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—Me alegro de que estés tan seguro.

—Sí, lo estoy. Oye, doctor, ten fe; ya casi estamos allí. Hemos llegado hasta aquí, y vamos a recorrer el resto del camino. No hay de qué preocuparse —volvió a sonreír—. Mira, doctor, relájate, ¿quieres? La noche pasada encontré un poco del brandy de Gospo, que estaba escondido. Ven a mi camarote dentro de una hora más o menos; todos estarán allí. Haremos una fiesta. Vamos a celebrar nuestra llegada.

Lawler fue el último en llegar. Estaban todos reunidos a la luz de las velas en el atestado camarote que olía a moho, agrupados en forma de semicírculo en torno a Delagard; Sundria a su izquierda, Kinverson al otro lado, Neyana y Pilya a continuación, luego Gharkid, Quillan, Tharp, Felk y Lis. Todos tenían un vaso de brandy. Sobre la mesa había una botella vacía y dos llenas.

Delagard se erguía encarado con ellos, con la espalda apoyada contra la amurada y la cabeza hundida entre los hombros de una forma que parecía defensiva y agresiva al mismo tiempo. Parecía un poseso. Los ojos le brillaban con una expresión casi febril. Su cara, robusta y salpicada por algún tipo de erupción, estaba enrojecida y sudorosa. Lawler tuvo la repentina impresión de que aquel hombre estaba al borde de una crisis: una erupción interna, una violenta explosión, la liberación de unas emociones que habían permanecido contenidas durante demasiado tiempo.

—Bebe una copa, doctor —dijo Delagard.

—Gracias; así lo haré. Creía que se nos había agotado completamente este licor.

—También yo lo pensaba, pero estaba equivocado —respondió Delagard. Vertió hasta desbordar el vaso y lo envió de un empujón hacia Lawler, al otro lado de la mesa—. Así que has recordado la historia de Jolly acerca de la ciudad submarina, ¿eh?

Lawler bebió un largo trago de brandy y esperó hasta que hubo llegado al fondo.

—¿Cómo supiste eso?

—Sundria me lo dijo. Me comentó que habías hablado con ella del asunto.

Lawler se encogió de hombros.

—Apareció ayer de la nada, flotando en mi cerebro. No había pensado en ello durante años. Era la mejor parte de la historia de Jolly, y la había olvidado.

—Pero yo no —afirmó Delagard—. Se lo estaba contando a los demás mientras esperábamos a que bajaras. ¿Qué piensas de ello, doctor? ¿Era todo mierda lo que contaba Jolly, o no lo era?

—¿Una ciudad submarina? ¿Cómo puede ser eso posible?

—Un túnel gravitacional, es la explicación que recuerdo que daba Jolly. Supertecnología, decía, alcanzada por unos supergillies…

Delagard hizo rotar en el vaso el brandy que contenía; ya estaba muy adentrado en el camino de emborracharse, advirtió Lawler.

—Siempre creí que esa historia era la mejor de todas, igual que tú —continuó Delagard—. Cuando explicaba cómo los gillies, hace medio millón de años, decidieron irse a vivir al interior del océano. En este planeta había algunas masas de tierra; eso es lo que le contaron a Jolly, ¿recuerdas? Islas de buen tamaño, incluso continentes pequeños, y ellos desmantelaron todo eso y utilizaron el material para construir cámaras estancas en el extremo inferior del túnel gravitacional; y cuando lo tuvieron todo a punto, se mudaron allí abajo y cerraron la puerta tras de sí.

—¿Y tú te creiste todo eso? —preguntó Lawler.

—Probablemente no. Es algo bastante disparatado; pero es una historia bonita, ¿no crees, doctor? Una especie avanzada de gillies que vive ahí abajo, los amos del planeta; que dejan a sus primos terrestres en las islas flotantes, junto con algunos siervos y campesinos que se encargan de trabajar el mundo exterior para ellos como si se tratara de una granja, para proporcionarles buena comida a los de abajo. Y todas las formas de vida de Hydros, los gillies de las islas, las bocas, las plataformas, los buzos, los peces bruja y todos los demás, hasta las mismas ostras rastreras y lapas, están ligadas a una trama ecológica cuya única finalidad es la de servir a las necesidades de los que viven en la ciudad submarina.

