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El pescante subió y se balanceó hacia el interior del barco por encima de la borda hasta la cubierta. Lawler se libró del brazo de Kinverson, se tambaleó, tropezó y cayó pesadamente sobre las rodillas. Sundria se acercó a él inmediatamente para ayudarlo a ponerse de pie.

Martello, chorreando agua, yacía boca arriba, laxo e inmóvil.

—Manteneos alejados. También tú, Gabe —ordenó Lawler, haciendo un gesto a Kinverson para que se apartara.

—Tenemos que darle la vuelta y sacarle el agua de dentro, doctor.

—No es el agua lo que me preocupa. Apártate, Gabe —Lawler se volvió hacia Sundria—. ¿Sabes dónde está mi maletín de instrumentos? ¿Los escalpelos y todo eso? Tráelo a cubierta, ¿quieres?

Se arrodilló junto a Martello y lo desnudó hasta la cintura. Martello respiraba pero no parecía consciente. Tenía los ojos muy abiertos, carentes de expresión, ciegos. De vez en cuando sus labios se tensaban con una espantosa mueca retorcida de dolor, y su cuerpo se ponía rígido y se sacudía como si lo atravesara una descarga eléctrica. Luego volvía a quedar laxo.

Lawler apoyó una mano sobre el vientre de Martello y presionó. Sintió movimiento en el interior: un temblor, un extraño estremecimiento debajo de la dura y firme capa de músculos abdominales. ¿Había algo allí? Sí. Aquel condenado océano lo invadía todo cuando uno le daba la más mínima posibilidad. Pero quizá no era aún demasiado tarde para salvarlo, pensó Lawler. Limpíalo, sella la herida, evita que la comunidad se vea nuevamente disminuida.

Por encima de él se movieron sombras. Todos se habían agrupado y miraban fijamente. Aquello parecía fascinarlos y repelerlos al mismo tiempo.

—Apartaos todos —dijo bruscamente Lawler—. No os gustaría ver esto; y yo no quiero que me observéis.

Nadie se movió.

—Ya habéis oído al doctor —dijo con un gruñido bajo Delagard—. Apartaos. Dejadlo hacer su trabajo.

Sundria depositó el equipo médico sobre la cubierta, a su lado. Lawler volvió a palpar el abdomen de Martello. Movimiento, sí. Algo se retorcía de forma inconfundible. Un estremecimiento. Martello tenía el rostro encendido, las pupilas dilatadas; sus ojos miraban hacia un mundo completamente diferente. De todos los poros le manaba un sudor caliente.

Lawler sacó del maletín el mejor de sus escalpelos y lo dejó sobre la cubierta. Apoyó ambas manos sobre el abdomen de Martello, justo debajo de su diafragma, y empujó hacia arriba. Martello emitió un suspirante sonido apagado, y por la boca le salió un poco de agua de mar y un hilo de vómito se deslizó de sus labios. Lawler volvió a intentarlo. Nada. Volvió a sentir movimiento debajo de sus dedos: más espasmos, más retorcimientos.

Un intento más. Puso a Martello boca abajo y golpeó el centro de su espalda con las manos juntas y toda la fuerza que consiguió reunir. Martello gruñó. Vomitó otro poco de agua salada, pero eso fue todo.

Lawler se sentó durante un momento, pensando.

Volvió a colocar a Martello boca arriba y cogió el escalpelo.

—Es mejor que no veáis esto —dijo Lawler sin levantar la vista, para cualquiera que pudiese estar mirándolo.

Trazó una línea roja con la punta de hierro del escalpelo, de izquierda a derecha a través del abdomen de Martello. Martello apenas pareció notarlo; sólo profirió un suave sonido confuso, algún vago comentario: tenía otras distracciones de mayor prioridad.

Piel. Músculo. El bisturí parecía saber adonde debía dirigirse. Con destreza, Lawler echaba hacia atrás las capas de tejido. Ahora estaba atravesando el peritoneo. Se había entrenado para ingresar en un estado de consciencia distinto cuando practicaba cirugía, durante el cual pensaba en sí mismo como en un escultor, y en el paciente como en algo inanimado: un trozo de madera, y no un ser humano que sufría. Era la única forma que tenía de soportar el proceso.

