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—Se acabó —anunció Lawler.

Se sentía entumecido, vacío, agotado, más allá de toda tristeza, más allá de toda impresión profunda. Probablemente, pensó, en ningún momento había habido oportunidad de salvar a Martello. Al menos una docena de anguilas debían de habérsele metido dentro, muy probablemente más, una horda de ellas deslizándose velozmente a través de la boca o el ano, y hendiendo diligentemente la carne y los músculos hacia el centro de su abdomen. Lawler había extraído ya nueve de aquellas cosas, pero habría otras fuera de la vista trabajando en el páncreas, en el bazo, el hígado, los riñones; y cuando hubieran acabado con eso —las exquisiteces— estaba todo el resto de Martello esperando a sus dentadas lengüecillas rojas. Ninguna cirugía, no importaba cuan rápida e infalible fuera, podría haberlo librado a tiempo de todas.

Neyana trajo una manta y lo envolvieron en ella. Kinverson cogió el cuerpo en brazos y se dirigió hacia la barandilla.

—Espera —dijo Pilya—. Arroja esto con él.

Tenía el fajo de papeles, el famoso poema, que debía de haber traído del camarote de Martello. Metió las gastadas páginas dentro de la manta y ajustó la punta en torno al cuerpo. Lawler pensó durante un momento en poner objeciones, pero se contuvo. Dejemos que se lo lleve, pensó. Le pertenecía.

Quillan dijo:

—Ahora encomendamos al mar a nuestro queridísimo Leo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…

¿Otra vez el Espíritu Santo? Cada vez que Lawler oía aquella extraña frase del padre Quillan, se sentía sobresaltado. Era un concepto tan extraño que, a pesar de que lo intentaba, no podía imaginar qué podía ser el Espíritu Santo. Pero apartó de sí el pensamiento; en aquel momento se sentía demasiado mal para especulaciones de esa índole.

Kinverson llevó el cuerpo hasta la barandilla y lo sostuvo en alto. Luego le imprimió un ligero empujón y lo dejó caer al agua.

Cuando el cuerpo tocó la superficie, de las profundidades surgieron como por arte de magia unas criaturas extrañas con cuerpos largos y aletas, cubiertas con un fino pelo sedoso de color negro. Había cinco de ellas, sinuosas, de ojos dulces, con unos hocicos ahusados y oscuros cubiertos con cerdas tiesas y negras. Dulce, tiernamente, rodearon el cuerpo de Martello, lo sacaron a flote y comenzaron a desenvolverlo de la manta que lo cubría. Tierna, dulcemente, se la quitaron del todo; y luego —dulce, tiernamente— se reunieron en torno a su cuerpo rígido y comenzaron la tarea de consumirlo.

Lo hicieron silenciosamente, sin frenesí de grosera glotonería. Era horroroso, pero también extrañamente hermoso. Sus movimientos levantaban del mar una fosforescencia extraordinaria. Martello parecía ser absorbido por una lluvia de frías llamas rojas. Estalló lentamente en luz. Dieron una lección de anatomía con él; le quitaron la piel casi con remilgo, para dejar a la vista los tendones, ligamentos, músculos, nervios. Luego penetraron más. Era un espectáculo profundamente perturbador, incluso en el caso de Lawler, para quien los secretos del cuerpo humano no eran ningún secreto; pero, de todas formas, la obra fue llevada a cabo tan limpiamente, tan detenidamente, con tanta reverencia, que era imposible no mirar o ser incapaz de apreciar la belleza de lo que estaban haciendo aquellas criaturas. Capa a capa llegaron hasta el centro del cuerpo de Martello, hasta que al fin no quedó nada más que la blanca estructura de huesos.

En los ojos de aquellos seres había un inconfundible destello de inteligencia. Lawler los vio menear la cabeza con lo que sólo podía ser un saludo, y luego desaparecieron de la vista tan silenciosamente como habían llegado. El esqueleto de Martello ya había desaparecido camino de alguna profundidad desconocida donde, sin duda alguna, lo aguardaban otros organismos para hacer buen uso del calcio que contenían. Del joven vital que había sido Martello, no quedaba ya más que algunas páginas manuscritas flotando en el agua; y, pasado poco rato, ya no quedaba a la vista ni siquiera eso.

