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—Voy a matarla —dijo Quillan—. Páseme ese arpón, Natim.

—¿No siente usted esto? —preguntó Lawler—. ¿Es inmune?

—Por supuesto que no soy inmune —le respondió el sacerdote.

—Así que sus votos…

—No son los votos los que me contienen; es simplemente el miedo, Lawler —se dirigió a Gharkid—. El arpón debería ser suficiente para alcanzarla. Cuélgueme de mis piernas para que no caiga por la borda.

—Déjeme hacerlo a mí —dijo Lawler—. Mis brazos son más largos que los suyos.

—Quédese donde está.

El sacerdote se echó sobre la barandilla y culebreó hacia abajo por el lado exterior del casco. Gharkid lo tenía sujeto por las piernas. Lawler sostenía a Gharkid. Al mirar hacia abajo, vio algo que tenía el aspecto de una placa de color amarillo brillante, de un metro de diámetro, pegada al casco justo por encima de la línea de flotación. Era plana y circular, con una pequeña cúpula arrugada en el centro. Quillan bajó todo lo que pudo y le asestó varias estocadas. Un diminuto chorro de fluido azul manó como una débil fuente del lomo de la criatura. Otra estocada. La criatura se estremeció convulsivamente.

Lawler sintió que el dolor que sentía en los genitales comenzaba a ceder.

—¡Sujéteme con más fuerza! —gritó Quillan—. ¡Comienzo a resbalar!

—¡No, padre, señor! ¡No!

Lawler aferró con las manos los tobillos invertidos de Quillan. Sintió que el cuerpo del sacerdote se tensaba al inclinarse hacia fuera del barco, tender el brazo hacia abajo y clavar el arpón con una estocada fuerte y seca. La cosa que estaba pegada al casco se encrespó enloquecida por todo el carnoso perímetro. Su color se oscureció hasta un verde profundo, luego a un negro mórbido; en su carne suave aparecieron de pronto aristas contorsionadas; se soltó y cayó al mar, y fue tragada por la estela del barco.

Casi de inmediato, Lawler sintió que su mente se sacudía los últimos jirones de niebla.

—Dios mío —dijo—. ¿Qué era eso?

—Gharkid lo llamó lapa —dijo Quillan, de nuevo en cubierta—. Se pegó al barco y nos estaba drogando a todos con sus feromonas —el sacerdote temblaba como si acabara de abandonarlo una tensión insoportable—. Algunos fuimos capaces de luchar contra ello; otros no.

Lawler miró hacia el puente. Por todas partes se veía gente desnuda que vagaba lentamente, aturdida, como si acabara de despertarse. Leo Martello estaba de pie junto a Neyana, y la miraba como si no la hubiera visto nunca en su vida. Kinverson estaba con Lis Niklaus. Los ojos de Lawler se encontraron con los de Sundria. Ella parecía pasmada. Se pasaba la mano de través sobre el plano vientre desnudo con un angustiado movimiento de frotación, como si estuviera intentando borrar las improntas de la carne de Delagard sobre la propia.

La lapa fue un heraldo. En aquellas latitudes del sur, el mar Vacío comenzaba a estar menos vacío. Apareció una nueva variedad de drakkens, una especie meridional. Eran muy parecidos a los del norte, pero de mayor tamaño y mirada más sagaz, con un aire jovialmente calculador. En lugar de nadar en manadas de muchos cientos, estos drakkens viajaban en grupos de sólo unas pocas docenas, y cuando sus cabezas asomaban fuera del agua, lo hacían con una amplia separación entre sí, como si cada miembro del grupo exigiera y recibiese un generoso espacio territorial por parte de sus compañeros. Acompañaron al barco durante horas, marchando incansablemente a su lado con las narices levantadas al aire. Sus brillantes ojos encarnados no se cerraban nunca. Era muy fácil creer que estaban esperando a que oscureciera para tener la oportunidad de subir a bordo. Delagard ordenó que el turno siguiente comenzara temprano y patrullara la cubierta armado con arpones.

