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Luego volveron los temblores y los sudores, y otro período de recuperación que duró casi doce horas. Salió a cubierta, disfrutó del aire fresco, caminó lentamente. Lawler le dijo a Sundria que se estaba recuperando con demasiada facilidad.

—Agradece esa bendición —contestó ella.

Al caer la noche volvía a estar enfermo. Recaída, recuperación; arriba, abajo; pero la tendencia básica era favorable. Parecía estar recuperándose. Hacia finales de aquella semana sólo tenía momentos ocasionales de malestar. Miró el frasco vacío y sonrió.

El aire estaba limpio y el viento era fuerte. El Reina de Hydros avanzaba rápida y regularmente, siguiendo la ruta suroeste en torno al globo acuoso. La fosforescencia del mar aumentaba día a día en intensidad, incluso hora tras hora. La totalidad del mundo comenzaba a tener una apariencia luminosa. El agua y el cielo brillaban día y noche. En la lejanía, unas criaturas pesadillescas —media docena de especies desconocidas— hendían la superficie para encumbrarse brevemente por el aire y volver a hundirse con grandes chapuzones. Gigantescas bocas bostezaban en las profundidades.

A bordo del Reina, reinaba el silencio durante la mayor parte del tiempo. Todos se dedicaban a sus tareas eficiente y silenciosamente. Había mucho que hacer, ya que ahora quedaban sólo once para llevar a cabo el trabajo de catorce. Martello, alegre, jovial y optimista, había jugado un papel muy importante en el tono de humor de todos; su muerte había alterado las cosas de forma inevitable.

Sin embargo, la Faz también estaba más cerca. Aquello debía tener algo que ver con el sombrío humor reinante, pensó Lawler. Todavía era imposible verla en el horizonte, pero todos sabían que estaba allí, no muy lejos. Todos la sentían. Era una presencia real a bordo del barco. Sus efectos eran indefinibles, pero inequívocos. Lawler se sorprendió pensando que había algo más que una mera isla. Algo alerta y vigilante que los esperaba.

Sacudió la cabeza para intentar despejarla y luchó para recordar lo que le había contado Jolly hacía tanto tiempo, pero todo era vago y se confundía bajo las capas de treinta años de recuerdos. Un lugar fantástico y exuberante, había dicho Jolly. Lleno de plantas diferentes de las que crecían en el mar. Plantas, sí. Colores extraños, días y noches brillantes de luz, un paraje raro al otro lado del mundo, bello y misterioso. ¿Había dicho Jolly algo acerca de animales, de criaturas terrestres de alguna clase? No, nada que Lawler pudiera recordar. No había vida animal; sólo espesos bosques.

Pero también recordaba algo acerca de una ciudad… No sobre la Faz, sino próxima a ella. ¿Dónde? ¿En el océano?

La imagen huía de él. Luchó para evocar los momentos que había pasado con Jolly, junto al mar; aquel hombre de rostro curtido y bronceado por el sol que se balanceaba atrás y adelante, echaba al agua sus líneas de pesca y hablaba, hablaba…

Una ciudad. Una ciudad en el mar. Debajo del mar.

Lawler aferró la punta de aquel recuerdo, sintió que se le escapaba, se lanzó hacia él, no pudo asirlo y volvió a lanzarse…

Una ciudad bajo el mar. Sí. Una puerta en el océano que se abría a un pasadizo, una especie de embudo gravitacional que descendía hasta una inmensa ciudad submarina en la que vivían gillies; una ciudad escondida de gillies tan superiores con respecto a los habitantes de las islas como los reyes lo eran con respecto a los campesinos; gillies que vivían como dioses, que no salían nunca a la superficie, encerrados bajo el mar en cúpulas presurizadas; gillies que vivían en medio de solemne majestad y lujo absoluto…

Lawler sonrió. Eso era, sí. Una fábula espléndida, una fantasía gloriosa. El mejor y más extravagante de los relatos de Jolly. Podía recordar cuando intentó imaginar cómo sería la ciudad aquélla, los gillies altos, majestuosos e imponentes que entraban por altas arcadas en los brillantes salones palatinos. Al pensar nuevamente en ello volvió a sentirse como un niño, en cuclillas a los pies del viejo marinero: lleno de asombro, afinando el oído para escuchar aquella voz ronca y rasposa.

