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No parecía haber nadie de guardia. Las velas estaban desplegadas y el barco parecía moverse al soplo de una brisa suave, pero la cubierta estaba vacía. Lawler sintió una rápida punzada de terror. El primer equipo debería estar de guardia: Pilya, Kinverson, Gharkid, Felk, Tharp. ¿Dónde estaban? Incluso el timón estaba desatendido. ¿Era que el barco se gobernaba por sí mismo?

Aparentemente, así era; y también se desviaba de su rumbo. La noche anterior, recordó en ese momento, la Cruz había estado a proa y estribor. Ahora estaba alineada con la manga. Ya no navegaban en dirección suroeste, sino que habían girado en un ángulo agudo con respecto a su rumbo anterior.

Lawler caminó de puntillas por la cubierta, perplejo. Cuando se acercó al mástil posterior, vio a Pilya durmiendo sobre un montón de cuerdas, y a Tharp roncando cerca de ella. Delagard los desollaría vivos si se enterara. Un poco más allá estaba Kinverson, sentado contra la borda, con la espalda apoyada en la barandilla. Tenía los ojos abiertos pero tampoco parecía despierto.

—¿Gabe? —dijo Lawler en voz baja. Se arrodilló y movió los dedos ante el rostro de Kinverson. No hubo respuesta—. ¿Qué está ocurriendo, Gabe? ¿Estás hipnotizado?

—Está descansando —dijo de pronto la voz de Onyos Felk, a sus espaldas—. No lo molestes. Hemos tenido una noche muy atareada. Hemos estado haciendo girar las velas durante cuatro horas, pero mira: allí está la tierra firme, justo delante de nosotros. Nos movemos muy rápidamente hacia ella.

¿Tierra firme? ¿Cuándo había hablado nadie de tierra firme en Hydros?

—¿De qué estás hablando? —preguntó Lawler.

—Allí. ¿La ves?

Felk gesticuló vagamente hacia la proa. Lawler miró a lo lejos y no vio más que la inmensidad del luminoso mar en un horizonte limpio, ocupado sólo por unas cuantas estrellas bajas y una espesa nube alargada a media altura. El oscuro telón del cielo parecía extrañamente encendido, como una pavorosa aurora resplandeciente. Había colores por todas partes, colores llamativos, una fantástica pléyade de luces extrañas, pero nada de tierra firme.

—Durante la noche —explicó Felk—, el viento cambió y nos arrastró hacia ella. ¡Qué espectáculo tan increíble! ¡Esas montañas! ¡Esos tremendos valles! ¿Lo hubieras creído alguna vez, doctor? ¡La Faz de las Aguas! —Felk parecía a punto de estallar en lágrimas—. He pasado toda mi vida observando las cartas de navegación, mirando esa mancha oscura que ocupaba parte del hemisferio más alejado de nosotros, y ahora la estamos mirando directamente a los ojos… ¡La Faz, doctor, la misma Faz!

Lawler apretó los brazos contra su cuerpo; en la calidez tropical de la noche, sentía un repentino escalofrío. Continuaba sin ver otra cosa que el interminable oleaje de las aguas.

—Escúchame, Onyos, si Delagard sale temprano a cubierta y se encuentra con que todo el turno de guardia está durmiendo, sabes perfectamente qué sucederá. ¡Por Dios, si no los despiertas tú, lo haré yo!

—Déjalos que duerman. Por la mañana ya estaremos en la Faz.

—¿Qué Faz? ¿Dónde?

—¡Allí, hombre! ¡Allí!

Lawler continuaba sin ver nada. Avanzó unos pasos. Cuando llegó a la proa encontró a Gharkid, el miembro que faltaba del equipo; estaba sentado con las piernas cruzadas encima del castillo de proa, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos, muy abiertos, mirando fijamente como dos esferas de cristal. Al igual que Kinverson, se hallaba en un estado de conciencia muy diferente al de vigilia normal.

