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Sólo Kinverson parecía, si no impasible, al menos sereno. Había despertado del trance y también él miraba fijamente la orilla a la que se aproximaban. Su cara hosca parecía resquebrajada por alguna profunda emoción; pero cuando Dag Tharp se volvió hacia él y le preguntó si sentía miedo, Kinverson le respondió con la mirada vacía, como si la pregunta careciera de sentido para él, y una expresión sin relieve e indiferente, como si pensara que no había necesidad de explicaciones:

—¿Miedo? —preguntó—. No. ¿Debería tenerlo?

El movimiento constante que se observaba sobre la isla impresionó a Lawler como el rasgo más asombroso. Nada estaba inmóvil. Fuera cual fuese la vegetación que había a lo largo de la orilla, si aquello era realmente vegetación, parecía estar en proceso de crecimiento intenso, dinámico y agitado. No había quietud en ninguna parte. No se veía ningún rasgo topográfico reconocible. Todo estaba en movimiento, todo se agitaba, caía, se entretejía en un complicado enredo de substancia brillante y volvía a destejerse, se agitaba en una danza demencial de energía que muy bien podía existir en ese estado desde el principio de los tiempos.

Sundria se detuvo junto a Lawler y descansó suavemente una mano sobre su hombro desnudo. Ambos permanecieron mirando aquel espectáculo, apenas atreviéndose a respirar.

—Los colores —dijo ella, suavemente—. La electricidad.

Era un espectáculo fantástico. La luz nacía constantemente de cada milímetro de la superficie. Ora de un blanco puro, ora de un rojo brillante, ora del más profundo de los violetas que lindaba con el negro impenetrable; y luego aparecieron colores a los que Lawler apenas podía atribuirles un nombre. Desaparecían antes de que pudiera comprenderlos, y otros igualmente potentes ocupaban el lugar de aquéllos.

Era una luz que tenía la calidad de un intenso ruido: era un estallido, un estrépito terrible, un destello deslumbrador y palpitante. Su abrumadora energía tenía un vigor perverso y demenciaclass="underline" semejante furia difícilmente podía pertenecer a la cordura. Fantasmales erupciones de llamas frías danzaban, brillaban, desaparecían y eran reemplazadas por otras. No se podía fijar la vista durante mucho tiempo en un mismo punto; la fuerza de aquellos violentos estallidos de color obligaba a apartar los ojos. Incluso cuando uno no mira, pensó Lawler, le golpean insistentemente el cerebro, de todas formas. Aquel lugar era como un inmenso aparato de radio que transmitía de forma inexorable en ondas biosensoriales. Podía sentir cómo lo exploraban aquellas emanaciones, le tocaban el cerebro, resbalaban por el interior de su cráneo, y como dedos invisibles le acariciaban el alma.

Permaneció inmóvil, tembloroso, los brazos en torno a la cintura de Sundria y los músculos contraídos desde la cabeza a los pies. Luego, a través del enloquecido brillo, le llegó algo igualmente violento, igualmente demencial, pero más conocido: la voz de Nid Delagard, transformada ahora en algo crudo, áspero y extrañamente rígido, pero aun así reconocible.

—¡Muy bien, volved todos a vuestros puestos! ¡Tenemos trabajo pendiente!

Delagard jadeaba con rara emoción. Su rostro tenía un aspecto oscuro y tempestuoso, como si una tormenta privada estuviera agitando su alma. Se movió entre ellos de forma frenética, los cogió bruscamente uno a uno y los volvió para apartarles los ojos de la Faz.

—¡Volvedle la espalda! ¡Volvedle la espalda! ¡Esa luz hechicera os hipnotizará si le dais la menor oportunidad!

Lawler sintió que los dedos de Delagard se le clavaban en los brazos. Se rindió a aquella fuerza y dejó que lo apartara del asombroso espectáculo que había al otro lado del agua.

—Tenéis que esforzaros para no mirar —dijo Delagard—. ¡Onyos, coge el timón! ¡Neyana, Pilya, Lawler, orientemos esas velas hacia el viento! Tenemos que encontrar un puerto.

Navegaron con los ojos entrecerrados, se esforzaron duramente por mantener la vista apartada del incomprensible espectáculo que hacía erupción ante ellos, y recorrieron las turbulentas orillas en busca de un sitio resguardado o una bahía en la que hallar refugio.