Más tarde, en su camarote, Lawler contempló lo que le quedaba de extracto de alga insensibilizadora. Para dos días más, calculó.Vertió la mitad en un vaso y la bebió.

Qué demonios, pensó. Se bebió también la otra mitad. Qué demonios.

6

Los síntomas del síndrome de abstinencia le comenzaron por la mañana del segundo día, justo antes de mediodía: sudores, temblores, náuseas. Lawler estaba preparado para todo ello, o creía que lo estaba; pero se agravaron muy rápidamente, mucho más de lo que él había esperado. Era una prueba tan dura que no estaba seguro de poder pasarla. La intensidad del dolor —que lo recorría a grandes oleadas— lo asustó. Se imaginaba que podía sentir cómo se le expandía el cerebro y presionaba contra las paredes del cráneo.

Buscó el frasco de forma automática, pero el frasco estaba vacío, por supuesto. Se acomodó en su litera temblando de fiebre, sintiéndose desdichado.

Sundria entró a media tarde.

—¿Es por lo que ocurrió el otro día? —preguntó.

—¿Por lo de Martello? No, no se trata de eso.

—¿Estás enfermo, entonces?

Señaló el frasco vacío. Pasado un momento, ella lo comprendió.

—¿Hay algo que pueda hacer, Val?

—Abrazarme, eso es todo.

Ella cogió su cabeza en los brazos y la recostó contra el pecho. Lawler tembló violentamente durante un rato; luego se calmó un poco, aunque aún se sentía terriblemente.

—Parece que estás mejor —dijo ella.

—Un poco. No te vayas.

—Sigo aquí. ¿Quieres un poco de agua?

—Sí. No. No, quédate donde estás.

Se acurrucó contra ella. Podía sentir cómo le subía y bajaba la fiebre, con una devastadora y repentina velocidad. La droga era más fuerte de lo que había llegado a sospechar, y la dependencia de ella había sido evidentemente muy poderosa; pero sin embargo… sin embargo… el dolor fluctuaba. A medida que pasaban las horas había momentos en los que se sentía casi normal. Eso era extraño; pero le daba esperanzas. No le importaba luchar si tenía que hacerlo, pero al final quería ganar.

—¿Sabías que sería así? —preguntó ella.

—Sí. Supongo que lo sabía. Quizá no esperaba algo tan fuerte.

—¿Cómo te sientes ahora?

—Varía —respondió Lawler.

Oyó una voz que provenía del exterior.

—¿Cómo está? —era Delagard.

—Está preocupado por ti —le dijo Sundria a Lawler.

—Muy considerado por su parte.

—Le dije que estabas enfermo.

—¿No entraste en detalles?

—No entré en detalles, no.

La noche fue terrorífica. Por un momento, Lawler pensó que iba a perder la razón; pero luego, a altas horas, llegó otro de aquellos inesperados e inexplicables períodos de recuperación, como si algo entrara en su cerebro proveniente de la lejanía y apagara su ansia de la droga.

Al amanecer sintió que volvía a tener apetito; y cuando se puso de pie —era la primera vez que se levantaba de la cama desde que había comenzado la fiebre— fue capaz de conservar el equilibrio.

—Pareces estar bien —le dijo Sundria—. ¿Lo estás?

—Más o menos. La parte mala volverá; esta va a ser una larga lucha.

Pero cuando volvió, fue menos severa de lo que había sido hasta entonces. Lawler no sabía cómo explicar aquel cambio. Había esperado pasar tres, cuatro, incluso cinco días de absolutos horrores, y luego quizá una escalada gradual hacia afuera de aquel tormento, a medida que su organismo fuera despojándose gradualmente de aquella necesidad. Sin embargo, no era más que el segundo día. Nuevamente tenía aquella sensación de una intervención externa, algo que lo guiaba, lo elevaba, lo arrancaba de las profundidades de la ciénaga.