Más profundamente. Ahora hendía la pared abdominal. La sangre se mezclaba con el charco de agua que había sobre la cubierta alrededor de Martello.

Los meandros intestinales tenían que saltar a la vista…

Allí estaban, en efecto. Alguien profirió un estridente chillido. Alguien gruñó con asco.

Pero no era por la visión de los intestinos. Había otra cosa que se alzaba del vientre de Martello, algo fino y brillante que se desenroscaba lentamente y se erguía sobre un extremo. Quizá había a la vista unos seis centímetros de aquello; sin ojos, aparentemente también sin cabeza, sólo una tira lisa y viscosa de materia viva indiferenciada. En el extremo superior había una abertura, una especie de boca por la que podía verse una lengüecilla afilada y raspante de color rojo. La pequeña criatura comenzó a moverse con gracia celestial, balanceándose de un lado a otro de una forma hipnótica. Detrás de Lawler continuaban los gritos.

Le asestó a la criatura un rápido y firme golpe de revés con el filo del escalpelo, que la cortó por la mitad. La parte superior cayó sobre la cubierta retorciéndose, junto a Martello. Comenzó a dirigirse hacia Lawler. La enorme bota de Kinverson descendió inmediatamente y la redujo a una pasta.

—Gracias —dijo brevemente Lawler.

Pero la otra mitad continuaba en el interior. Intentó obligarla a salir con la punta del escalpelo, pero parecía indiferente a los cortes que le causaba; continuaba danzando con tanta gracia como antes. Tentando por detrás del denso monte de intestinos, Lawler luchaba para desalojarla. Pinchaba por aquí, estiraba por allá. Creyó ver el extremo interior de aquel ser y lo cortó, pero había más: unos pocos centímetros continuaban burlándose de él. Cortó nuevamente. Esta vez consiguió sacarla totalmente. La arrojó a un lado y Kinverson la aplastó.

Ahora todos guardaban silencio a sus espaldas.

Comenzó a cerrar la incisión, pero un nuevo estremecimiento hizo que se detuviera. ¿Habría otra? Sí. Seguro. Por lo menos una más. Probablemente más de una.

Martello gimió. Se removió ligeramente. Luego se sacudió con fuerza repentina, levantándose un poco de la cubierta; Lawler apartó el escalpelo de su trayectoria justo a tiempo para evitar que se hiriera con él. Una segunda anguila apareció a la vista, luego una tercera, ambas balanceándose con aquel mismo danzar horripilante; luego una de ellas volvió a bajar y desapareció nuevamente en la cavidad abdominal de Martello, socavando hacia arriba en dirección a los pulmones.

Lawler arrancó a la otra de donde estaba, la cortó por la mitad y nuevamente por la mitad, y sacó el último trozo de adentro. Esperó a que la última, que se había escondido, asomara nuevamente. Pasado un momento la atisbó, reluciendo en la parte central del cuerpo de Martello…, pero no era la única: podía ver los delicados rizos de otras debatirse mientras se daban un banquete.

¿Cuántas más de ellas había? ¿Dos? ¿Tres? ¿Treinta?

Levantó la vista con expresión ceñuda. Delagard le devolvió la mirada; sus ojos tenían una expresión de susto, consternación y extrema repulsión.

—¿Puedes sacarlas a todas?

—No hay ninguna posibilidad. Está lleno de ellas; se lo están comiendo por dentro. Podría cortar y cortar, y para cuando terminara lo habría descuartizado, y todavía no las habría encontrado a todas, de cualquier forma.

—Jesús —murmuró Delagard—. ¿Cuánto tiempo podrá vivir en estas condiciones?

—Hasta que una de ellas le llegue al corazón, supongo. No durará mucho.

—¿Crees que siente algo?

—Espero que no —respondió Lawler.

La agonía duró otros cinco minutos. Lawler nunca se había dado cuenta de que cinco minutos pudiesen durar tanto. De vez en cuando Martello saltaba y se crispaba, cuando uno de los nervios principales era alcanzado; en una ocasión pareció estar intentando levantarse de la cubierta. Luego dejó escapar un suave sonido suspirante, cayó hacia atrás y la luz abandonó sus ojos.