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Ella se volvió para encararse con él.

—Es por lo que hice con Delagard, ¿no es cierto?

—¿Qué?

—Odias la idea de que me haya puesto las manos encima, y algo más que sus manos, y ahora no quieres volver a tener nada más que ver conmigo.

—¿Hablas en serio?

—Sí; y también estoy en lo cierto. Si pudieras ver la expresión de tu rostro en este preciso momento…

—Estuvimos todos fuera de nuestros cabales mientras aquella cosa permaneció pegada al casco del barco —dijo Lawler—. Nadie es responsable de nada de lo que ocurrió aquella noche. ¿Crees que yo quería follar con Neyana? Si quieres que te diga la verdad, Sundria, era a ti a quien buscaba cuando salí a cubierta. Y no es que pudiera tan siquiera recordar tu nombre, o el mío, en las condiciones en que me encontraba. Te vi, te deseé y me dirigí hacia ti; pero ocurrió que Leo Martello llegó antes que yo. Y luego Neyana me llamó y por eso me fui con ella. Yo estaba bajo aquella influencia, igual que tú, igual que todos los demás. Todos los demás excepto el padre Quillan y Gharkid, quiero decir; nuestros dos hombres santos —le ardían las mejillas. Sentía que los latidos de su corazón aumentaban—. Jesús, Sundria, yo he sabido durante todo el tiempo lo que había entre Kinverson y tú, y eso no me ha detenido, ¿verdad? Y en la noche de la lapa estuviste con Leo Martello antes que con Delagard. ¿Por qué iba a importarme lo que hiciste con Delagard más que lo que hayas hecho con todos los otros?

—Delagard es diferente. A ti te repugna.

—¿Ah, sí?

—Es un asesino y un matón. Nos hizo expulsar de la isla de Sorve, y desde el momento mismo de la partida ha estado dirigiendo esta expedición como un tirano. Golpea a Lis. Mató a Henders. Miente, engaña, hace absolutamente lo que le da la gana para salirse con la suya. Todo lo que le rodea te resulta nauseabundo, y no puedes soportar la idea de que también él haya follado conmigo. Así que te vengas en mí. No quieres poner tu boca donde ha estado la boca de Delagard, y menos aún tu polla. ¿No estoy en lo cierto, Val?

—De pronto te has convertido en lectora de pensamientos. No sabía que fueras telépata, Sundria.

—No seas gilipollas. ¿Estoy o no en lo cierto?

—Mira, Sundria…

—¿Estoy o no en lo cierto? —el tono de su voz, que había sido duro y frío, se suavizó de repente, y lo miró con una ternura y anhelo que lo sorprendieron—. Val, Val, ¿no crees que también a mí me repugna pensar que tuve a ese hombre dentro de mí? ¿No crees que he estado intentando lavarme de él desde aquella noche? Pero eso no debería ser asunto tuyo. No tengo granos en la piel donde él me ha tocado. No tienes derecho de volverte contra mí de esta manera simplemente porque una cosa alienígena se pegó al barco una noche y nos hizo cometer actos con los que nunca hubiéramos soñado en otras circunstancias —en sus ojos volvía a evidenciarse un vivo enojo—. Si no se trata de Delagard, ¿qué es lo que ocurre? Dímelo.

—De acuerdo —dijo Lawler con la voz cargada de vergüenza—. Lo admito. Se trata de Delagard.

—Oh, mierda, Val.

—Lo siento.

—¿Ah, sí?

—Creo que ni yo mismo me daba cuenta de qué era lo que me molestaba, hasta que tú me lo has arrojado a la cara. Pero sí, supongo que me ha estado carcomiendo en algún nivel inconsciente desde aquella noche. La mano de Delagard arrastrándose entre tus piernas. La boca hinchada de Delagard sobre tus pechos —Lawler cerró los ojos durante un momento—. No fue culpa tuya; estoy actuando como un estúpido adolescente.

