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Gharkid se encogió de hombros.

—Es un misterio para mí, capitán, señor.

Delagard hizo colgar una escalera de cuerda por la cara exterior del casco y bajó a inspeccionar aquello. Colgado de la escalera por un brazo, balanceándose justo por encima de la superficie e inclinado hacia abajo, utilizó un raspador de percebes de mango largo para tantear aquella extraña excrecencia. Regresó a bordo maldiciendo y con el rostro enrojecido.

El problema, explicó, residía en el tejido de dedos marinos que crecía sobre el casco como cobertura reparadora, y que protegía y reforzaba las tablas exteriores del barco.

—Algunas plantas de esta zona se han unido a ellos. Quizá se trate de una especie afín, o simbiótica. Sea lo que fuere, se está arracimando en torno a los dedos marinos y crece como loca. Ya el estante sobresale lo suficiente como para frenarnos de forma perceptible, y si continúa creciendo a esa velocidad, en un par de días vamos a encontrarnos inmovilizados para siempre.

—¿Qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Kinverson.

—¿Tienes alguna sugerencia?

—Que alguien salga ahí fuera en el deslizador, e intente cortar esa maldita cosa mientras aún puede hacerse.

Delagard asintió.

—Buena idea. Me ofrezco voluntario para salir con la primera ronda. ¿Vendrás conmigo?

—Claro —dijo Kinverson—. ¿Por qué no?

Delagard y Kinverson subieron al deslizador. Martello, maniobrando con el pescante, lo levantó y lo balanceó a bastante distancia de la barandilla —para alejarlo de aquellas algas— antes de posarlo sobre el agua.

El problema residía en pedalear lo suficientemente rápido como para mantener el patín a flote, pero no a una velocidad tal que le impidiera al hombre que manejaba el raspador de percebes cortar la vegetación intrusa. Al principio costó bastante. Kinverson, con el raspador en la mano, hizo todo lo que pudo para inclinarse por encima de la borda y cortar la repisa; pero daba un par de golpes y el deslizador pasaba de largo de la zona en la que estaba trabajando, y cuando retrocedían e intentaban mantenerlo en la misma posición durante más tiempo, comenzaba a perder empuje y se deslizaba hacia el agua.

Pasado un rato le cogieron el truco. Delagard pedaleaba y Kinverson cortaba. Luego Kinverson pareció visiblemente cansado y cambiaron de puesto, arrastrándose precariamente por el vehículo bamboleante hasta que Delagard estuvo en la parte de delante y Kinverson en los pedales.

—Muy bien, la siguiente ronda —gritó finalmente Delagard; había estado trabajando con su habitual celo de maníaco y parecía agotado—. ¡Otros dos voluntarios! Leo, ¿te he oído decir que tú saldrías en la ronda siguiente? ¿Y qué tal tú, doctor?

Pilya Braun hizo funcionar el pescante para bajar a Martello y Lawler hasta el agua. El mar estaba suficientemente calmo, pero a pesar de ello el frágil deslizador se bamboleaba y escoraba constantemente. Lawler se imaginaba a sí mismo arrojado al agua por alguna ola insólitamente fuerte.

Al mirar hacia abajo podía ver fibras individuales de la planta marina invasora en el borde de la repisa ya formada. Cuando los movimientos del mar los llevaron contra el casco del barco, pudo ver cómo algunas de ellas se les adherían. También pudo observar en el agua unas pequeñas siluetas brillantes, como cintas que se enroscaban y retorcían: gusanos, serpientes, quizá anguilas. Parecían veloces y ágiles; ¿estarían esperando para tomar un bocado?

La repisa resistía los golpes; tuvo que coger el raspador con ambas manos para descargarlo con todas sus fuerzas. A menudo resbalaba hacia un lado, rechazado por la dureza de la extraña vegetación reciente. Casi se le escapó la herramienta de las manos en un par de ocasiones.

—¡Eh! —chilló Delagard desde lo alto—. ¡Es el único raspador que tenemos! ¡Cuídalo!

