mayor con un cuerpo compacto y sólido, y una mujer fornida y alta, de piel oscura y cabellos dorados. Lawler pensó vagamente que quizá en alguna época los había conocido; pero al igual que antes, no recordó nombre alguno. Más allá de ellos pasó rápidamente un hombre pequeño de ojos brillantes, solo; y luego había otra pareja entrelazada en un estrecho abrazo, un hombre grande y musculoso y una mujer esbelta, joven y vigorosa.

—¡Oye! —le llegó una voz desde las sombras—. ¡Aquí!

Ella estaba tumbada bajo el puente y lo llamaba. Era una mujer robusta y de cuerpo ancho, con un rostro de facciones chatas y cabello anaranjado, y tenía la piel de los pechos y la cara salpicada de pecas rojizas. Estaba brillante de sudor y jadeaba. Lawler se arrodilló a su lado y ella lo atrajo hacia sí y lo aprisionó entre los muslos.

—¡Dámelo a mí! ¡Dámelo a mí!

Se deslizó fácilmente dentro de ella. Estaba tibia, lubricada y suave. Sus brazos lo envolvieron y lo aplastaron contra los voluminosos pechos. Las caderas de él se movían con embestidas desesperadas. Fue algo rápido, violento, feroz, un irresistible momento de celo. Casi al mismo tiempo en que comenzó a moverse, Lawler sintió que las paredes de aquel húmedo pasadizo caliente se estremecían y lo apretaban con fuertes espasmos regulares. Podía sentir los impulsos de placer que corrían por los canales nerviosos de ella. Aquello lo confundió, el hecho de estar sintiendo lo que ella sentía. Un instante después llegó la respuesta líquida de él, y también la sintió de forma doble; no sólo su sensación, sino la que ella experimentaba al recibir su flujo de semen. También aquello era muy extraño. Le resultaba difícil saber dónde acababa su conciencia y comenzaba la de ella.

El rodó a un lado. Ella tendió las manos e intentó hacerlo volver, pero no, no, él ya se había ido. Ahora quería otra compañera. Aquel único momento palpitante no había sido suficiente para aliviarlo de la necesidad que lo impulsaba. Era posible que nada lo consiguiese. Pero quizá ahora podría encontrar a aquella alta y esbelta, o incluso a aquella joven robusta y flexible de piel lustrosa que parecía rebosar de energía. O quizá a la alta de piel morena y cabellos dorados. No importaba cuál fuese. Su deseo era insaciable, inextinguible.

Allí estaba la mujer esbelta, nuevamente sola. Lawler se dirigió hacia ella. ¡Demasiado tarde! El hombre velludo, de cuerpo grueso y pechos carnosos del tamaño de los de una mujer, la cogió y reclamó primero. Se alejaron hacia la oscuridad.

Bueno, entonces la alta… O la joven…

—¡Lawler! —dijo una voz de hombre.

—¿Quién es?

—¡Quillan! ¡Aquí! ¡Aquí!

Se trataba de un hombre anguloso, un hombre que parecía no tener carne. Salió de detrás del sitio en que se hallaba el hidroplano y lo sujetó por un brazo. Lawler se lo quitó de encima.

—No, usted no… No es un hombre lo que busco…

—Tampoco yo. Ni siquiera busco una mujer. ¡Por Dios, Lawler! ¿Es que se han vuelto todos locos?

—¿Qué?

—Quédese aquí conmigo y observe lo que está ocurriendo. Mire esa orgía de lunáticos.

Lawler sacudió confusamente la cabeza.

—¿Qué? ¿Qué orgía?

—¿No ve a Sundria Thane y Delagard en aquel rincón? ¿Kinverson y Pilya, allá? Y mire, mire, allí está Neyana, gimiendo como una loca. Usted acaba de terminar con ella ahora mismo, ¿no es cierto? Y ya quiere usted más… Nunca he visto algo semejante.

Lawler se agarró los genitales.

—Siento… dolor… aquí…

— Lo que nos está haciendo esto es algo que proviene del mar. Nos afecta al cerebro. También yo lo siento, pero soy capaz de controlarme. Mientras que usted… todo el grupo de enloquecidos…

Lawler encontraba difícil el comprender lo que le estaba diciendo el hombre huesudo. Comenzó a alejarse. Acababa de ver a la mujer alta y de cabellos dorados vagando por el puente en busca de otro compañero.

—¡Lawler, vuelva!

—Espere… después… podemos hablar después…

Mientras se dirigía hacia la mujer, pasó por su lado una figura masculina, esbelta, que gritaba:

—¡Padre, señor! ¡Doctor, señor! ¡Lo veo! ¡Por aquí, por este lado!

—¿Qué es lo que ve, Gharkid? —preguntó el hombre anguloso llamado Quillan.

—Una lapa enorme, padre, señor. Está pegada al casco. Tiene que estar desprendiendo algún químico… alguna droga…

—¡Lawler! ¡Venga usted a ver lo que ha encontrado Gharkid!

—Más tarde… más tarde…

Pero eran despiadados. Caminaron hasta él y lo cogieron por los brazos, arrastrándolo hasta la barandilla. Lawler miró por encima de la borda. Allí las sensaciones eran mucho más intensas que en ninguna otra parte del barco: sintió un golpeteo rítmico y profundo a todo lo largo de la columna vertebral, un latir aturdidor en los órganos genitales. Los cojones le tañían como campanas. Su pene, rígido, se estremeció y dio un tirón hacia arriba, apuntando a las estrellas.

Luchó para aclararse los sesos. Apenas podía comprender lo que estaba ocurriendo: una cosa invadía el barco y enloquecía de lujuria a todos los tripulantes. Los nombres regresaron poco a poco a su mente y los reunió con rostros y cuerpos. Quillan, Gharkid, los que resistían aquella fuerza. Y aquellos que no lo habían hecho: él y Neyana, Sundria y Martello, Sundria y Delagard, Kinverson y Pilya, Felk y Lis. Los que estaban trabados en un interminable cambio de parejas, una danza febril de pollas y coños.

¿Dónde estaba Lis? Deseaba a Lis. Nunca la había deseado antes. Tampoco había deseado nunca antes a Neyana, pero ahora sí. Ahora Lis, sí. Y luego Pilya, finalmente. Darle lo que había estado persiguiendo durante todo aquel viaje. Y Sundria después. Apartarla del repulsivo Delagard. Sundria, sí, y luego otra vez Neyana, y Lis, y Pilya… Sundria, Neyana, Pilya, Lis… follar hasta el amanecer… follar hasta el mediodía… follar hasta el final de los tiempos…