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—Eso no significa que no existan esos niveles superiores.

—No. Supongo que tienes razón. ¿Quién sabe? El viajo marinero que nos habló de la Faz, contaba también descabelladas historias acerca de una ciudad submarina de super-Moradores que estaba junto a la orilla. Puedo creer en eso con la misma facilidad que puedo hacerlo en toda la palabrería teológica de Quillan, supongo; pero de hecho…, no puedo creer en ninguna de las dos cosas. Para mí, cualquiera de esas nociones es tan disparatada como la otra.

Ella volvió la cabeza para mirarlo.

—Pero supongamos, por el bien de esta discusión, que existe realmente una ciudad bajo el océano muy cerca de la Faz, y que la habita alguna clase superior de Moradores. Si fuese así, quedaría explicado el por qué de que los Moradores que conocemos la consideren como una isla sagrada y tengan miedo (o al menos pocos deseos) de acercarse a ella. ¿Y qué pasaría si realmente hubiera seres divinos allí?

—Esperemos a llegar allí y ver qué es lo que hay, y entonces te daré una respuesta a eso. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —concedió Sundria.

En medio de la noche, Lawler se vio repentinamente despierto, con esa clase de vigilia que sin duda duraría hasta el amanecer. Se sentó y se frotó la dolorida frente. Se sentía como si le hubieran abierto el cráneo mientras estaba durmiendo y lo hubieran llenado con un millón de brillantes alambres finos y resplandecientes, los que ahora se frotaban unos contra otros a cada inspiración que hacía.

Había alguien en el camarote. A la débil luz de las estrellas que penetraba por el ojo de buey, vio una figura dibujada contra el mamparo, alta y ancha de hombros, que lo observaba en silencio. ¿Kinverson? No, no era lo suficientemente grande. De todas formas, ¿por qué iba Kinverson a invadir su camarote en medio de la noche? Sin embargo, ninguno de los otros hombres de a bordo era tan alto.

—¿Quién está ahí?—preguntó Lawler.

—¿Es que no me conoces, Valben? —preguntó una voz profunda, resonante, maravillosamente calma y segura.

—¿Quién eres?

—Echa una buena mirada, muchacho.

El intruso se volvió de forma que la luz le iluminara un lado del rostro. Lawler vio una mandíbula fuerte, una barba rizada y negra, una nariz recta y dominante. Excepto por la nariz, aquel rostro hubiera podido ser el suyo propio. No, los ojos eran diferentes. Tenían un brillo poderoso; la mirada era a un tiempo más severa y compasiva que la de Lawler. Él conocía aquella mirada. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Pensé que estaba despierto —dijo con calma—, pero ya veo que continúo soñando. Hola, papá. Me alegro mucho de volver a verte. Ha pasado mucho tiempo.

—¿Ah, sí? No para mí.

Dio un par de pasos hacia Lawler, que en aquel camarote diminuto lo llevaron prácticamente hasta el borde de la cama. Llevaba una anticuada túnica fruncida, una túnica que Lawler recordaba muy bien.

—Sin embargo, tiene que haber pasado bastante tiempo, porque ya eres completamente adulto. Eres mayor que yo, ¿verdad?

—Aproximadamente igual que tú, ahora.

—Y eres médico. Un buen médico, según he oído decir.

—No realmente. Hago todo lo que puedo, pero no es bastante.

—Todo lo que puedes es siempre bastante, si es realmente todo de lo que eres capaz. Yo solía decírtelo, pero supongo que no me creías: siempre que no desatiendas tus deberes, siempre que honradamente te preocupes. Un médico puede ser un consumado bastardo fuera de su profesión, pero, si se preocupa por su labor, será bueno. Siempre que entienda que está para proteger, curar, querer; y creo que tú entiendes eso —se sentó en la esquina de la cama; parecía sentirse muy cómodo—. No has fundado una familia, ¿verdad?

—Pues no.

—Es una verdadera lástima. Hubieras sido un buen padre.

—¿Tu crees?