—Tienes razón en todo: te estás comportando de una forma muy tonta, y quiero recordarte que en circunstancias normales no hubiera permitido que Delagard jodiera conmigo ni en un millón de años. Ni aunque fuera el último hombre de la galaxia.

Lawler sonrió.

—El diablo fue quien te lo hizo hacer.

—La lapa.

—Es la misma cosa.

—Si tú lo dices… Pero nunca ocurrió, no realmente; no por ningún acto consciente de parte mía. Y estoy intentando con todas mis fuerzas deshacerlo. Inténtalo tú también. Te amo, Val.

Él la miró con asombro. Aquélla era una frase que nunca había surgido entre ellos, y jamás habría imaginado que lo haría. Hacía tanto tiempo que la había oído por última vez, que no podía recordar quién se la había dicho. Y ahora, ¿qué? ¿Se esperaba de él que también la dijera?

Ella sonreía: no esperaba que dijese nada; lo conocía demasiado bien como para eso.

—Ven aquí, doctor —le pidió—. Necesito una exploración más intensa.

Lawler miró hacia atrás para ver si la puerta de la enfermería estaba cerrada con pestillo. Luego se acercó a ella.

—Ten cuidado con mis ampollas —dijo ella.

5

Del mar salieron cosas como periscopios gigantes: relucientes columnas de veinte metros de alto coronadas por polígonos de cinco caras de color azul. Observaron el barco durante horas desde una distancia de medio kilómetro, con una mirada impasible y fría. Obviamente se trataba de antenas con ojos, pero ¿ojos de qué?

Al rato desaparecieron bajo el agua, y no volvieron a salir.

Seguidamente vinieron las colosales bocas bostezantes, enormes criaturas parecidas a las del mar Natal, pero más grandes aún; lo suficientemente grandes, al parecer, como para tragarse al Reina de Hydros de un solo bocado. También ellas permanecieron a lo lejos, iluminando el mar día y noche con su fosforescencia verdosa. Nunca se había tenido noticia de que las bocas pudieran causaran problemas a los barcos, pero aquéllas eran bocas del mar Vacío, capaces de cualquier cosa. Los abismos de sus gargantas abiertas eran una visión amenazadora, inquietante.

El agua misma se hizo fosforescente. El efecto fue suave al principio, apenas un ligero estremecimiento de color, un débil brillo lleno de encanto; pero luego se intensificó. Por la noche, la estela del barco era una línea de fuego que atravesaba el mar. Incluso durante el día las olas parecían arder. El agua salpicada de las olas que ocasionalmente rompían contra el barco tenía chispas brillantes.

Hubo una lluvia de peces de gelatina urticantes. Hubo un espectáculo de buzos locamente juguetones que rompían la superficie y saltaban tan alto por el aire que parecían querer volar. En un lugar determinado, apareció caminando por la superficie del mar un ente que parecía un manojo de palos atados con un puñado de cuerdas raídas, y un diminuto cuerpo globular con muchos ojos alojado en una cápsula abierta emplazada en el centro, como si caminara sobre zancos.

Luego, cuando Delagard miraba por encima de la barandilla, una mañana —ahora estaba constantemente de patrulla, prevenido contra cualquier ataque—, retrocedió abruptamente.

—¿Qué diablos…? —gritó—. Kinverson, Gharkid, ¿queréis venir a mirar esto?

Lawler se unió al grupo. Delagard señalaba directamente hacia abajo. Al principio Lawler no vio nada insólito; pero luego vio que al barco le había crecido una falda a unos veinte centímetros por debajo de la superficie. Era una especie de pelo amarillento y fibroso que se extendía hacia fuera a un metro de distancia por todo el casco. Más que a una falda —consideró Lawler— se parecía más a una repisa, un estante de madera.

Delagard se volvió hacia Kinverson.

—¿Habías visto algo parecido antes?

—Yo no.

—¿Y usted, Gharkid?

—No, capitán, señor. Nunca.

—¿Será algún tipo de alga que está creciendo sobre el barco? ¿Un cruce entre alga y percebe? ¿Qué piensa usted?