»Los gillies de las islas creen que cuando mueren vienen aquí para habitar en la Faz. Pregúntaselo a Sundria, si no me crees. Deben querer decir que esperan bajar ahí y llevar una vida cómoda en la ciudad escondida. Quizá también los buzos creen en eso. Y las ostras rastreras.

—Esa ciudad no es más que la fábula de un anciano loco —dijo Lawler—. Un mito.

—Puede que sí… y puede que no —Delagard le dedicó una sonrisa tensa y fría. Su autocontrol resultaba aterrorizador por su intensidad; irreal, ominoso—. Pero supongamos que no lo es.

»Lo que vimos esta mañana, todo ese increíble jaleo de Dios sabe qué danzando y retorciéndose, podría de hecho ser una gigantesca máquina biológica que aprovisiona de energía a la ciudad secreta gillie. Las plantas que crecen allí son metálicas; apostaría a que lo son. Se trata de piezas de la máquina. Tienen las raíces en el mar para extraer de él los minerales y generar con ellos nuevos tejidos; y llevan a cabo todo tipo de función mecánica; y lo que podría haber en alguna parte de la isla es un circuito eléctrico, quizá emplazado en el centro. Apostaría a que hay un colector de energía solar, un disco acumulador que recoge la energía que todo ese cableado semivivo transmite al interior de la ciudad sumergida.

»Lo que hemos estado sintiendo es la energía sobrante de todo ello. Viene crepitando por el aire y nos jode la mente; o lo haría, si la dejáramos. Somos lo suficientemente listos como para no dejarnos apresar por ella. Lo que vamos a hacer es navegar a una distancia segura a lo largo de la costa, hasta que lleguemos a la entrada de la ciudad escondida, y entonces…

—Vas demasiado rápido, Nid —dijo Lawler—. Dices que no crees que la ciudad submarina sea otra cosa que la fantasía de un viejo, y de pronto estás en su entrada.

Delagard pareció sentirse desenmascarado.

—Sólo estoy hablando sobre el supuesto de que es real. Sólo por el bien de la conversación. Bebe un poco más de brandy, doctor. Éste es el último que nos queda, sin duda. Da lo mismo que nos lo bebamos todo de una sola vez.

—Si damos por supuesto de que es real —dijo Lawler—, ¿cómo vas a construir la gran ciudad de la que has estado hablando continuamente, si el lugar ya está en posesión de un puñado de super gillies? ¿No crees que van a sentirse un poco molestos? En el caso de que existan.

—Imagino que sí. Dando por supuesto lo de que existan.

—Entonces ¿no crees que llamarían a un ejército de peces espolón, peces hacha, leopardos marinos y drak-kens para enseñarnos a no volver por aquí a molestarlos?

—No tendrán esa oportunidad —dijo serenamente Delagard—. Si están allí, lo que haremos será bajar ahí abajo y conquistarlos.

—¿Que haremos qué?

—Será la cosa más fácil que puedas imaginarte. Son blandos, decadentes y viejos. Si están allí, doctor, si es que lo están, se han salido siempre con la suya en este planeta desde el principio de los tiempos, y el concepto de enemigo no existe siquiera en sus mentes. Todo lo que existe en Hydros está a su servicio; y han estado metidos en su agujero durante medio millón de años, viviendo con un lujo que nosotros no podemos siquiera comenzar a imaginarnos. Cuando bajemos allí descubriremos que no tienen absolutamente ninguna forma de defenderse. ¿Por qué iban a tenerla? ¿Para defenderse de quién? Si entramos allí y les decimos que vamos a tomar el mando, ellos se apartarán y se rendirán.

—¿Once hombres y mujeres medio desnudos, armados con arpones y cabillas van a conquistar la capital de una civilización inmensamente avanzada?

—¿Has estudiado algo de historia terrícola, Lawler? Allí existió un sitio llamado Perú, que gobernaba medio continente y cuyos templos estaban construidos de oro. Un hombre llamado Pizarro llegó allí con doscientos hombres pertrechados con armas medievales que no servían de mucho, uno o dos cañones y algunos rifles que te resultarían increíbles, se apoderó del emperador y conquistó el lugar con absoluta facilidad. Por la misma época, hubo un hombre llamado Cortés que hizo lo mismo en un imperio llamado México, que era igual de rico que el otro. Se los coge por sorpresa, no te permites siquiera la posibilidad de una derrota, te limitas a entrar y apoderarte de la máxima figura de autoridad, y caen todos a tus pies; y todo lo que tienen es tuyo.