Completamente desconcertado, Lawler miró noche adentro. El deslumbrante enredo de colores continuaba danzando, pero ante sí sólo podía ver agua y cielo vacíos. Entonces algo cambió. Fue como hubiera tenido una nube ante los ojos, y ahora finalmente se hubiera despejado. Le pareció como si se hubiera desprendido un trozo del cielo, bajando hasta la superficie y moviéndose de forma complicada, doblándose una y otra vez sobre sí mismo hasta parecer un montón de papeles arrugados, y luego un atado de palos, y luego una masa de serpientes furiosas, y luego unos pistones movidos por algún motor invisible. En el horizonte había brotado una red tejida de alguna substancia que se retorcía. Los ojos dolían cuando se la miraba.

Felk se acercó y se detuvo junto a él.

—¿La ves ahora? ¿La ves?

Lawler se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración durante largo rato. La dejó escapar lentamente.

Algo que parecía una brisa, pero que era otra cosa, le soplaba en el rostro. Él sabía que no podía ser una brisa, porque podía sentir el viento desde popa, y cuando levantó la mirada vio que las velas estaban hinchadas hacia la proa. No era brisa, no. Era una emanación. Una energía. Una radiación, dirigida hacia él. Sintió su ligero crepitar en el aire, sintió cómo le azotaba la mejilla semejante al viento helado de una tormenta invernal. Permaneció de pie e inmóvil, asaltado por el pasmo y el miedo.

—¿La ves? —volvió a preguntar Felk.

—Sí. Sí, ahora la veo —se volvió para encararse con el cartógrafo. A la extraña luz que los bañaba procedente del oeste, el rostro de Felk parecía pintado, como el de un duende—. Será mejor que despiertes a tu equipo, de todas formas. Voy a bajar a buscar a Delagard. Para bien o para mal, él nos trajo hasta aquí. No merece perderse el momento de la llegada.

7

En la oscuridad decreciente Lawler imaginó que el mar que yacía ante ellos retrocedía velozmente, se retiraba como si lo estuvieran pelando y dejaba una sorprendente superficie arenosa entre el barco y la Faz; pero, cuando volvió a mirar, vio las brillantes aguas en el mismo estado de siempre.

Tras un corto rato llegó el alba, que trajo consigo extraños sonidos y paisajes nuevos: aparecieron rompientes, los crujientes chapoteos de las olitas contra la proa, una línea de luminosa espuma que se agitaba en la distancia. A las primeras luces grisáceas, Lawler no consiguió distinguir nada más que eso. Allí delante —no muy lejos— había tierra firme, pero él era incapaz de verla. Todo era incierto en aquel lugar. El aire parecía lleno de una neblina espesa que no se levantó ni siquiera cuando el sol se elevó en el cielo. Entonces, percibió abruptamente la enorme barrera oscura que yacía en el horizonte, una joroba baja que casi hubiera podido ser la línea costera de una isla gillie, si se exceptuaba el hecho de que en Hydros no había ninguna isla de ese tamaño. Se extendía ante ellos desde un extremo del mundo al otro, como una barrera ante el mar que tronaba y se estrellaba contra ella a lo lejos, pero no conseguía imponer su poderío.

Apareció Delagard. Permaneció sobre el puente, tembloroso, con la cabeza echada hacia delante y las manos aferradas a la barandilla con impresionante fervor.

—¡Allí está! —gritó—. ¿Me creíais o no? ¡Allí está la Faz, por fin! ¡Miradla! ¡Miradla!

Era imposible no sentirse profundamente impresionado. Incluso los más tontos y los más simples de entre los viajeros —Neyana, digamos, o Pilya, o Gharkid— parecían conmovidos por aquella presencia agazapada, por lo extraño del paisaje que tenían delante, por el poder de las inexplicables emanaciones que llegaban en palpitantes oleadas desde la Faz. Los once viajeros permanecieron alineados hombro con hombro sobre la cubierta, sin que nadie se molestara en gobernar el barco o acercarse al timón, y miraban fijamente en medio de un pasmado silencio mientras el barco avanzaba hacia la isla como si estuviera en poder de alguna fuerza magnética.