Al principio pareció que no la había; la Faz era un promontorio largo, impenetrable, hostil. Pero el barco atravesó inesperadamente la línea de rompiente y se encontró en aguas tranquilas, una plácida bahía rodeada por dos brazos coronados de abruptas colinas. Pero aquella placidez fue engañosa y de corta duración. Pocos momentos después de la llegada, la bahía comenzó a elevarse e hincharse. En las agitadas aguas, gruesas hebras negras de lo que podía haber sido fuco, surgieron a la vista y flagelaron la superficie como oscuros brazos de monstruos. Entre ellos aparecieron unas amenazadoras protuberancias llenas de púas como lanzas, de las que salían nubes de siniestro humo amarillo. A lo largo de la orilla parecían estar produciéndose conmociones de tierra.

Lawler, agotado, comenzó a pensar en imágenes misteriosas, abstractas, tentadoras. Formas desconocidas que danzaban en su mente. Sintió una comezón inalcanzable y enloquecedora detrás de la frente; se apretó las sienes con las manos, pero eso no lo alivió.

Delagard se paseaba por el puente, rumiando y murmurando. Pasado un rato ordenó que hicieran girar el barco en redondo y volvió a llevarlo más allá de la rompiente. En cuando dejaron la bahía, ésta volvió a quedar en calma. Tenía el mismo aspecto tentador de antes.

—¿Lo intentamos otra vez? —preguntó Felk.

—Ahora no —respondió secamente Delagard. Los ojos le brillaban con fría ira—. Quizá éste no sea un buen lugar. Nos desplazaremos hacia el oeste.

La costa que encontraron en dirección oeste no era nada prometedora: abrupta, escarpada, salvaje. El viento tenía un penetrante olor acre a combustión. De la tierra se levantaban chispas de fuego. El aire mismo parecía arder. Algunas olas de irresistible poder telepático llegaban hasta ellos desde la isla, repentinas descargas cortas que provocaban desorden y confusión mentales.

El sol de mediodía tenía un aspecto hinchado y descolorido. No parecía haber ensenadas por ninguna parte. Pasado un rato, Delagard, que se había ido bajo cubierta, reapareció y con voz tensa y amarga anunció que por el momento abandonaría todo intento de acercarse a tierra.

Retrocedieron hasta un punto bien alejado de la superficie agitada, donde las aguas del mar eran someras, calmas, y destellaban con los colores de las brillantes arenas del lecho. Allí echaron el ancla por segunda vez desde el principio del viaje.

Lawler encontró a Delagard junto a la barandilla, mirando a lo lejos.

—¿Y bien? ¿Qué piensas ahora del paraíso, Nid? ¿De tu tierra de leche y miel?

—Encontraremos la forma de entrar. Simplemente hemos llegado por el lado erróneo, eso es todo.

—¿Es que quieres desembarcar ahí?

Delagard se volvió para encararse con él. Sus ojos inyectados de sangre, extrañamente transformados por la luz fantasmal que los rodeaba, parecían muertos, completamente faltos de vida; pero, cuando habló, su voz fue tan fuerte como siempre.

—Nada de lo que he visto hasta ahora ha cambiado mi opinión en lo más mínimo, doctor. Éste es el sitio en el que quiero estar. Jolly consiguió desembarcar aquí, y nosotros también lo haremos.

Lawler no respondió. No podía pensar en nada que pudiese decir que no fuera a provocar una explosión de ira en Delagard. Pero luego éste sonrió, se inclinó hacia delante y apoyó cordialmente las manos sobre los hombros del doctor Lawler.

—¡Doctor, no tengas ese aspecto tan solemne! Por supuesto que éste es un sitio extraño. Por supuesto. ¿Por qué otra razón iban los gillies a mantenerse apartados de él durante todo este tiempo? Y por supuesto que la energía que nos llega de allí nos produce una sensación igualmente extraña. Simplemente, no estamos habituados a ella; pero no significa que debamos tenerle miedo. No se trata de otra cosa que de unos fantásticos efectos visuales. Sólo son decoración, adornos del conjunto. No significan nada. Ni una jodida cosa.