A la hora del crepúsculo los drakkens se sumergieron; desaparecieron todos a un tiempo de esa forma simultánea y repentina característica de los de su especie, como si hubieran sido engullidos de un solo bocado por algún enorme vacío que estaba debajo. Pero Delagard no quedó convencido de que se hubiesen marchado y mantuvo patrullada la cubierta durante toda la noche. Sin mbargo no hubo ataque, y por la mañana no se veía ni rastro de los drakkens.

Luego, cuando comenzó a caer la noche de aquel mismo día, una enorme masa amorfa y blanda de alguna substancia viscosa y amarillenta pasó a la deriva por el lado de sotavento. Continuaba y continuaba, extendiéndose en cientos de metros, quizá más. Casi podría haber sido una isla de extraña naturaleza, por lo grande que era; una colosal isla blanda, una isla totalmente hecha de mucosidades, una gigantesca aglomeración de moco. Cuando se acercaron más advirtieron que aquella cosa enorme, fruncida y arrugada, estaba viva, al menos parcialmente. Su superficie de color amarillento pálido se estremecía ligeramente con movimientos espasmódicos, y de ella se elevaban pequeñas proyecciones redondeadas que casi inmediatamente volvían a hundirse en la masa central.

Dag Tharp adoptó una pose cómica.

—¡Aquí está, damas y caballeros! ¡La Faz de la Aguas, al fin!

Kinverson se echó a reír.

—A mí me parece más bien el otro extremo.

—Mirad allí —dijo Leo Martello—. De la masa se levantan pequeños puntos de luz que revolotean por el aire. ¡Qué hermosos son!

—Como las luciérnagas —comentó Quillan.

—¿Luciérnagas?

—Existen en Alborada. Son insectos que poseen órganos luminosos. ¿Sabe lo que son los insectos? Artrópodos terrestres de seis patas, muy comunes en la mayor parte de los mundos. Las luciérnagas son unos insectos que salen a la hora del crepúsculo y hacen parpadear sus luces. Son muy bonitas, muy románticas. El efecto es muy parecido a éste.

Lawler observó. Era un hermoso espectáculo, sí: de aquella enorme masa hinchada que flotaba a la deriva se desprendían diminutos fragmentos, que se elevaban sostenidos por la suave brisa, brillaban mientras subían por el aire y producían rápidos destellos de luz amarilla como pequeños solecillos voladores. El aire estaba lleno de ellos, docenas, cientos. Se deslizaban en el viento, subían, caían, volvían a elevarse. Se encendían y apagaban, se encendían y apagaban: parpadeaban, parpadeaban, parpadeaban.

En Hydros, la belleza era casi siempre motivo de sospechas. Lawler sentía una creciente inquietud al ver danzar a aquella especie de luciérnagas.

Entonces, Lis Niklaus gritó:

—¡La vela está en llamas!

Lawler levantó la vista. Algunas de las luciérnagas habían llegado flotando hasta el barco, y dondequiera que entraban en contacto con una de las velas, se adherían a ella y destellaban de forma regular, con lo que encendían la tela de bambú marino apretadamente entretejida. En una docena de sitios se elevaban pequeñas columnas de humo; podían verse los destellos rojizos de las hebras que se quemaban. El barco estaba siendo atacado.

Delagard gritó órdenes para cambiar de rumbo; el Reina se apartó tan rápidamente como pudo del enemigo que tenía a su lado. Todos los que no eran necesarios para hacer girar las velas fueron enviados arriba para defenderlas. Lawler andaba por la arboladura junto con los demás, golpeando a las pequeñas chispas a medida que se acercaban hacia las velas, arrancando a las que ya habían conseguido adherirse a ellas. El calor era poco, pero persistente: la constante calidez que desprendían mientras estaban pegadas a la tela era lo que provocaba la ignición. Lawler vio zonas chamuscadas de las que habían sido arrancadas a tiempo, otras en las que la luz de las estrellas brillaba a través de pequeños agujeros que había en la vela, y en lo más alto de la gavia del trinquete… una lengua de llamas escarlata coronada por una negra columna de humo, donde la tela estaba ardiendo.