El padre Quillan también había estado pensando en la Faz.

—Tengo una nueva teoría al respecto —declaró.

El sacerdote había pasado toda la mañana meditando, sentado junto a Gharkid en la zona de la grúa. Al pasar junto a ellos, Lawler los había mirado fijamente, con asombro. Ambos parecían sumidos en trance. Sus almas parecían estar en otro plano de la existencia.

—He cambiado de opinión —dijo Quillan—. ¿Recuerda que hace algún tiempo le dije que pensaba que la Faz tenía que ser el Paraíso y que sobre ella caminaba el mismo Dios, la Causa Primera, el verdadero Creador, Aquél a quien dirigimos todas nuestras plegarias? Pues bien, ya no lo siento así.

—Bueno —dijo Lawler con indiferencia—. La Faz será entonces la vaargh de Dios, si usted lo dice. Sabe más que yo de esas cosas.

—No la vaargh de Dios, no; pero sin duda alguna la vaargh de algún dios. Ésa es la noción exactamente opuesta a mi idea original con respecto a esa isla, ¿sabe? Y también lo es de todo aquello en lo que siempre he creído respecto a la naturaleza de lo divino. Comienzo a caer en la más grande de las herejías. Me convierto en un politeísta en esta etapa de mi vida. ¡Un pagano! Incluso a mí me parece absurdo; pero a pesar de todo abrazo la idea con todo mi corazón.

—No le entiendo. Un dios, el Dios… ¿cuál es la diferencia? Si puede usted creer en un dios, puede creer en cualquier cantidad de ellos, según lo veo yo. El truco reside en creer al menos en uno, y yo ni siquiera puedo llegar hasta eso.

Quillan le dirigió una sonrisa cariñosa.

—Realmente no lo entiende, ¿verdad? La tradición clásica cristiana, que desciende del judaísmo y, hasta donde sabemos, de algo del antiguo Egipto, sostiene que Dios es una única entidad invisible. Nunca me había cuestionado eso; ni siquiera había pensado jamás en cuestionármelo. Los cristianos hablamos de Él como de una Trinidad, pero somos conscientes de que la Trinidad es Uno. Sobre eso no hay discusión: un Dios, sólo uno. Sin embargo, durante estos últimos días… o incluso las últimas horas… —hizo una pausa—. Déjeme valerme de una analogía matemática. ¿Conoce el teorema de Godel?

—No.

—Bueno, tampoco yo, no exactamente; pero puede servir para poner un ejemplo aproximado. Creo que es una idea del siglo veinte. Lo que afirma el teorema de Godel, y nadie ha podido jamás invalidarlo, es que existe un límite fundamental para el alcance racional de las matemáticas. Podemos demostrar todos los supuestos del razonamiento matemático hasta llegar a un cierto punto fundamental, y simplemente no podemos pasar más allá. Finalmente nos encontramos con que hemos descendido más allá del proceso de demostración matemática y entrado en el territorio de los axiomas indemostrables, cosas que sólo pueden tomarse como artículo de fe si queremos atribuirle algún sentido al Universo.

»Eso a lo que llegamos son los límites de la razón. Para poder trasponerlos, para poder continuar pensando, nos vemos obligados a aceptar como verdades esos determinados axiomas a pesar de que no podemos demostrar su autenticidad. ¿Me sigue hasta ahora?

—Creo que sí.

—Pues bien. Lo que yo supongo es que el teorema de Godel marca la línea divisoria entre los dioses y los mortales.

—Vaya —comentó Lawler.

—Me refiero a lo siguiente —continuó Quillan—: establece unos límites para el razonamiento humano; los dioses ocupan el otro lado de esos límites. Los dioses, por definición, son criaturas que no están limitadas por el teorema de Godel. Los seres humanos habitamos un mundo en el que la realidad acaba por derrumbarse para dar paso a suposiciones irracionales, o al menos a suposiciones no racionales… por ser indemostrables. Los dioses habitan un territorio de absolutos, en el que las realidades no son fijas y conocibles más allá de nuestro nivel, nuestro límite axiomático, sino que pueden ser redefinidas y remodeladas por el control divino.