—Eso te hubiera cambiado, por supuesto, pero para mejor. Al menos, así lo creo. ¿Lo lamentas?

—No lo sé. Probablemente. Lamento muchas cosas. Lamento que mi matrimonio haya fracasado, lamento no haber vuelto a casarme, lamento que tú te murieras demasiado pronto, papá.

—¿Morí demasiado pronto?

—Para mí, sí.

—Sí, supongo que así fue.

—Te quiero.

—Y yo te quiero a ti, muchacho. Todavía te quiero. Te quiero muchísimo y estoy muy orgulloso de ti.

—Hablas como si aún estuvieses vivo… Pero esto es un sueño; puedes decir lo que se te ocurra, ¿no?

La figura se puso de pie y retrocedió hacia la oscuridad. Pareció embozarse en sombras.

—Esto no es un sueño, Valben.

—¿No? Pues… Bueno, a pesar de todo, estás muerto, papá. Hace veinticinco años que estás muerto. Si esto no es un sueño, ¿por qué estás aquí? Si eres un fantasma, ¿por qué has esperado hasta ahora para empezar a perseguirme?

—Porque tú nunca habías estado tan cerca de la Faz antes.

—¿Qué tiene que ver la Faz contigo o conmigo?

—Yo moro en la Faz, Valben.

A pesar de sí mismo, Lawler se echó a reír.

—Eso es algo que diría un gillie, no tú.

La declaración lisa, serena y aterradora colgaba en el aire como una nube de miasma. Lawler retrocedió ante ella. Ahora comenzaba a comprender. La ira empezó a tomar posesión de él. Le hizo un gesto irritado al fantasma.

—Lárgate de aquí. Déjame dormir.

—¿Qué forma es ésa de hablarle a tu padre?

—Tú no eres mi padre. O bien eres un sueño muy desagradable, o una engañosa ilusión que procede de algún erizo marino o pez dragón telepáticos de los que andan por el océano. Mi padre nunca hubiera dicho una cosa así. Ni siquiera en el caso de que volviera como fantasma, cosa que tampoco hubiera hecho. Eso de perseguir no iba con su estilo. ¡Márchate y déjame en paz!

—¡Valben, Valben, Valben!

—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué no me dejas tranquilo?

—Valben, muchacho…

De pronto, Lawler se dio cuenta de que ya no podía ver la alta figura sombría.

—¿Dónde estás?

—En todas partes en torno de ti, y en ninguna parte.

A Lawler le palpitaba la cabeza. Algo se agitaba en su estómago. En medio de la oscuridad, tendió la mano hacia el frasco de extracto de alga; pero pasado un momento recordó que estaba vacío.

—¿Qué eres?

—Soy la resurrección y la vida. Aquel que crea en mí, aunque muera, vivirá en mí.

—¡No!

—¡Que Dios te salve, anciano marinero!, de los demonios que así te atormentan…

—¡Esto es una locura! ¡Basta! ¡Sal de aquí! ¡Fuera!

Tembloroso, Lawler buscó la lámpara: la luz disiparía aquella cosa… Pero antes de poder hallarla, experimentó una repentina y aguda sensación de soledad y se dio cuenta de que la visión, o lo que hubiera sido, lo había abandonado.

Su marcha le dejó un resonante e inesperado vacío. Sentía la ausencia como algo traumático, parecido a una amputación. Permaneció durante largo rato sentado en el borde de la cama, estremeciéndose, empapado en sudor, temblando como había temblado durante los peores momentos del síndrome de abstinencia. Luego se levantó. No era probable que pudiera dormirse.

Salió a cubierta. En lo alto había un par de lunas con extrañas manchas púrpuras y verdes, de una luminiscencia que parecía llenar constantemente el aire y ahora se elevaba del horizonte occidental. La misma Cruz de Hydros, suspendida en un rincón del cielo como una joya desechada, también titilaba con colores, cosa que Lawler no había visto nunca antes; de sus brazos manaban violentos y cegadores destellos de color ámbar, turquesa, escarlata, azul marino.