Lawler halló la manera: golpear con el filo en un ángulo ligeramente inclinado le permitía penetrar entre las hebras de la masa fibrosa. Un trozo grande tras otro, la falda se desprendía y se alejaba flotando a la deriva. Se sintió atrapado por el ritmo, cortando y cortando. El sudor le bajaba por la piel. Sus brazos y muñecas comenzaron a protestar. El dolor le subió hasta las axilas, el pecho, los hombros. El corazón le latía aceleradamente.

—Basta para mí. Es tu turno, Leo —le dijo a Martello.

Martello parecía inagotable: cortaba aquello con tal jovial vigor que Lawler lo encontró humillante. Pensó que lo había hecho bastante bien durante su turno; pero durante los primeros minutos Martello había conseguido cortar tanto como Lawler en todo el rato. Incluso supuso que Martello estaba componiendo mentalmente el Canto Cortante de su gran obra épica mientras trabajaba:

Fieramente entonces nos afanamos y luchamos Contra el enemigo que crecía constantemente. Valientemente castigamos su pernicioso avance, Ferozmente lo golpeamos y herimos y cortamos…

Onyos Felk y Lis Niklaus fueron los siguientes en bajar. Después de ellos llegó el turno de Neyana y Sundria, y luego el de Pilya y Gharkid.

—Esa jodida cosa crece a la misma velocidad con que la cortamos —dijo Delagard con acritud.

Pero estaban haciendo progresos. Ya habían desaparecido grandes trozos de vegetación. En algunas zonas había sido cortada hasta la línea original de dedos marinos.

Llegó una vez más el turno de Kinverson y Delagard; cortaron y azotaron con furia diabólica. Al regresar al barco, ambos hombres parecían incandescentes de agotamiento: habían pasado más allá del mero cansancio, a un estado trascendental que los había dejado relumbrantes y exaltados.

—Vamos allá, doctor —dijo Martello—. Nos toca a nosotros.

Martello parecía decidido a superar incluso a Kinverson. Mientras Lawler mantenía el deslizador estabilizado con un esfuerzo regular —y entumecedor—, Martello castigó como un dios vengador al enemigo vegetal. ¡Ras! ¡Ras! ¡Ras! Levantaba el raspador con ambos brazos muy por encima de su cabeza, y lo dejaba caer con un golpe que penetraba profundamente. ¡Ras! ¡Ras! Se desprendían enormes trozos de algas que se alejaban flotando a la deriva. ¡Ras! Cada golpe era más poderoso que el anterior. El deslizador acuático se balanceaba pronunciadamente de un lado a otro. Lawler luchaba para mantenerlo en posición vertical. ¡Ras! ¡Ras!

Luego Martello lo levantó más alto que nunca y bajó el raspador de percebes con un golpe terriblemente fuerte. Arrancó un trozo enorme, hasta el mismo casco del Reina. Pero debió de ceder con más facilidad de la que Martello esperaba: perdió primero el equilibrio y luego se le escapó el raspador de las manos. Intentó cogerlo en el aire, erró, se fue hacia delante y cayó al mar con un fuerte chapuzón.

Lawler, aún pedaleando, se inclinó por la borda y le tendió una mano. Martello estaba ya a un par de metros del deslizador y se debatía desesperadamente. Pero o bien no vio la mano tendida, o estaba demasiado aterrorizado como para comprender qué debía hacer.

—¡Nada hacia aquí! —le gritó Lawler—. ¡Aquí, Leo! ¡Aquí!

Martello continuaba manoteando y debatiéndose. Tenía los ojos vidriosos del susto. Luego se tensó repentinamente, como herido desde las profundidades con una daga. Comenzó a sacudirse convulsivamente.

El pescante estaba ahora por encima de la superficie. Kinverson colgaba de él.

—Más abajo —ordenó—. Un poco más. Eso es. A la izquierda. Bien. Bien.

Cogió a Martello bajo un brazo y lo izó como si se tratara de un niño.

—Ahora, tú, doctor —dijo Kinverson.

—¡No puedes levantarnos a los dos!

—Vamos. Ven.

El otro brazo de Kinverson se cerró en torno al pecho de Lawler.